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La Italia revertiana

Ilustración: Augusto Ferrer-Dalmau

La primera vez que estuve en Italia tenía quince años, como la canción del Dúo Dinámico. Fui con mis padres en un viaje organizado y recorrimos en autobús buena parte de la península de la bota durante nueve días de verano. Sentí un súbito enamoramiento hacia aquel país que, a mediados de los ochenta, estaba bastante más adelantado que España. Lo italiano, además de unos museos prodigiosos, ciudades de epatante belleza y paisajes evocadores, era una forma de vida en la que su cocina constituía un ingrediente fundamental. Desde entonces desarrollé un cariño hacia la cultura italiana avivado a través de su literatura, música, cine y trattorías.

Hay dos países donde estoy como en casa: Portugal e Italia. En ellos no me siento un extraño ni un exiliado de mí mismo. Los portugueses me parecen hermanos españoles sin fanfarronería que se comportan con educación y hablan en voz baja, y pienso que su separación de la Corona hispánica en 1640 constituyó un desgarro emocional y una pérdida histórica para el mapa de la piel de toro. Nos hubiera ido mejor a ambas naciones unidas que separadas.

"En Italia cada vez me gusta más callejear, pasear sin marcar un GPS mental, sentarme en una terraza para tomar despacio un café o una copa de vino"

He vuelto a Italia numerosas veces, y cada vez que me marcho de ella lo hago pensando cuándo regresaré. Muchos atardeceres, al caminar por mi ciudad olivarera, recuerdo paseos vespertinos por Roma: por el Capitolio, por la plaza de España o, sobre todo, por la via Margutta, mi calle predilecta, donde vivía Gregory Peck en Vacaciones en Roma, a cuyo apartamento llevaba a una jovencísima y guapísima Audrey Hepburn (todo en ella era superlativo).

En Italia cada vez me gusta más callejear, pasear sin marcar un GPS mental, sentarme en una terraza para tomar despacio un café o una copa de vino disfrutando il dolce far niente, que no está emparentado con la holgazanería, sino con el mero disfrute de la existencia en el tiempo de asueto. Saboreo el vino mirando a la gente que pasa, o con qué desparpajo y elegancia se echan hacia atrás el pelo las mujeres y ríen y cruzan las piernas al sentarse en un velador. Hago el efímero ejercicio de fantasear con las vidas de las personas. Deformación profesional. O para ser exactos, ya lo hacía antes de ser escritor, porque esa innata fabulación de historias es la marca del zorro de todo letraherido.

Carlo Ginzburg es un veterano historiador italiano que publicó en 1976 un libro célebre en el ámbito historiográfico: El queso y los gusanos: El cosmos de un molinero del siglo XVI (Península, 2001), donde, a través de las actas inquisitoriales conservadas en los archivos, relata no sólo el juicio condenatorio a un molinero italiano acusado de proferir opiniones heréticas, sino que reconstruye las mentalidades de la gente corriente de la época. Este ensayo inauguró académicamente la denominada microhistoria: la reducción de la escala de observación para realizar un análisis histórico mediante un minucioso estudio del material documental.

"Arturo Pérez-Reverte ha tratado con amplitud en sus artículos en XL Semanal su querencia por Italia y la ha plasmado en varios libros"

La microhistoria ha tenido una feliz trayectoria en el mundillo académico, y el gremio de novelistas —unos escritores corsarios— ha saqueado a placer esa herramienta metodológica en sus narraciones, porque les permite reconstruir biografías de personajes potentes literariamente, abordar acontecimientos históricos interesantes (muchas veces desconocidos para el gran público) y ambientar la trama mediante una eficaz y sugestiva resurrección de las mentalidades de una época.

