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El país del agua

No recuerdo el año pero sí recuerdo que fue en la primera mitad de los años sesenta cuando el paleontólogo James G. Mead comenzó a investigar el esqueleto de una ballena que alguien había encontrado en una mina de Kenia. Es lógico que uno se pregunte cómo llegó allí un animal marino de esa envergadura. Ernest Hemingway contaba en su relato Las nieves del Kilimanjaro que en la cumbre de la montaña más alta de África se había encontrado el cadáver de una pantera preservado gracias al hielo. Resulta tan misterioso saber por qué determinadas especies llegan a lugares que no les son propicios para existir como saber por qué nosotros nos movemos constantemente, sin conformarnos con el lugar que se nos asigna al nacer, errando a partir de entonces, de un país a otro, de una ciudad a otra, sin saber bien qué buscamos o si nos movemos simplemente porque el movimiento nos mantiene con vida.

Hace cuatro años vi el esqueleto de una ballena en Nuadibú y pensé en las historias que había oído siendo pequeño sobre ballenas que pasaban por la ría de Arousa, en su camino hacia Mauritania, donde vivían los meses de invierno. Muchas ballenas a veces aparecían heridas en las costas gallegas, enmarañadas en redes o con el estómago demasiado hinchado por la ingesta de plásticos y otros productos contaminantes que tiramos al mar y que ni siquiera el animal más grande del planeta puede digerir.

La ballena blanca de Moby Dick, la novela de Herman Melville, evitaba la ira bíblica del capitán Ahab pero también los flujos del capitalismo, trazados por el curso de barcos balleneros que ya a finales del siglo XIX comenzaban a expurgar los mares y océanos de sus riquezas. La ballena que estudió James G. Mead en los años sesenta sugiere que ciertas partes del Sáhara eran ríos anchos y profundos antes de convertirse en desierto. También sugiere cuáles fueron los cambios climáticos que favorecieron nuestra aparición en el planeta Tierra.

"Antes de escribir Leviatán o la ballena, Hoare había participado en la escena punk londinense, adonde llegó después de haber pasado su niñez y parte de su adolescencia en Southampton"

Al recordar ahora el esqueleto de aquella ballena en Nuadibú, pienso —de una forma caprichosa, lo sé— que las fuerzas que me empujaron a mí a comenzar estas líneas son las mismas que en su día empujaron al escritor Philip Hoare a escribir Leviatán o la ballena, que, como él mismo nos cuenta en su libro, se activaron en una visita que él hizo muy joven, a la edad de ocho años, al Museo de Historia Natural de Londres. Allí, ante la maqueta de una ballena azul, la belleza y las dimensiones del animal le resultaron dos fuerzas hipnóticas. Lo bello y lo siniestro. Entre lo bello y lo siniestro funcionan siempre las fuerzas de la Naturaleza, que por una parte nos atraen y por otra nos repelen. Nos atraen porque son diferentes y al mismo tiempo nos repelen porque son imprevisibles. Su diferencia nos atrae por sus formas y colores, por su autonomía y por su indiferencia, por no necesitarnos y aun así permitirnos estar a su lado; su imprevisibilidad nos repele por no aceptar nuestro control y atacarnos de manera repentina y sin motivos aparentes.

Antes de escribir Leviatán o la ballena, Hoare había participado en la escena punk londinense, adonde llegó después de haber pasado su niñez y parte de su adolescencia en Southampton, una ciudad de donde partieron dos barcos emblemáticos: el Mayflower y el Titanic. El mar, sin embargo, tardó en convertirse en el centro de su existencia; por así decirlo, él mismo tardó en convertirse en ballena. Primero fue la música, David Bowie, Joy Division y el ambiente contestatario en las calles de Londres. Durante un tiempo, Hoare escribió para varios fanzines, al mismo tiempo que trabajaba como mánager de varios grupos, diseñaba portadas y montaba una discográfica. Y de pronto dio un giro de 180º y comenzó a escribir biografías de millonarios, dramaturgos y militares, con bastante éxito en el mundo angloparlante. En la BBC y en los museos más importantes de Gran Bretaña lo llamaban para hablar sobre Oscar Wilde, cuando no era para hablar sobre el concepto de decadencia. Sus conocimientos abarcaban campos en apariencia distantes, tanto que Leviatán o la ballena fue una sorpresa solo parcialmente. Hubo pocos lectores a quienes les extrañase la introducción de Hoare en un territorio nuevo con aquel libro, porque eso era lo que lo había definido hasta entonces: el carácter imprevisible de sus gustos y elecciones. Lo más llamativo en su nuevo desvío era no tanto el mar como escenario de sus intereses, sino su implicación personal en la materia narrativa.

