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El márquetin como poética, o por qué (no) odiamos a C. Tangana

El márquetin como poética, o por qué (no) odiamos a C. Tangana

En este texto escrito a cuatro manos, los autores reflexionan sobre la figura de C. Tangana y su última (y casi definitoria) aparición en el formato Tiny Desk. Un artículo en diálogo con el de Irene Domínguez («C. Tangana: Amor como estrategia de marketing y cultura mesetaria»), y el de Leandro Pérez («Tangana: Historia abreviada de un amor portátil»).

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Laro del Río Castañeda y Guillermo Sánchez Ungidos

No canta demasiado bien. No tiene una buena voz, él mismo lo sabe y lo admite. Es machista. Es apropiacionista. (Madre mía, Rosalía, bájate). Y, sobre todo, es un producto del mercado. No lo soportamos, no nos parece un músico excepcional ni nos identificamos con su ideología; y, sin embargo, tenemos que admitir que se ha esforzado por ser uno de los artistas más importantes de actualidad. En las redes los memeros se reían de él y le hacían chiquitito, pero hace unos días ha ensanchado el plató de los Tiny Desks. Ha pasado del escenario urbano a los grandes medios de comunicación: todos hemos escuchado alguna vez su nombre: C. Tangana.

Desde sus primeros proyectos, C. Tangana, antes conocido como Crema, se ha ido dibujando a sí mismo como un objeto de lujo. Siempre rápido, siempre nadando en dinero, siempre mejor que el resto. En Ídolo (2017) se define como un caballo ganador —«estás mirando el culo, eres un seguidor»— y se asociaba con las ganancias de Inditex —«y yo sonriendo flexing on my jet»—. En Avida Dollars (2018) nos llora desde su limusina versos como los siguientes:

Me hice a mí mismo.
Me puse Dios de nombre, en el pecho un Cristo.
Siempre brindáis con lo mismo.
Me gusta el oro; soy chulo, joven y listo.

Pero la realidad es que C. Tangana no es todo lo que dice ser, o al menos no lo ha sido hasta hace bien poco. Su actitud prepotente es una propuesta estética por la que, diríamos, dinero llama a dinero. Hay que servirse del continuo flujo de información, en esta era de la posverdad, para vender tu imagen, y así vender tu marca y tus productos. Hay que afirmar con rotundidad que eres un genio y comportarte como un completo divo para llegar a ser considerado como tal. Fake it till you make it.

"Con todo esto, ¿cómo vamos a soportarle? Parece que ha desvirtuado el valor intrínseco de la música y que está jugando con nosotros, consumidores, con su bífida lengua de filósofo"

And he has already made it. C. Tangana es ahora un caro producto del mercado: un objeto de consumo milimétricamente diseñado para el gusto de la clientela. El Madrileño se rinde al sistema, se funde con sus estructuras, y desde sus cimientos elabora una música, un estilo y una marca que no son sino máquinas de hacer dinero. El personaje cada vez es más dependiente de la creación de valor a través del marketing y los referentes culturales más castizos, algo que complejiza el producto cultural hasta tal punto que tensa la cuerda —hasta romperla— entre cultura y contracultura. Bien claro se lo dejó a Yung Beef en el célebre beef —algo así como «controversia», «discusión»— del Primavera Sound 2018:

Yo puedo inventarme que soy underground el año que viene y puedo hacer cosas para que os lo creáis todos. Si underground significa hacer la música que me gusta, eso es lo que hago y a lo que me dedico; por eso me dan dinero a mí. Si underground significa no ganar dinero con tu música, no tener exposición o no considerarte un producto comercial, entonces no: entonces no soy nada underground. Porque yo tengo un producto, yo he fabricado un producto —que es una marca, que es una firma— y con esa firma entro en el mercado.

De ahí se desprende que su obra como artista va mucho más allá de sus canciones: colgar carteles publicitarios enormes en plena Gran Vía de Madrid, hacer un desplante a Roberto Leal y compañía en Operación Triunfo, sacar al mercado su propia línea de ropa —¡carísima, como no podía ser de otra manera!—, enseñar el culo en un post de Instagram, jugar a la polémica con la opinión que le merece su ex —Rosalía—… son acciones tan importantes para su proyecto estético como su último single.

"Porque lo que está haciendo C. Tangana es tratar al mercado como su obra de arte, como su producto y para su beneficio"

Con todo esto, ¿cómo vamos a soportarle? Parece que ha desvirtuado el valor intrínseco de la música y que está jugando con nosotros, consumidores, con su bífida lengua de filósofo —sí, estudió filosofía en la Complutense—. Nos acordamos de esas ideas de Adorno y tantos otros que dictan que el verdadero arte ha de ser autónomo, no puede venderse a las reglas bursátiles, tiene que luchar contra el aburguesamiento cultural. Y, al mismo tiempo, le vemos hablar tranquilamente sobre cómo «se ha pasado el juego». No solo saca a la luz las razones de su éxito sino que las expone con orgullo.

Porque lo que está haciendo C. Tangana es tratar al mercado como su obra de arte, como su producto y para su beneficio. Lo avisaba en el tema «Yelo»: «He cambiao la industria de un país entero». No evita las influencias y los condicionantes económicos; más bien los asume y se sirve de ellos.

