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El evangelio según Caravaggio: La vida según Woody Allen

El evangelio según Caravaggio: La vida según Woody Allen

Jaime de los Santos es un personaje de Woody Allen que, como Jeff Daniels en La rosa púrpura del Cairo, ha saltado a la sala de butacas. Lo que pasa es que Jaime ha decidido seguir viviendo en una película de Woody Allen de este lado de la pantalla, en la vida real. Es un tipo alto sin exagerar, con el cráneo rapado, bigote moreno y espeso y una barba tipo Oxford que cuando sonríe le confiere apariencia de piloto de Aquellos chalados en sus locos cacharros, como de Pierre Nodoyuna. Y más si entra en juego una ceja voladora que acentúa su gesto permanentemente esdrújulo. Jaime comparte su vida con Eloy, un diplomático y comisario de arte de prestigio mundial tan elegante y sabio que en otra vida podría haber sido tribuno romano, conquistador extremeño, consejero en la corte de Felipe II o el decimosexto presidente de Estados Unidos. Y todo ello sin cambiar el corte de pelo. Eloy es paciente y clarividente y se comporta como las centrales nucleares: sólo produce energía cuando las renovables de Jaime se agotan. Y es que a nuestro protagonista le llueve, le hace viento o le sale el sol de manera imprevisible. Jaime y Eloy viven en el Upper East madrileño, frente a Central Park, también conocido como Retiro, en un apartamento al que no le cabe un libro más, pero todos decoran, y con dos ventanales en arco que sólo dejan ver lo bonito de la vida cuando pasa.

Jaime es historiador del arte de formación, político de vocación y escritor fijo discontinuo, y en las tres aspira a la perfección. Y ahí le anda. Estos días acaba de publicar su segunda novela, El Evangelio según Caravaggio (Contraluz), y hemos quedado para hablar del libro. Le he pedido que nos encontremos en algún sitio “muy suyo” y, claro, aquí estoy esperando, a las cinco en punto de la tarde en el salón de té del Ritz, bajo su cúpula de cristal, frente a un Earl Grey y escuchando al pianista repasar la historia de las bandas sonoras en una de las escasas tardes de noviembre en que a Madrid le da por ponerse desapacible y otoñal. Todo es tan…Woody Allen. “Ya verás cómo me quieren allí”.

"Siempre me he sentido incomprendido. Porque fui el niño que se dio cuenta antes que nadie de que era gay y del modo en que eso me aislaba"

Tal y como ha anticipado, tarda tres saludos en llegar desde el distribuidor a nuestra mesa y le ponen un Darjeeling sin pedirlo (y sin leche y sin azúcar). Se quita una gabardina azul marino que me da una envidia que no puedo disimular y deja al descubierto un jersey de cuello vuelto ceñido y una forma física envidiable. “¿Qué hay de Jaime de los Santos en su Caravaggio?”. Y antes de que tenga tiempo de contestar, el pianista interrumpe a Morricone e inicia una serie de ópera y danza, desde El lago de los cisnes hasta Carmen (ese hombre, el pianista, es un gran observador y merece su propio reportaje, porque cuando me trae Garci, siempre me traen, le toca el “Begin the Beguine” o el Canon de Pachelbel). “La incomprensión. Siempre me he sentido incomprendido. Porque fui el niño que se dio cuenta antes que nadie de que era gay y del modo en que eso me aislaba. En el colegio y en casa. Porque elegí la carrera de historia del arte cuando mi padre imaginaba para mí algo más masculino, como una ingeniería. Porque milito en un partido de centro-derecha que en ocasiones no ha prestado a la cultura la atención que debiera y al que el colectivo LGTBI mira con recelo. Todo esto me incomoda pero me motiva”.

El libro establece un cierto paralelismo entre las vidas de Pasolini y Caravaggio y, casi de inmediato, el lector se da cuenta de que ambos tienen algo común y sórdido: sus despertares. Sábanas sudadas, bocas pastosas, recuerdos dispersos, reflejos desagradables de su propia desnudez… “Es que madrugo mucho y mi primer pensamiento es de miedo. Nunca lo había comentado con nadie. Me atrapa un sentimiento de angustia. Pero me alimento de ello y me lanzo a la vida. Supongo que algún día se lo contaré a un psiquiatra”.

"Lo bueno es que la historia acaba por poner a todo el mundo en su sitio. Siempre hay un Roberto Longhi que reconstruye la imagen de un genio absoluto como Caravaggio"

La plasmación de conocimiento en la novela es apabullante. A lo largo de sus 700 páginas hay una exhibición de erudición, no sólo sobre la historia de sus protagonistas, sino de la propia Roma y cada uno de sus templos y recovecos, que uno se pregunta si procede de una cierta voluntad de instrucción al lector o un puñetazo en la mesa. “En mi anterior novela sí había una necesidad de demostrar a algunas personas que no soy idiota. Pero esta vez es tanto el conocimiento de Caravaggio, de Roma, los detalles, las historias laterales que es un torrente que nace espontáneo. Y parecerá mucho, pero mi editora lo ha podado para dejarlo en casi la mitad”. Para que luego digan que los políticos no tienen dos lecturas ni a qué otra cosa dedicarse. “Algo habremos hecho mal”.

