El Marjal

Laguna al norte de Qart Hadast, primavera del 209 a.C.

Quinto Trebelio, centurio primipilus de la XIV, se mordió la lengua para no gritar a ese zote de la centuria de Secundo. Le dio un leñazo con todas sus furias en la cerviz usando el vitis que lo identificaba como centurión. Tenían órdenes de atravesar aquella maldita laguna en el más absoluto de los silencios: aquel zopenco se había atrevido a mascullar con un colega de su contubernium sobre lo fría que estaba el agua. El lelo ni gruñó cuando su primipilus le estampó en la nuca la vara de vid, gruesa como un brazo.

Trebelio, con el agua llegándole a los hombros, adelantó a los hombres de la Cohorte Extraordinaria al verlos vacilar sobre si adentrarse más en aquel marjal. Los había reclutado él mismo junto al praefectus castrorum y dos de sus oficiales entre los mejores efectivos de las legiones que habían acompañado a Publio Cornelio Escipión en aquella expedición infernal, toda magnis itineribus, a marchas forzadas, desde los muros de Saguntum, arrasados a sangre y fuego por Aníbal años atrás y renacidos de sus cenizas, hasta arribar ante las imponentes murallas de Qart Hadasht, fundada hace casi un par de décadas por Asdrúbal el Bello, cuñado del infame Barca que había llevado la desolación a Italia. Fueron 7 días de pesadilla en los que apenas durmieron. 30.000 legionarios más casi 10.000 auxiliares moviéndose como un solo hombre. Nadie, a excepción de sus superiores, sabía su destino. Sus hombres se dirigían a él intrigados por el objetivo de tan afanada marcha: él les gruñía y acallaba sus preguntas. Eran legionarios de Roma y su deber era seguir a las Águilas, aunque su meta fuera el Tártaro. Ya se encargaría él con su vitis de que ninguno vacilara.

"El joven Escipión se abrió camino a golpe de gladius sin volverse a ver si lo seguían y salvó a su progenitor. Trebelio, que por entonces era sólo optio, agarró un caballo y siguió el primero al jovenzuelo creyendo que iban a una muerte segura"

Comprendía su recelo: se estaban internando demasiado en territorio cartaginés y, a pesar de que se rumoreaba que los púnicos estaban dispersos en tres ejércitos, muy alejados entre sí y a unos diez días de marcha del contingente romano, nadie se fiaba de que no apareciera alguno de esos ejércitos o de que los poco fiables íberos, por muy hastiados que decían que estaban del yugo púnico, les tendieran alguna emboscada. Tenían órdenes de no atacar ninguna población ni causar daño a los indígenas ni a sus cosechas y ganados. Compraban a un justo precio lo necesario para alimentarse. El alto mando quería que esos bárbaros fueran conscientes de la diferencia de trato que recibían de Roma, en contraste con la brutalidad y mano férrea con las que los trataba Cartago.

Trebelio tenía confianza ciega en el legatus que comandaba las legiones en Hispania en calidad de proconsul: el imperator Publius Cornelius Scipio, bisnieto, nieto, hijo y sobrino de cónsules. Muchos lo criticaban por su juventud, ya que sólo contaba con 26 años, pero Trebelio, que ya servía bajo su padre, el Cónsul también llamado Publio Cornelio Escipión, vio las agallas que tenía cuando con sólo 17 años comandó en las riberas del Tesino la carga para salvar a su padre, malherido y cercado por los númidas, que se abalanzaban como hienas sobre el cónsul caído. El joven Escipión se abrió camino a golpe de gladius sin volverse a ver si lo seguían y salvó a su progenitor. Trebelio, que por entonces era sólo optio, agarró un caballo y siguió el primero al jovenzuelo, creyendo que iban a una muerte segura. Volvieron a coincidir en varias batallas más, de infausto recuerdo para Roma, pues hubieron de mascar la hiel de la derrota a manos una y otra vez del infame Aníbal. Sobrevivieron milagrosamente a la masacre de Cannas y cuentan que allí el joven patricio hubo de amenazar con matar él mismo a quienes desertaran o se rindieran a los púnicos.

