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El método, por Juan Luis Arsuaga

Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa. 

A continuación reproducimos El método, el texto escrito por Juan Luis Arsuaga para esta obra.

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Nadie sabe por qué la ciencia nació en Europa, y por qué lo hizo en el siglo XVII. Había otras culturas muy desarrolladas en el planeta en esa época y las había habido mucho antes, en Europa y en otros continentes.

Podríamos pensar que hace falta tener escritura para que los conocimientos se trasmitan y se acumulen, pero ¿no podría la llama de la ciencia haber prendido en la India, en China, en el Egipto de los faraones, en el imperio acadio (el primero que existió), en el babilonio, el persa, el turco, o incluso en el mundo azteca, al otro lado del océano? ¿No eran suficientemente cultos los griegos, los romanos o los andalusíes del califato de Córdoba? ¿Por qué la Revolución Científica, como se ha llamado, tuvo lugar en un pequeño territorio, una península (lo que geográficamente es Europa) de un inmenso continente (Eurasia) lleno de pueblos cultos, prósperos, bien organizados y con escritura? ¿Y por qué en esa época que en la historia del arte se conoce como el Barroco?

Para contestar a estas preguntas nos tenemos que enfrentar al viejo dilema de las ciencias llamadas históricas, incluyendo en ellas a la biología histórica (la que yo practico, la paleontología). Las alternativas son dos: contingencia o determinismo. Es decir, ¿ocurrió lo que fuera que sucedió porque se dieron determinadas circunstancias que podrían perfectamente no haber concurrido, sean hechos fortuitos o personajes singulares? ¿O era necesario que tal cosa sucediera en aquel preciso lugar y en aquel momento concreto?

El método que utilizan las ciencias históricas para responder a estas preguntas es el mismo al que recurren los médicos cuando se preguntan cosas tales como qué tienen en común las comunidades humanas en las que la longevidad es más alta, o qué tienen en común los enfermos de cáncer de pulmón. Es decir, las ciencias históricas buscan patrones en el pasado.

El problema es que a veces nos enfrentamos a un suceso único. Quizás algún día podamos preguntarnos qué tienen en común todos los planetas en los que hay una civilización tecnológica, pero ahora mismo no podemos preguntarnos qué tienen en común todas las sociedades que producen ciencia, porque este suceso solo ha ocurrido una vez: durante la Revolución Científica del Barroco.

Así que no nos queda más remedio que analizar este caso único y ver qué ha pasado. Hay quien opina que la ciencia moderna, a la que voy a llamar a partir de ahora simplemente “la ciencia” sin adjetivos porque no hay una ciencia antigua, fue una consecuencia inevitable del Renacimiento, es decir, del redescubrimiento del mundo clásico. Muchas cosas cambiaron, desde luego, durante el Renacimiento en todos los órdenes de la vida, pero la Revolución Científica del Barroco no fue simplemente la vuelta a una ciencia que se hacía en la Antigüedad, y que se había perdido durante la Edad Media a causa de la caída del Imperio Romano, de las invasiones bárbaras y de la autoridad de la Iglesia.

Otros opinan que fue precisamente la Iglesia la que sentó las bases para la Revolución Científica porque la tradición escolástica medieval se proponía hacer compatible la razón con la fe. No era dogmática, sino aristotélica. Incluso se puede ir más atrás en el tiempo para encontrar una de las posibles raíces de la ciencia en el judaísmo. Y es que a diferencia de otras religiones que tienen una noción del tiempo circular, el tiempo de la religión judía es un tiempo lineal, que no vuelve al principio para empezar un nuevo ciclo histórico, una y otra vez. Y es en el tiempo lineal en el que se sitúa la ciencia para explicar el presente.

No faltan tampoco los que han visto en el Protestantismo el campo abonado para el desarrollo de la ciencia, aunque algunos de los motores del movimiento científico fueran las universidades católicas.

Como digo, cada uno tiene su propia explicación para la Revolución Científica del Barroco, así que llegados a este punto yo propongo que empecemos por definir qué es ciencia. Por supuesto, no es lo mismo ciencia que conocimiento, o que filosofía, o que arte, o que pensamiento humano. Ha habido muchos pueblos muy cultos que no hicieron ciencia. También la ciencia, en sentido estricto, es diferente de la tecnología. Los romanos fueron grandes ingenieros, pero no destacaron como científicos. Y los chinos, como todo el mundo sabe, inventaron la pólvora y muchas más cosas. Finalmente, los griegos fueron matemáticos, geógrafos, naturalistas, historiadores, filósofos, pero no científicos. Esta última aseveración, la de que Pitágoras, Arquímedes, Galeno, Aristóteles, no eran científicos es tan tajante que exige que defina, de una vez por todas, en qué consiste la ciencia.

