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El Rastro de Andrés Trapiello

El Rastro de Andrés Trapiello

La dedicatoria que va al frente de la obra admite su propio comentario aparte: “A los que nunca encuentran nada, a Juan Manuel Bonet, que lo ha encontrado casi todo, y a quienes de vosotros os sentís ‘el más pobre del clan de los mendigos’”. Lo de Bonet, conocido escritor, hombre bueno y sabio, de una cultura impropia de los años que corren, se va a repetir una y otra vez a lo largo de estas páginas. Su nombre, porque es uno de los habituales acompañantes de Trapiello en sus paseos por el Rastro de Madrid, y también el de esos otros con los que al escritor leonés, como sucediera con Torres Villarroel, que soñó ir de la mano de Quevedo en sus visiones y visitas por Madrid, con los que le hubiera gustado compartir su paseo dominical por el Rastro, que, como aquí se indica, a pesar de esa imagen cochambrosa que de inmediato nos salta a la vista, “es un lugar de poesía, de sutilezas”, puesto que “la fealdad tiene siempre poco que perder”. Son, pues, muchos los nombres que salen a relucir, pero, entre ellos, no podían faltar los de Ramón Gaya, sus amigos murcianos García Montalvo y Sánchez Rosillo, así como, remontándonos un poco más atrás en el tiempo, Galdós, Blasco Ibáñez, Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Pla y Gutiérrez-Solana. De hecho, entre las fotos que acompañan al texto, y que sirven para darle más realce y vigor a la obra, para hacerla más atractiva y manejable para el lector, destaca una que no por conocida sigue siendo una verdadera joya sentimental: Pío Baroja en el Rastro, con su sombrero, su barba rala, poco cuidada, bien abrigado, como era habitual en el hombre más friolero del mundo, las manos encasquetadas en el fondo de sus bolsillos, y con ojo avizor, oteando el horizonte de libros que se despliegan ante su mirada de ave rapaz y escéptica. Y ya que hablamos del acompañamiento de la obra de Trapiello, quien parece disfrutar con su libro y, ya de paso, transmitir ese gozo a quienes se acercan al mismo, saltan a la vista las fotos de Alfonso, de Carlos Saura o de Juan Ballester, así como la reproducción de tarjetas postales de la época, grabados del siglo XIX, portadas de libros y de revistas en donde el Rastro ocupa un primer término como cosa curiosa, a veces extravagante y castiza.

"Andrés Trapiello no decepciona a nadie. Es el mismo Trapiello de siempre. El que ya nos tiene acostumbrados —sobre todo en su monumental serie de Salón de pasos perdidos— a una prosa clara y precisa"

Andrés Trapiello no decepciona a nadie. Es el mismo Trapiello de siempre. El que ya nos tiene acostumbrados —sobre todo en su monumental serie de Salón de pasos perdidos— a una prosa clara y precisa, a un vocabulario bien escogido, a frases verdaderamente hermosas y originales, siempre en constante lucha personal contra los tópicos y las florituras. Prosa de auténticos quilates que, en este caso, ante un asunto que al autor llega a enternecerle, se torna aún más cálida y familiar, con un tono confidencial que emociona. Véase, si no, esta imagen que Trapiello nos ofrece del Rastro, que, según él, “se parece bastante a una raspa de pescado. La espina central, con la cabeza en Cascorro, es la Ribera de Curtidores y a uno y otro lado le van saliendo unas espinas o calles cortas”. O frases mucho más breves, más sentenciosas, cercanas, en ocasiones, a la pura greguería ramoniana: “El regateo es el ritual en el que las cosas pierden su inocencia”.

Trapiello, que se siente “trapero de la vida y de la cultura española” si tenemos en cuenta que lo suyo siempre ha sido el detalle, el autor olvidado, lo que otros muchos escritores han ido dejando arrumbado en un rincón por intrascendente y poco relevante, se atreve, incluso, a ofrecernos un verdadero decálogo que, amparándose en su experiencia de varios lustros, de casi medio siglo de madrugones domingueros, deberían tener muy en cuenta quienes se acercan al Rastro, que, aunque gusta a todo el mundo, no es sitio para incautos. En primer lugar, hay que ir a primerísima hora, cuando se puede mirar sin agobio alguno y caminar sin tropiezos. Asimismo, hay que ser conscientes de que ahí, en cualquier situación que surja, todo el mundo miente. En esa lista de instrucciones, muy al estilo del Cortázar de Historias de cronopios y de famas, recomienda ir al Rastro en ayunas, “como los verdugos”, y evitar, a ser posible, el “regateo sin consecuencias”, sin olvidar que la palabra, en este medio en donde los contratos son orales, siempre ha de ser sagrada.

"En ocasiones, leyendo estas páginas, que son un verdadero placer para los sentidos, Trapiello no es consciente de que buscando a los demás no hace sino buscarse a sí mismo"

Sería decepcionante que Trapiello hubiera dejado pasar la ocasión que tiene ante sí, con un libro que, según él mismo confiesa en estas páginas, hace años que quería haber escrito, para hacer filosofía. Filosofía de la vida. Y el Rastro, que él califica de “reserva natural de la cultura”, en tal sentido da mucho de sí. Al Rastro, comienza por decir, “sólo se va buscando lo que hemos perdido o nos han robado, normalmente en la infancia, pero sólo encontramos lo que ya teníamos, y a menudo se viene con nosotros únicamente lo que no necesitábamos”. Esto le da pie a pensar en todas aquellas personas que le antecedieron y que, de alguna manera, pese a su obligada ausencia, pese a su definitiva desaparición, han dejado un rastro que queda en el aire para siempre: “Las del Rastro son huellas de una ausencia, las de todos sus antiguos propietarios, a menudo muertos, cuyo espíritu flota por aquellas cuestas, plazas y plazuelas”. En ocasiones, leyendo estas páginas, que son un verdadero placer para los sentidos, Trapiello no es consciente de que buscando a los demás no hace sino buscarse a sí mismo, como si aún albergara la esperanza de dar, a la vuelta de una esquina, agazapado en uno de estos cuchitriles oscuros y con olor a viejo, consigo mismo: un Trapiello más joven, más incauto, más ingenuo, seguro de encontrar verdaderos tesoros ocultos entre montones de ruinas.

Ante quienes pronostican la inmediata muerte del Rastro por la aparición del internet y las modernas redes sociales a través de las cuales se vende y se compra hasta la propia alma, por más que sea patrimonio de Dios, Trapiello es claro y contundente: “El Rastro tendrá siempre una temperatura moral y sentimental que la Red no conoce”. No en vano, como apunta casi al final de su obra, el Rastro, aunque de alguna manera se parece mucho a un cementerio, “conoce un gran número de resurrecciones”.

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Autor: Andrés Trapiello. Título:  El RastroEditorial: Destino. VentaAmazon

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