"El Madrileño juega con el lenguaje y los significados de la música urbana de manera que no se le pueda culpar de apoltronarse en el banco del parque, con la única intención de generar un capital simbólico único"

Así se explica también el uso hiperbólico y sobrecodificado del imaginario castizo: una de sus líneas estéticas principales se basa en la apropiación extrema, ultraconsciente, entre lo aberrante y lo genuino, de «lo español». C. Tangana se ha puesto la parpusa. Quizás encarne (!) lo que Susan Sontag considera que es la misión del arte: fascinar repulsiva y oscuramente, proporcionándonos lo indeseado, pues «aunque las atrocidades que […] perpetra contra su público sean feroces, su prestigio y su autoridad espiritual dependen en última instancia (sabida o inferida) que el público tenga de las atrocidades que aquel comete contra sí mismo». Damos la bienvenida, con reticencia, a un chulapo posmoderno ejemplar, «un traficante de locura».

En lugar de adscribirse a una corriente ideológica concreta, a una visión del mundo o al estilo musical que se le presupone como «ídolo» de las Nuevas Generaciones, El Madrileño juega con el lenguaje y los significados de la música urbana de manera que no se le pueda culpar de apoltronarse en el banco del parque, con la única intención de generar un capital simbólico único, de poner en valor su autonomía discursiva como creador y, a la vez, de su dependencia de la industria para conseguirlo. Esa volatilidad es el principal motor para que los tontos como nosotros —«que hasta los tontos tenemos tope»— visualicemos y escuchemos sus productos tratando de malograr —sin éxito— su figura. Esa realidad, definida en sí misma como un continuum de prácticas que remedan escritura, producción, interpretación y difusión, ensaya una perversa lógica por la cual lo real es s real en tanto que es mercado.

"Para empezar, es una muestra del poderío de la agenda de teléfonos de Pucho: Antonio Carmona, Kiko Veneno, La Húngara y El Niño de Elche"

Lo que nos lleva a su última performance: cómo seis Carmonas y seis Puchitos —¡me maten!— le han bastado para pervertir el mundo de los Tiny Desks, creados por la alternativa NPR Music, una organización pública estadounidense sin ánimo de lucro que nace en 2007 con la misión de dar a conocer sonidos y artistas y, como reza en su página web, que se esfuerza «por crear un público más informado, desafiado y fortalecido por una comprensión y una apreciación más profundas de eventos, ideas y culturas». A diferencia de artistas como Coldplay, Taylor Swift, El Cigala y Jorge Drexler; o Dua Lipa, Ozuna, Justin Bieber y Billie Eilish en la versión pandémica y casera, que quieren integrarse en la esencia, El Madrileño ha industrializado de manera definitiva el formato. Tras lanzar «el disco más importante de su vida» —lo dice de todos, y se lo dice a todas—, parece haber sentido la necesidad de etiquetarse y alejarse de lo prototípico construyéndose a sí mismo como un prototipo.

Para empezar, es una muestra del poderío de la agenda de teléfonos de Pucho: Antonio Carmona, Kiko Veneno, La Húngara y El Niño de Elche. La invitación al banquete no se extiende a cualquiera, sino a los más consagrados, aquellos a quienes le conviene asociarse, y los que además cantan bien —cantan mejor que él—. Si el featuring era una estrategia típica de la última década de la música pop, C. Tangana lo ha convertido en un signo autorial: juega a recuperar —siempre con un toque de nostalgia, algo tan de moda en nuestros días— valores seguros, y ellos le devuelven su target y su prestigio. «Yo sin esta gente, ¿pa’ qué cojones quiero pasar?». Así se hace uno transgeneracional: apelando al hijo y al padre a un mismo tiempo.

"Con este nuevo gesto de performatividad, este sarao de manolos y manolas, afianza internacionalmente el prestigio de su marca registrada"

Para seguir, afianza su trayectoria iconográfica. La sobremesa castiza con la guitarra y las palmas y los licores, el bodegón de pintura barroca, la misma vajilla que hay en casa de nuestras abuelas, el aire tan festivo como chulesco… Todo ello sin saber si va en serio o es una broma, la acumulación hasta el absurdo de objetos asociados al espíritu nacional, una parodia de lo que tal vez fue pero ya no es, o tal vez nunca fue ni nunca será. —Recordemos la imagen de «El Rey soy yo / I Feel Like Kanye»: C. Tangana viste un chándal blanco con la bandera de España mientras se agarra el paquete—.

Con este nuevo gesto de performatividad, este sarao de manolos y manolas, afianza internacionalmente el prestigio de su marca registrada. Nos somete, junto con su figura, a las reglas de lo mediático y a incorporarnos en su obra audiovisual como elementos de su poética comercial: rústica esteticidad, tratamiento de conflictos con una acentuada repulsividad masculina, utilización de una ironía gratificadoraDemasiadas mujeres. La asunción de este hecho por parte de El Madrileño explica, en parte, la tendencia que juega a preservar las porosas fronteras entre el bien y el mal de la industria, a difuminar los límites entre artista y personaje, y, por encima de todo, a cuestionarnos a nosotros mismos como espectadores.

La publicidad empieza por uno mismo, y la simbiosis es el mecanismo —anarcoliberal— más efectivo para sobrevivir en la selva de la industria discográfica. En busca de la falsa soberanía del consumidor —«lo hice por ti, lo hice por ti»—, la soberbia de componer, sin renunciar necesariamente a la soberbia para seguir siendo un producto con un aura artística, nos obliga a hincar rodilla, anisete en mano, al servicio de una narrativa que, en sí misma, es márquetin.

¡Salú!

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