Lo primero que hay que decir sobre la ciencia es que no es dogmática, sino que se basa en teorías. Toda teoría científica, por definición, tiene que poder ser confrontada con los hechos, y solo si supera la prueba, solo si es compatible con los datos, sobrevive. Sobrevive, pero no se solidifica en un dogma. Siempre puede ser refutada si algún dato nuevo resulta totalmente incompatible con ella. Haciendo una traducción literal del inglés diría que una teoría científica no puede ser probada, pero puede ser “probada errónea” (proved wrong).

Cuando los creacionistas critican la teoría de la evolución dicen de ella que “solo es una teoría”. Pues claro, la ciencia elabora teorías, no dogmas. Lo que pasa es que la teoría de la evolución ha superado ya tantas pruebas que nadie en su sano juicio puede preferir el creacionismo, que es radicalmente incompatible con todos los datos de que disponemos.

Ahora bien, como aproximaciones a la verdad que son, todas las teorías científicas pueden ser matizadas y perfeccionadas. Tal es el caso de la teoría de Darwin y de la mecánica de Newton.

Y de todo lo anterior se deduce que la teoría que presento de que la ciencia nació a finales del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII en la Europa cristiana también puede y debe ser sometida a crítica.

La mejor descripción que se me ocurre de la ciencia es la de que simplemente es un método. Es decir, una forma de razonar que solo se puso en práctica precisamente en el tiempo y el lugar que he dicho, no antes ni en otro sitio. Intentemos ver en qué consiste.

El matemático francés René Descartes publicó en 1637 un opúsculo titulado el Discurso del método. Los franceses creen, inevitablemente, que por ese breve texto Descartes debe ser considerado el padre del método científico. Yo también lo creería si fuera francés. “El discurso del método” no era la parte más importante de libro en el que se publicó, sino solo una breve introducción a tres tratados “científicos” en los que el método se ponía a prueba (La dióptrica, Los meteoros y La geometría).

En cualquier caso, merece la pena leer el Discurso del método. Aunque solo se recuerde de él la famosa sentencia “pienso, luego existo”, el Discurso del método es un alegato a favor del escepticismo, entendido como la obligación de poner en tela de juicio, por sistema, el conocimiento heredado, de no aceptar sin más el criterio de autoridad. Pero no se trata de dudar de que pueda conocerse la realidad de las cosas. El escepticismo de Descartes es todo lo contrario del relativismo.

Descartes no era una figura aislada, sino que estaba influido por el espíritu de su tiempo en Europa. Todos los participantes en la Revolución Científica del Barroco (si es que existió) compartían unos principios comunes.

Quizás el primero de estos axiomas fuera el de la objetividad de la naturaleza. Se entiende por esta expresión que la naturaleza no tiene intenciones. Por eso la he despersonalizado, a la naturaleza me refiero, escribiendo la inicial con minúscula. Dicho de una manera más pedante, la ciencia del siglo XVII abominaba de la teleología, que es la búsqueda del propósito, de la causa última de las cosas. La teleología es una doctrina que tiene su origen en Aristóteles y en su búsqueda de las causas finales y ha sido considerada un obstáculo para el desarrollo del pensamiento científico. En otras palabras, la ciencia se hace preguntas del tipo “qué”, “cómo” y “por qué”, pero no preguntas del tipo “para qué”.

Si en el mundo en el que vivimos no hay causas ni propósitos, ¿qué explicaciones nos quedan para los fenómenos naturales? La respuesta es que vivimos en un mundo ordenado (“cosmos” significa eso), regido por leyes. Esas leyes se pueden expresar en lenguaje matemático. Como decía Galileo, el mundo (el cosmos) es la carta que Dios escribió a los hombres, y estaba escrita con números. Los científicos creyentes (es decir, todos) veían en el orden de la naturaleza más prodigios que en los milagros de la religión.