El agua le llega por la barbilla. Es uno de los más altos. Se vuelve y ve que otros han de ponerse de puntillas para seguir caminando. Intercambia una mirada con su segundo, el centurión Secundus. Éste, a mitad de la columna, le dice sin hablar que todo está controlado. La marcha la cierra Scaurus, un optio tuerto y malencarado: todos los legionarios de la expedición preferirían enfrentarse a las fauces de Cerbero antes que a su cólera.

"Trebelio mira con un manojo de espinas en el alma a la distante ciudadela. Les llega el estruendo lejano de la batalla que a esas horas se estará trabando en la puerta del istmo y en las murallas que dan al mar"

Intercambia unas palabras con el pescador que en Tarraco advirtió a Escipión de que la laguna que cercaba por el norte la capital púnica en Hispania era vadeable a cierta hora del día según el reflujo y los vientos. El íbero comanda la marcha. Hasta ahora los ha guiado bien, pero les queda más de la mitad y aquellas aguas parecen no tener fin. El primipilus no sabe si los están conduciendo a una trampa donde 500 de los mejores efectivos de Escipión perecerán ahogados como pardillos. No es asunto suyo descubrir si el pescador es un espía infiltrado. Su imperator les ha ordenado seguirlo y tomar la ciudadela que se levanta entre las brumas del ocaso, a su frente.

En un latín macarrónico el ibero le comunica que queda muy poco trecho de aguas profundas. Más adelante el agua les llegará al ombligo o, incluso, a las rodillas. Conoce la laguna como la palma de su mano: sus aguas son ricas en mújoles, doradas y langostinos. Más de una vez han embarrancado con su falúa en esa zona y a esas horas, cuando se retira la marea.

"Fueran sus pocos años o el recuerdo de la reciente muerte de su padre y su tío a manos de los hermanos de Aníbal al ser traicionados por los celtíberos, Escipión cometió el único grave error que Trebelio le recuerda"

Trebelio mira con un manojo de espinas en el alma a la distante ciudadela. Les llega el estruendo lejano de la batalla que a esas horas se estará trabando en la puerta del istmo y en las murallas que dan al mar. Escipión lo ha planeado todo para que la atención de los púnicos se concentre en esas zonas y dejen desguarnecida la parte norte, pensando que la laguna ofrece la mejor protección. Desde la ciudadela no les llega ningún grito de alarma. El tal Magón, que está al frente de la defensa de la ciudad, ha cometido un craso error: no hay marjal que la cohorte de Trebelio no pueda atravesar. Ni muros que no puedan escalar. De todas formas poco puede hacer Magón al frente de unas 3000 lanzas frente a los más de 30.000 legionarios que se les han echado encima. Los cartagineses los superan en artillería, sin duda: pero no hay escorpiones, catapultas o ballistas que hagan retroceder a las Águilas.

Si no han sido copados ya es por la imponente altura y robustez de sus murallas. Esta misma mañana estuvieron a punto de conquistarlas, pero eran tan altas que, cuando intentaban subirlas con escalas, se juntaban tantos en ellas que las partían y daban con sus huesos en las rocas sobre las que se asentaba la población. Muchos murieron despeñados o quedaron gravemente lisiados.

"Escipión, a pesar de sus escasos 26 años, es un viejo zorro: cuando se dio cuenta de que esa mañana no iba a caer la ciudad, dio órdenes de poner en marcha la operación secreta que había rumiado durante eternas jornadas"

Los púnicos, aun a pesar de su inferioridad, intentaron un ataque por un portillo. Escipión, que observaba la ofensiva conjunta por mar y tierra desde un altozano, al ver una posible grieta en la defensa cartaginesa en ese portillo, que se mantenía abierto para recibir a los defensores, abandonó toda precaución exigible a un legatus y se metió de lleno en el combate. Fueran sus pocos años o el recuerdo de la reciente muerte de su padre y su tío a manos de los hermanos de Aníbal al ser traicionados por los celtíberos, Escipión cometió el único grave error que Trebelio le recuerda: ponerse a sí mismo en peligro de muerte dejándose arrastrar por la siempre incierta vorágine de la batalla. El propio Trebelio, Secundus y un tribuno de la XIII hubieron de defender con sus escudos al legatus cuando fue acometido por unos bastetanos. A duras penas lo llevaron de vuelta al praetorium.