Arturo Pérez-Reverte ha tratado con amplitud en sus artículos en XL Semanal su querencia por Italia y la ha plasmado en varios libros. En La piel del tambor, con Sevilla como protagonista urbana, el primer capítulo —por exigencias del suspense de la trama— se desarrolla en Roma, más en concreto en el Vaticano, donde los informáticos de la Santa Sede descubren que un hacker se ha colado en el ordenador del papa. El académico cartagenero ha situado dos novelas de Alatriste en Italia, Corsarios de Levante y El puente de los Asesinos, para saldar dos deudas de amor hacia sendas ciudades: Nápoles y Venecia, de recurrente aparición en las columnas de prensa revertianas por su memoria vivencial injertada en ellas. El primer libro homenajea a la urbe cosmopolita, peligrosa, hermosa y sensual cuando pertenecía a la monarquía española, y también dedica algún pasaje a la Roma del siglo XVII. El segundo libro es, hasta ahora, la última aventura del capitán, y los palacios, tabernas y canales venecianos enmarcan una historia de maquiavelismo político, traiciones y vendettas. En El pintor de batallas —donde el autor exorciza sus fantasmas de corresponsal de guerra—, quizá su obra más especular, hay un capítulo en el que el protagonista vive una historia de amor en una Venecia nevada, en uno de sus lujosos hoteles de alfombras rojas, lámparas palaciegas y empleados que perpetúan los códigos profesionales de las cosmopolitas generaciones europeas que retrató Stefan Zweig en El mundo de ayer. En El francotirador paciente Lisboa adquiere protagonismo, y la trama desembocará en Verona, Roma y, por último, en Nápoles, una de las urbes fetiches y sentimentales de la narrativa de nuestro autor. Finalmente, en El italiano, uno de los submarinistas protagonistas es veneciano y otro napolitano.

El italiano (Alfaguara, 2021) nace de un recuerdo infantil del autor. Tras ver en el cine una película sobre la Segunda Guerra Mundial protagonizada por David Niven y Alberto Sordi en la que los italianos aparecían como patéticos y cobardones, el padre de Pérez-Reverte le dijo que no creyese que todos los italianos fueron como el estereotipo peliculero que acababan de ver, pues también hubo italianos valientes. Y le contó la historia de los maiali pilotados por intrépidos hombres rana que atacaron y hundieron barcos británicos fondeados en Gibraltar.

Es cierto que los alemanes fueron los primeros en fabricar una imagen de los italianos como soldados cobardes con uniformes de opereta mandados por jefes altivos y corruptos. El arraigado desprecio con el que los germanos trataban a sus aliados italianos en los frentes de África y Rusia ocupa varias páginas en el excelente ensayo de Michael Burleigh Combate moral (Taurus, 2010) y, también, en el original libro de Sönke Neitzel y Harald Welzer Soldados del Tercer Reich: Testimonios de lucha, muerte y crimen (Crítica, 2012).

"Es una novela que se ve como una película o una película que se lee como un libro"

Una cosa recurrente en muchos escritores de novela histórica es que, al hablar de sus libros, suelen hacerlo exclusivamente del episodio histórico recreado, arrinconando el factor literario. Arturo Pérez-Reverte, que ante todo se considera un novelista, un escritor que cuenta historias, invierte la carga de la prueba y habla más de literatura, de personajes, de emociones, de las razones que le han llevado a escribir esa novela que le rondaba desde hacía tiempo (media vida, a veces). Esta actitud suya es heredada de los novelistas históricos clásicos (Robert Graves, Marguerite Yourcenar, Mika Waltari o Umberto Eco, entre otros) que daban preeminencia al andamiaje narrativo, porque su documentación histórica era tan buena y selectiva que no asfixiaba al elemento literario, y la grandeza de su obra se permitía observar a vista de pájaro las eventuales y manidas críticas de grupúsculos de historiadores profesionales.

Con habilidad intelectual, eficacia narrativa y un poderoso sentido de la intriga, Pérez-Reverte ha dado una nueva vuelta de tuerca a su obra al publicar esta novela en la que hace una prospección psicológica en todos los personajes, tanto protagonistas como secundarios. Y el resultado es una novela que se ve como una película o una película que se lee como un libro, si se me permite el trabalenguas. El italiano es una obra homérica, conradiana y fordiana. O sea, revertiana.

El argumento de El italiano aprovecha la microhistoria: cuenta la épica de los marinos de la Décima Flotilla MAS en Gibraltar, las temerarias incursiones de un puñado de valerosos submarinistas de élite italianos que, como cowboys a horcajadas de inestables torpedos tripulados, los maiali, penetraban en la rada de Gibraltar de noche y colocaban cargas explosivas bajo el casco de los navíos de la Royal Navy, o en su defecto, en la panza de buques mercantes británicos. A partir de estas acciones de comandos, el autor abre foco y capta las mentalidades de los marineros de guerra de ambos bandos enfatizando los códigos caballerosos, alude a la situación española en la posguerra civil concretada en un drama familiar, reivindica un periodismo de investigación que ayuda a comprender las raíces del comportamiento humano y, claro está, universaliza sentimientos y actuaciones de personas sometidas a circunstancias extraordinarias.

