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El murmullo de la conciencia

El murmullo de la conciencia

«Ira» es la primera palabra de la historia de la literatura occidental. «Canta la cólera, musa, del pélida Aquiles». Así arranca el primer verso de la Ilíada, con el terrible sustantivo abriendo la frase, estrenando el género de la epopeya, inaugurando la poesía y hasta preconizando el periodismo si limpiásemos de mitos los hechos de armas en la playa de Troya. Pero no es la musa sino Homero quien canta admirado la ira de los hombres, porque Homero sabe que solo la guerra iguala a los hombres con los dioses. Y alguien deberá contar esa apoteosis de sangre y de fuego para que el mundo no olvide. Para que el recuerdo de lo que hicieron perviva de generación en generación.

Hay una línea improbable que a través de veintiocho siglos conecta a Homero con Manuel Chaves Nogales. Uno era un bardo mitómano que embellecía lo que no vio y creía en los dioses; otro fue un periodista insobornable que anotaba lo que veía en una España rota que ni siquiera dejaba espacio a la fe en la condición humana. Pero hay una cualidad que los emparenta, una virtud rarísima, casi sobrehumana: la ecuanimidad. Homero no juzga a los hombres que se matan en el campo de batalla. Admira su valor o deplora su destino al margen del bando y la causa en la que militan. Y eso mismo hace Chaves Nogales en el implacable fresco del horror fratricida que es A sangre y fuego. Para que tampoco lo olviden. Y para que no lo recuerden como algunos sectarios de ayer y bastantes de ahora mismo quieren que lo recordemos.

"Hubo un antifranquismo criminal como hubo nobles actitudes entre los golpistas, y dar cuenta de esas heterodoxias solo está al alcance de espíritus de excepción"

Dicen que la historia la escriben los vencedores, pero quizá esa sentencia perdió su validez en la guerra civil española. Quienes la ganaron perdieron los manuales de literatura y viceversa, como ha documentado Andrés Trapiello. La épica del perdedor contra el fascismo alimentó reputaciones —no pocas falsas, hijas de la entrañable picaresca chaquetera que se desató con la Transición— que han terminado por articular el código hegemónico de la cultura democrática actual. Ese proceso de rehabilitación de la memoria de los derrotados tiene mucho de justicia en diferido, y como tal debe ser estudiado y respetado.

Pero si todas las hegemonías incurren en silencios calculados e hipérboles infundadas, será justo también señalar lo que de infame hubo en la causa republicana, que no fue poco en los actos y en las intenciones de cuantos mataron no precisamente por la república democrática, sino por imponer la dictadura del proletariado bajo la órbita de Stalin. Hubo un antifranquismo criminal como hubo nobles actitudes entre los golpistas, y dar cuenta de esas heterodoxias solo está al alcance de espíritus de excepción, gigantes morales que se atreven a registrar los hechos sin pensar en el calor de los propios ni en el frío de los ajenos. No buscan la adhesión ni el escándalo: se detienen a escuchar el murmullo de aprobación de su conciencia bajo los gritos cruzados del fanatismo.

"Chaves no se alineó ni con los vencedores ni con los vencidos, sino con la verdad huérfana"

Esto es fácil verlo hoy, a poco que uno haya leído algo y mantenga los prejuicios bajo el confinamiento de la razón. Lo difícil era verlo a la vez que se desarrollaban los trágicos acontecimientos, cuando la inmensa mayoría atónita, inocente y despavorida de los españoles fue arrastrada a tomar partido para salvar su vida o para hacerla mínimamente llevadera. Es entonces cuando el pedestre ejercicio del periodismo, el oficio de andar y ver y contar, asciende a su pesar a la categoría de épica. No para satisfacer la vanidad de sus profesionales, sino porque no queda otro remedio cuando la verdad cae enseguida, como siempre, víctima de la guerra. Y más en una guerra civil, que multiplica los verdugos y adelgaza los honores.

Para contar lo que cuenta Chaves en esos relatos sin militancia, piadosos y terroríficos a la vez, se precisa un temple de acero, una inteligencia diamantina, un coraje de soldado que desprecia su vida y una muñeca de reportero inasequible a los prudentes temblores de la autocensura. Había que ser honesto con los propios ojos, que es lo más complicado del mundo cuando afuera graniza la propaganda y en la retaguardia circulan de mano en mano listas negras con tu nombre.

Chaves no se alineó ni con los vencedores ni con los vencidos, sino con la verdad huérfana. Supo darse el lujo de no tener “ninguna solidaridad con los asesinos” de uno y otro bando, como consta en su prólogo inmortal. Aguantó en Madrid al frente de su periódico secuestrado por los milicianos, y cuando el gobierno republicano abandonó su puesto —ni un minuto antes ni uno después— prefirió echar a andar por el mundo con las manos en los bolsillos, portando una ciudadanía espiritual de español irreductible, resignado a soportar mejor la servidumbre en tierra ajena. Primero se asiló en Francia, y cuando su amada Francia cayó en manos nazis, cruzó el canal con su perseguido liberalismo a cuestas, ciudadano de una democracia interior que en toda Europa ya solo subsistía externamente en una isla: Inglaterra.

"Que el testimonio de Chaves Nogales no sea en vano. Que su alegato visionario contra el pecado de Caín impida a los españoles de hoy repetir las actitudes de su hora más oscura"

El miércoles 13 de noviembre de 2019, tres días después de unas elecciones que polarizaron el Parlamento, y solo unas horas más tarde de que se anunciara una coalición de socialistas y comunistas contra la que crece una derecha radicalizada, unos pocos afortunados fuimos convocados por el Instituto Cervantes de Londres junto a la tumba sin lápida donde reposa el héroe desde 1944. Le buscaron entonces un palmo burocrático de tierra, el CR19, a la vera de una tal Kate Churchman, en el cementerio de North Sheen, a las afueras de Londres. “Veis que esa tumba no tiene lápida. No la tiene porque la verdadera lápida de mi abuelo es esta”, nos explicó esa fría mañana de noviembre Antony Jones, nieto del legendario periodista, mientras palmeaba la tapa del libro que contiene la exhumada verdad sobre las dos Españas y que solo se alcanza desde la tercera. Ese libro hace falta, por desgracia, en esta España nuevamente ceñuda. Conviene recordar hasta dónde llegó la onda expansiva del sectarismo.

Que el testimonio de Chaves Nogales no sea en vano. Que su alegato visionario contra el pecado de Caín impida a los españoles de hoy repetir las actitudes de su hora más oscura. Que nos disuada siquiera de coquetear en redes sociales con estúpidas militancias caducadas. Que se nos quiten para siempre las ganas de arrojarnos el pasado para anular nuestro presente y excluirnos del futuro. Y que castiguemos a los políticos miserables que atizan los rescoldos del odio mientras se muestran incapaces de ensanchar el horizonte de una esperanza compartida.

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Este texto es un prólogo para una edición en cómic de A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales, pendiente de publicación.

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