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El fuego de Carlos

El diario es su refugio, una vía de escape a la destrucción interior. El hogar donde Carlos exhibe su auténtico yo, el más descarnado, aunque con matices, porque tacha lo que le parece demasiado fuerte. Un diario de maldad, de ventanas oscuras del alma encapsuladas en el tiempo.

Antonio Soler relata en Yo que fui un perro el diario de un estudiante de Medicina que lleva, aparentemente, una vida normal. Amigos, una madre, lecturas, fiestas… y Yolanda, su novia. Es Yolanda el objeto de sus frustraciones, de sus inseguridades; la trata como un objeto sexual nunca satisfecho que le lleva al control exhaustivo de vidas ajenas. Un espejo que muestra el reverso más tenebroso.

"Como Soler remarca, aquí lo crucial no es el componente psicológico, que lo hay; tampoco el sociológico, que existe, sino el valor literario de una obra arriesgada"

Carlos es un mal hombre, un villano sin tapujos. También un desgraciado que no piensa que está enfermo. Que quiere mal, que odia sin saber que es alguien que odia; incapaz de amar de modo sano, con libertad, que vive en permanente estado de furia interna. Que manipula a su novia. Y ella no sabe quién es verdaderamente ese joven al que besa y con el que practica sexo en gerundio. O sí lo sabe y, sin dejarle, mantiene otros mundos.

La brújula de Antonio Soler

"Hay maltrato de diferentes calibres en la novela, pero no se puede decir que se trata de una novela sobre el maltrato. Sería reducirla a algo concreto. Yo que fui un perro es mucho más"

“Una maldad que aterra por lo cotidiano”. Son palabras de Rodrigo Blanco Calderón en la presentación en el Centro Cultural La Malagueta que hizo junto a Felipe Navarro. Y como Soler remarca, aquí lo crucial no es el componente psicológico, que lo hay; tampoco el sociológico, que existe, sino el valor literario de una obra arriesgada, la continua exigencia estilística y no recurrir a lo ya explorado; una novela que siendo tan diferente a cualquier otra de su narrativa mantiene ciertas conexiones con la anterior (Sacramento), por la profunda oscuridad, e incluso con otras obras como El Camino de los Ingleses, al volver a ese Territorio Soler recuperando personajes —el caso de Luli Gigante —, escenarios, humor, motes, guiños y una compasión con los héroes fronterizos, o como con Sur, donde ya aparecía un diario, el del atleta, que aunque no tiene nada que ver con el de tono de esta historia, sí ofrecía un punto de vista particular que servía de contrapunto a la narración de aquel día de terral.

Hay maltrato de diferentes calibres en la novela, pero no se puede decir que se trata de una novela sobre el maltrato. Sería reducirla a algo concreto. Yo que fui un perro es mucho más. Es una novela donde no hay espacio para conocer qué es lo que piensa Yolanda de Carlos. Son páginas de adioses, dudas, amenazas, desconfianzas, miedos, represiones y con un protagonista que escribe pero que quiere dejar de escribir; y desea a Yolanda, a su manera, tan de otro tiempo cuando eso parecía normal o un asunto privado, pero que tampoco la soporta. Un sinvivir. Es un ser incómodo, “cansado como un árbol”, que un día proclama: “El fuego es el único amigo del diablo”. Y hubo lluvia en su corazón trastornado. Este perro.

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