El drama que contiene la novela se construye sobre las insidias, los susurros en cenáculos minuciosamente elegidos, las habladurías puestas en circulación con la intención de destruir reputaciones. Tipejos con intenciones aviesas a los que un político debería estar acostumbrado. “Claro que lo he visto hacer. Cada vez más. Y nadie está a salvo de ser víctima, pero tampoco de contribuir a esparcir insidias. Yo mismo he sido víctima. La famosa foto de las bolsas. La construcción de una imagen para hacer burla. Pero esa precisamente la llevo bien porque para mí no es un demérito. Lo bueno es que la historia acaba por poner a todo el mundo en su sitio. Siempre hay un Roberto Longhi que reconstruye la imagen de un genio absoluto como Caravaggio”. Un genio que trasciende la pintura y que, siglos después, se convierte en la inspiración del expresionismo alemán que, a su vez, es el origen del cine como lo conocemos. “La verdad que hay en El Evangelio según San Mateo o en Saló”.

"Entre Vittorio de Sica o Sorrentino, me quedo con éste último. Y eso que Ladrón de bicicletas es mi película favorita"

Para la versión cinematográfica de esta novela, el autor podría elegir entre la belleza que tanto Caravaggio como Pasolini encuentran en los desheredados (chaperitos que te acompañan a cenar y te la chupan en la playa de Ostia por las monedas que llevas en el bolsillo, prostitutas enfermas de hambre y venéreas…), puro neorrealismo, o las descripciones obsesivas y barrocas de Roma, sus palacios y sus templos, La grande bellezza. “Difícil elección, porque adoro a ambos pero, entre Vittorio de Sica o Sorrentino, me quedo con éste último. Y eso que Ladrón de bicicletas es mi película favorita. Y sin salir del neorrealismo, Roma città aperta y Germania, año cero me volaron la cabeza a los veintipocos. Ese niño sobre los escombros es uno de los modelos que pinta Caravaggio”.

En cuanto al estilo, el novelista se debate entre una prosa sincopada en la acción, sonora, como de percusión, y unas descripciones detalladas, muy elaboradas y sin urgencias. De nuevo una elección: Hemingway o Faulkner. “Como lector soy de los dos y al escribir me dejo llevar. Estoy enamorado de En busca del tiempo perdido, cuyas descripciones he leído hasta tres veces, pero también soy amante del realismo. Creo que depende del estado de ánimo”.

“Don Jaime, ¿todo bien por aquí? No quería molestarles, porque los he visto muy concentrados en la conversación”. No puedo evitar acordarme del anuncio de Hornimans y su “¡Cómo lo cuidan a éste!”.

"Esto es totalmente Caravaggio y totalmente Jaime. La necesidad de grandes mujeres que me den aliento y que me protejan"

La descripción de los detalles y, de nuevo, el conocimiento minucioso de las liturgias, los ornamentos, los templos y las jerarquías de la Iglesia Católica y los pasajes evangélicos impregnan la novela de la cruz a la raya. Al autor se le nota que es católico, apostólico y, sobre todo, romano, “al que le gustaría ser como Dios manda”. Pero también es gay practicante. “¡Sí, claro! Desde pequeño también”. Y uno se pregunta si no es el contra-aforismo de Groucho, si está aspirando a entrar en un club que no lo quiere como socio. “Soy quien soy, y me apena que en ese club tan manoseado por la política mala no me dejen entrar. No porque no me quieran, ojo, sino porque les rompo el relato. Se han conseguido muchas conquistas. Yo soy la consecuencia de los que allanaron el camino pero, a la vez, soy la confirmación de que se les acabó la causa. Y eso no lo toleran”.

Por último están presentes todas las mujeres de Jaime de los Santos: las que lo protegen, como la marquesa Constanza Colonna Orsini a Caravaggio, o a las que proteger, como Anna, la prostituta enferma y desvalida. “Esto es totalmente Caravaggio y totalmente Jaime. La necesidad de grandes mujeres que me den aliento y que me protejan y, en paralelo, mi lucha por la protección de las mujeres que han sido abandonadas por la sociedad o maltratadas. No tengo vida para poder prestarles la ayuda que necesiten. Pero siempre las mujeres. La obra de Lorca, que me apasiona, y las mujeres, la música y las mujeres. Están arrinconadas en papeles secundarios en la Historia porque está escrita por hombres”.

Hace un rato que el pianista está en un receso y en el salón suena música de violines. Jaime paga (yo no podría haberlo intentado siquiera porque a su lado ni me miran) y recupera su gabardina porque tiene sesión parlamentaria. Anuncia que su instinto literario lo está llevando inexorablemente hacia Velázquez, y sólo de pensar en sus descripciones de Sevilla ya salivo. La cita se funde a negro con música de jazz y títulos de crédito con tipografía Windsor. Y yo me quedo pensando que esto es lo más cerca que voy a estar nunca de salir en una película de Woody Allen…

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