Vuelve la estructura revertiana de Hombres buenos, pues el autor recurre a la autoficción, emplea su vida como material susceptible de ser literaturizado y se convierte en un personaje más, en el periodista y escritor que por casualidad encuentra una historia en Venecia, le sigue la pista, hace entrevistas y recopila información en dos tiempos narrativos separados entre sí por cuarenta años. Esta voz narrativa autoficcional se entremezcla con el tiempo histórico de 1942, conformando una estructura que combina el flashback con el tiempo lineal y el circular, algo de evidente complejidad que el académico, como un Houdini de las letras, transforma en un mecanismo literario de aparente sencillez que permite una lectura agilísima, de cien metros lisos.

"El comienzo de la novela es Homero en vena: un trasunto de Nausícaa encontrando a Ulises en la arena de la bahía de Algeciras"

El comienzo de la novela es Homero en vena: un trasunto de Nausícaa encontrando a Ulises en la arena de la bahía de Algeciras. Elena Arbués, la joven librera de La Línea de la Concepción protagonista de la historia, halla y rescata por la noche medio ahogado al veneciano Teseo Lombardo (Teseo es el matador del Minotauro), el héroe cansado que, aunque aún no lo sepa, ha llegado a Ítaca, porque ella será la Penélope que lo espere con dignidad y paciencia varios años hasta el reencuentro para siempre. Pero es que además el perro de Elena se llama Argos, igual que el perro de Ulises: cuando éste retorna a Ítaca veinte años después de su partida lo hace disfrazado de mendigo para indagar de incógnito, pero su perro, viejo y enfermo, lo reconoce y se arrima a él meneando la cola en demostración de cariño, y Ulises derrama una lágrima de agradecimiento a la fidelidad guardada. La Ilíada y la Odisea están más presentes que nunca en esta narración: la guerra, la aventura, el mar, el periplo de la vida, hombres aguerridos que luchan y mueren con honor, el sacrificio por un ideal, la camaradería, las encrucijadas, las mujeres íntegras… Me malicio que el autor no le puso Helena —con hache— a la protagonista para no ser tan evidente su deuda literaria helénica. El caso es que la andaluza Elena Arbués se erige, a mi parecer, en una de las mujeres más redondas de la literatura revertiana por su densidad emocional, su claridad de ideas, su independencia a prueba de bombas, una inteligencia y cultura que le hacen más llevadera la vida y una sensualidad agazapada que, con trazos de celuloide clásico, nos ofrece las mejores escenas de amor de la dilatada narrativa de Pérez-Reverte.

La sombra de Galdós —como la de Delibes en otros— no sé si es alargada en el cartagenero, pero sí fecunda. El deliberado homenaje galdosiano —por ciudad, época, trama y personajes— en El maestro de esgrima es en El italiano mucho más sibilino, resultando perceptible en el grupo de españoles tertulianos: la bibliotecaria soltera de sueños marchitos, el médico aficionado a las maquetas de trenes que trabaja en un hospital gibraltareño, el archivero descreído y la propia Elena, que se reúnen en un café para arreglar el mundo y hablar de temas que pueden parecerles elevados en los que sobrevuela lo tragicómico.

No pienso destripar el final (como un sacamantecas libresco), pero sí sugerir que es una especie de versión alternativa de Casablanca, un cierre de telón a lo Cinema Paradiso en el que, tras ponerse en pie y aplaudir con la emoción a punto de rocío en los ojos, sólo queda cerrar el libro, recomendárselo a quienes aman la literatura sin propósito de enmienda y, como homenaje a Elena y Teseo, escuchar a Charles Aznavour cantar Venecia sin ti.

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José Ignacio Bettolli Nores
José Ignacio Bettolli Nores
2 años hace

Excelente nota.
Soy un «devoto «de Pérez Reverte, desde el primer libro que leí de su autoría. Hoy he comprado El Italiano, lo estaba esperando.