El nivel de las aguas ha bajado. Les llega por encima de la pantorrilla. El primipilus dibuja una sonrisa muda, que se queda en una mueca: hace tiempo que perdió la capacidad de sonreír. Escipión, a pesar de sus escasos 26 años, es un viejo zorro: cuando se dio cuenta de que esa mañana no iba a caer la ciudad, dio órdenes de poner en marcha la operación secreta que había rumiado durante eternas jornadas. Llamó a Trebelio a su tienda y le mandó reunir a los legionarios que le había encargado seleccionar sin decirle para qué los quería. Debían ir armados a la ligera, sin petos, corazas o escudos. Dos pila por cabeza, un gladius y un pungio, un puñal. Dispuso que se les repartiera un buen cuenco de gachas con torreznos y una cantimplora con posca por cada contubernium.

"Al cruzarse con Escipión, Trebelio intercambió con él una mirada de complicidad: a esas alturas, y sufrido lo que habían sufrido, ninguno de los dos creía ya en los dioses"

Mientras el resto del ejército recuperaba fuerzas para el ataque vespertino, los condujo bordeando la laguna hacia el lugar que les indicó el pescador. Los arengó diciendo que esa noche se le había aparecido Neptuno y prometido que las aguas se retirarían al paso de aquella cohorte formada por lo más granado de las Águilas. Él mismo se metió en el marjal y los guió hasta que el agua les llegó al vientre. Soplaba un fuerte viento del norte, ayudando a que las aguas se fueran desaguando de forma imperceptible al principio. Al arreciar el viento se aceleró el desagüe. Los legionarios multiplicaron hasta las estrellas la fe que tenían en su general: a pesar de que la mayoría no sabía nadar penetraron en aquella laguna sin vacilar. Al cruzarse con Escipión, Trebelio intercambió con él una mirada de complicidad: a esas alturas, y sufrido lo que habían sufrido, ninguno de los dos creía ya en los dioses. Pero eso debía quedar en lo más recóndito de su intimidad: si Roma seguía encomendándose a las divinidades, los que la servían debían dar ejemplos de piedad.

El guía los llevó, al fin, al pie de las murallas. Por esa zona no eran tan altas como por las demás partes, confiados sus constructores en que no era necesario elevarlas tanto, guarnecidas como estaban por la laguna y lo arriscado de la colina en la que se asentaba la ciudadela.

Llegó el turno de Bodilkas y Sakarbik, dos íberos de la tribu de los oretanos, que se unieron a las legiones para vengar la destrucción de su oppidum, Helike o Ilici, por Aníbal. El Barca los castigó por la muerte de su padre Amilcar, caído en una trampa cuando asediaba esta población, encastillada en una ciclópea peña en el curso del alto Thader.

Los oretanos habían servido al padre del procónsul y le detallaron a éste las circunstancias de la muerte de sus parientes y cómo el valor y la tenacidad de Fonteyo y Marcio evitaron el desmoronamiento del ejército que sobrevivió a la derrota, impidiendo que los cartagineses cruzaran el Ebro hacia el norte y pusieran en peligro lo ganado por Roma.

"Pillaron a los defensores desprevenidos, concentrados en repeler el ataque que les venía de tierra, e iniciaron una degollina inmisericorde hasta dejar expedito el paso para que sus compatriotas pudieran entrar"

Bodilkas y Sakarbik se movían como cabras montesas subiendo riscos, por lugares donde parecía imposible que trepara un hombre. Apoyados sólo con sus pies y manos, escalaron la muralla y dejaron caer desde la cima unas cuerdas para que ascendiera la cohorte. Trebelio ordenó a Escauro, que sería el último, que no subieran a la vez más de cuatro hombres por escala. Agarró la cuerda hasta casi hacerse sangre en las palmas y trepó. Sería el primero en coronar los muros de una ciudad enemiga: si sobrevivía al infierno que sus hombres iban a despertar, tendría derecho a llevar en público una Corona Mural, una de las mayores condecoraciones con las que soñaba un legionario. Su humor ácido le advirtió que él no había sido el primero en subir: lo habían precedido Bodilkas y Sakarbik. Sin ellos y el pescador la ascensión no habría sido posible. Pero eran bárbaros, y eso era como no ser nadie. Que se jodan. De todas formas, si sobrevivían, esta noche invitaría a los tres a varias jarras. Se lo habían ganado.