La sensibilidad social había cambiado en aquel siglo. Ya no era un tiempo de milagros y de santos. Los físicos y matemáticos del momento (Galileo, Descartes, Leibniz, Newton), fueran católicos o protestantes, veían un prodigio mayor en las leyes del movimiento de los cuerpos (los terrestres y los celestes) que en las curaciones milagrosas de la Edad Media. Se consideraba evidente que Dios tenía que haber creado un universo que funcionara como una máquina perfecta. La creación tenía que estar a la altura del creador.

Y lo más importante de todo es que el universo máquina podía ser entendido por el ser humano aplicando el método científico. La criatura podía leer la carta de Dios y admirarse ante su sabiduría y bondad. No, la Revolución Científica no era hija del ateísmo, sino del deísmo.

El rechazo de la teleología fue un problema en Biología, sin embargo, porque los organismos tienen estructuras que sí cumplen fines, es decir, que son adaptativas. Sirven para algo. Cada especie está adaptada a su nicho ecológico particular y por eso dispone de órganos, herramientas, que garantizan su supervivencia. No había manera de entender cómo esas adaptaciones se habían podido hacer solas, y eso constituía un serio problema para la explicación científica. Más parecía una expresión de la benevolencia divina, que dotaba a sus criaturas de los medios de vida. La solución al problema vino, como todos sabemos, a mediados del siglo XIX, con la publicación del Origen de las especies por Charles Darwin.

Como he dicho, los físicos del siglo XVII veían al universo como una gran máquina que funcionaba sola. Se ha especulado con que la visión mecanicista de los primeros científicos estaba inspirada en los grandes relojes de las catedrales de su época, como el famoso reloj astronómico de la catedral de Estrasburgo. Cada siglo tiene sus metáforas, desde luego, como hoy es el ordenador la metáfora del cerebro.

También el cuerpo humano podía compararse con una máquina, es decir, con un autómata como los de los relojes de las catedrales. El italiano Giovanni Alfonso Borelli escribió un tratado en el que se explicaban los movimientos del cuerpo humano por medio de palancas. Aún hoy llamamos Biomecánica al estudio de los movimientos del aparato locomotor.

Descartes veía en los animales solo máquinas, autómatas de carne y hueso, pero el ser humano era diferente para él porque tenía mente. El cuerpo humano es una máquina, desde luego, pero la mente no. Se trata de una entidad inmaterial, decía Descartes, que se comunica con el cuerpo máquina por medio de un órgano impar que no existe en los animales (eso era lo que creían en su época, pero es falso): la glándula pineal o epífisis.

El dualismo de Descartes ha pervivido porque la idea de que hay entidades inmateriales que operan en el mundo material es demasiado golosa para el cerebro humano, que les ha dado diferentes nombres: dioses, espíritus, alma, psique, información, software. Dicen los “expertos” que en el futuro se podrá descargar en un ordenador la mente de una persona y así alcanzaremos la eternidad. El dualismo cuerpo/mente de Descartes se ha metamorfoseado así en el dualismo hardware/software. El pensamiento mágico sigue existiendo en este último reducto con una nueva máscara. La Revolución Científica aún no ha terminado.

Un día ya muy lejano entró el profesor en la clase de filosofía. Yo estaba en el último curso de bachillerato y era el primer día. Señores, dijo, el cordero se come la hierba y el hombre se come al cordero. Quiero que piensen en esto, añadió. Y se fue del aula. Al día siguiente nos preguntó a qué conclusiones habíamos llegado. Dijimos una sarta de tonterías. Es muy sencillo, explicó el profesor: la hierba, el cordero y el hombre están hechos de la misma sustancia. Hoy voy a hablarles de Demócrito de Abdera.

Los científicos revolucionarios del XVII no creían que la materia fuera continua, sino que pensaban que estaba hecha de partículas irreductibles, que no podían dividirse más y que estaban físicamente separadas unas de otras. Todos los fenómenos de la naturaleza, como por ejemplo el calor, podían entenderse a partir de las partículas. Eran por lo tanto atomistas, como lo había sido Demócrito de Abdera y los epicúreos. Entre esos corpúsculos de materia había vacío necesariamente, algo que no podían admitir los seguidores de Aristóteles, partidarios de la continuidad de la materia.