No se divisaba ningún defensor cerca. Desde su atalaya podían ver la batalla en el puerto y en la puerta de levante, la del istmo. Cuando Escauro se unió al resto, condujo la cohorte hasta la puerta. Pillaron a los defensores desprevenidos, concentrados en repeler el ataque que les venía de tierra, e iniciaron una degollina inmisericorde hasta dejar expedito el paso para que sus compatriotas pudieran entrar.

"Trebelio decidió no unirse al saqueo. Le repugnaban las masacres innecesarias, las violaciones. Los cartagineses se habían batido por su patria con bravura, como lo habían hecho ellos antes"

Cumplida la misión, erupcionó un Tártaro para los defensores de Qart Hadast: Roma estaba vengando en ellos las humillaciones y sangre derramadas en Tesino, Trebia, Trasimeno, Cannas… Escipión era un general comedido, clemente, pero él mismo era consciente de que debía dar rienda suelta a la furia devastadora de sus hombres. Las ciudades aliadas de Cartago tenían que aprender lo que les ocurría a los que osaban resistirse a Roma. Esa noche iba a ser de pesadilla. Mañana saldría de nuevo el sol, teñido de sangre, pero, colmada la ira, el imperator daría, seguro, muestras de su continencia y humanidad.

Trebelio decidió no unirse al saqueo. Le repugnaban las masacres innecesarias, las violaciones. Los cartagineses se habían batido por su patria con bravura, como lo habían hecho ellos antes. Habían combatido como jabalíes acosados por una jauría. Decían que Magón, aun sabiendo perdida la ciudad, se había atrincherado en la acrópolis y seguía batiéndose. ¡Con dos cojones, Hercle! Esos africanos y demás bárbaros merecían su respeto. Por eso aborrecía que se ensañaran con los vencidos.

No era tonto: sus hombres le entregarían su parte del botín. Pero él no mancharía más sus manos en matanzas innecesarias. Escauro, que también estaba harto de derramar sangre y cojeaba por una herida en la corva, le pasó una jofaina para que se limpiara. Un cirujano los examinó por si sus heridas eran de consideración. Los emplazó a acudir al valetudinarium por la mañana para que les cosieran los cortes que detectó: ninguno de importancia.

Trebelio agarró a su optio por los hombros y lo ayudó a llegar a las cocinas. A su paso, los que se precipitaban para saquear la ciudad y los que montaban guardia en el campamento les abrían un pasillo de honor y los palmeaban. “Ahí va Quinto Trebelio, el primero en coronar las murallas”.

Les llegó el rumor de que uno de los de la flota de Lelio, un tal Sexto Digitio, reclamaba el honor de haber sido el primero en ascender.

A Trebelio esa posibilidad se la traía al pairo. Sabía la ecuanimidad de Escipión. Cuando Escauro blasfemó maldiciendo al tal Digitio por osar proponerse para ganar la Corona Mural, arrebatándosela a su primipilus, Trebelio sentenció, mientras le servía la primera de las muchas jarras de clarete que iban a vaciar esa noche:

Tú y yo, junto a los 500 legionarios que nos han acompañado, sabemos que he sido el primero en subirla. Conoces la fe que el imperator nos tiene. Si ha de vérselas con los lilas de la Marina cuando pidan para ellos la Mural, estoy seguro de que defenderá a muerte nuestro premio. Mira lo que te digo, Scaure: si la cosa se pone tan liosa como el virgo de Vesta y no se aclaran sobre cuál de los dos subimos antes, Escipión contravendrá la mos maiorum y nos entregará una Mural a cada uno.

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