Entre los libros más maravillosos que se han escrito está De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas), de un epicúreo romano llamado Tito Lucrecio Caro. La doctrina epicúrea era irreconciliable con todas las demás doctrinas filosóficas y con todas las religiones, y por eso el materialismo epicúreo fue cortado de raíz. Era el enemigo público número uno. Pero un ejemplar del libro de Lucrecio fue encontrado en 1417 en un monasterio (sí, salvado por la Iglesia) y su publicación cambió el mundo abriendo las puertas a la ciencia que vendría después. Así lo cuenta Stephen Greenblatt en su espléndido libro El giro.

Con todo el aprecio que siento por los epicúreos, tengo que decir que hay una diferencia fundamental entre su atomismo y el de los científicos. Los epicúreos pensaban que los átomos chocaban al azar, creando y disolviendo el mundo material. Para un científico hasta los átomos obedecen leyes.

El cuerpo humano es un buen ejemplo de la continuidad entre el final del Renacimiento y el Barroco en lo que se refiere al desarrollo de la ciencia. Toda la Edad Media no hizo otra cosa que repetir las enseñanzas de Galeno, un griego de Pérgamo que llegó a médico personal del emperador Marco Aurelio y de su hijo Cómodo. Sin embargo, Galeno no realizó disecciones de cuerpos humanos, con lo que su conocimiento de la anatomía procedía exclusivamente de los animales.

Su autoridad fue indiscutible hasta que se empezaron a hacer disecciones de cuerpos humanos en las universidades. Con justicia podemos decir que el libro De humani corporis fabrica del bruselense Andrés Vesalio marcó un antes y un después en la anatomía humana. Pero los anatomistas del Renacimiento estudiaban cadáveres, no seres vivos, y la circulación de la sangre no fue completamente entendida hasta la llegada del inglés William Harvey.

Me gustaría terminar por donde empecé, por Descartes. En su Discurso del método Descartes afirma que se pueden vencer las enfermedades e incluso la vejez por medio del conocimiento. Es decir, aplicando su método. Por eso sorprendió al mundo que Descartes muriera a la temprana edad de 54 años de una neumonía. Por supuesto, con el instrumental de la época Descartes no podía saber nada de los agentes patógenos y no tenía medio de combatirlos.

Pero la aplicación del método científico llevó con el tiempo al conocimiento de las causas de la neumonía, haciendo posible su prevención o su cura. Lo hemos visto recientemente. Las vacunas han salvado a la humanidad.

Europa ha dado a la Humanidad, en resumen, un gran regalo, que es la ciencia. Por su carácter universal se ha extendido a todo el mundo y es compartida hoy por todas las naciones, independientemente de su régimen político.

¿Independientemente de su régimen político? Me atrevo a decir que no. Puede que la tecnología sea neutra, puede que la tabla periódica se explique igual en las dictaduras que en las democracias, pero algo me dice que lo que constituye el núcleo de la ciencia, la pasión irrenunciable por el conocimiento, la osadía a la hora de hacerse preguntas incómodas y la posibilidad de contestarlas siguiendo el método científico, no es independiente de la organización política de una sociedad.

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VV.AA. Título: Europa, ¿otoño o primavera?

Editorial: Zenda. Descarga: AmazonFnac y Kobo.

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Ricarrob
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10 meses hace

Excelente artículo.

Un problema serio la ciencia y la política. Actualmente también, aunque, como usted ha señalado, sin especificar, hay ejemplos como los de la prohibición de la genética en la URSS. Van unidas las libertades, evidentemente, al desarrollo de la ciencia. Quizás el espíritu liberal que se fraguó desde el Renacimiento y se consolidó en el XVII, XVIII y XIX, tiene algo que ver con todo esto. Y se hizo con base en Europa. Calvinistas, puritanos, revolucionarios franceses, fue una marea de progreso en las libertades y una apertura ideológica.

Escepticismo y relativismo. El relativismo como problema. El relativismo como factor de decadencia. Desde la política de determinado signo se impregna y contamina todo de relativismo, posverdad y posmodernismo. Todo ello anticientífico, todo ello ideológicamente dogmático. Por eso, desde la política, no se invierte en investigación; no se invierte en lo que no se cree. Solo se invierte en estudios de ingenierìa social; para manipular al personal y conformar sociedades a medida de distopìas infernales.

Es necesario ser escéptico del relativismo, como es básicamente necesario ser escéptico de la polìtica.

Hoy, la Europa que desarrolló la Ciencia, está en decadencia y descomposición por el cancer relativista y deconstructor.