"Uno piensa en todo lo narrado en Leviatán o la ballena y se asombra ante los lugares diferentes adonde fue Hoare, los archivos y hemerotecas que consultó, el extraño camino que recorrió para llegar hasta nosotros"

El libro anterior a Leviatán o la ballena había sido uno sobre el grupo de synthpop británico Pet Shop Boys y el anterior a este último uno sobre el artista mexicano Gabriel Orozco. Investigar el tránsito entre épocas, temas, géneros y disciplinas en su obra, hasta su desembocadura en el mar, resultaría seguramente apasionante. ¿Cómo llegó al mar? ¿Cuándo se acercó realmente a las ballenas? Vista desde fuera, su vida parece un viaje, quizás no en los términos en que comenzó a viajar mientras escribía Leviatán o la ballena o El mar interior, pero con idénticos resultados. En ambos casos se traza la línea de puntos que dibuja nuestra mente al pensar, al ir en busca de conocimiento. Perdemos pie en un tema, nos precipitamos y aterrizamos en otro, en una secuencia donde nuestra mente y nuestro cuerpo se convierten en enormes almacenes como los que se utilizan para desplegar en ellos los trozos de los aviones siniestrados y estudiar a partir de ellos las posibles causas de un accidente, por si de esa forma se puede prevenirlas. Nosotros viajamos en busca de experiencia y conocimiento. Y a menudo nos resulta difícil entender las cosas si no entendemos cómo se llega a ellas. O si no nos cuentan el relato de ese viaje. O si no comisariamos una exposición en nuestro cerebro, para con todos los fragmentos que recogemos aquí y allá montar un relato.

Uno piensa en todo lo narrado en Leviatán o la ballena y se asombra ante los lugares diferentes adonde fue Hoare, los archivos y hemerotecas que consultó, el extraño camino que recorrió para llegar hasta nosotros, sus lectores. Al seguir sus pasos, uno se convierte en algo así como un detective o explorador, siguiendo pistas y huellas, sin saber con qué fin, aunque con la certeza de convertir de esa manera su vida en un asunto mucho más interesante que si tuviese la mente y el cuerpo en modo sedentario. Atrás queda la IA, para que planche la ropa y friegue los suelos de casa, mientras los lectores viajamos de isla en isla o tierra adentro, en las Azores, Nantucket o Cape Cod. ¿Sabría la IA, de hecho, qué hacer con este trayecto que a veces parece no querer ir a ninguna parte? ¿Podrá la IA contarnos algún día cuáles fueron sus deambulares al memorizar información? ¿Al entrenarse para parecerse tanto a nosotros que nosotros mismos nos volvamos redundantes ante ella? Como ya todos sabemos, cuando el ajedrecista Gary Kasparov se enfrentó al programa Deep Blue, que según la NASA había sido diseñado para superarnos en todo, primero perdió. Perdió ante la máquina pero no se dio por perdido. Pidió la revancha porque, al parecer, supo reconocer sus propios errores y porque también creyó haber detectado las flaquezas de aquella inteligencia artificial. La segunda vez, Kasparov venció sin problema y la NASA le preguntó si podía decirles dónde estaba el problema de su sofisticado programa: «Es sencillo —les respondió—: su inteligencia artificial no tiene miedo».

"Si consideramos, por lo tanto, Leviatán o la ballena un libro de viajes, podemos considerarlo asimismo un libro de aventuras"

Leviatán o la ballena sí produce miedo. Como en los libros de W. G. Sebald, en cuanto las historias se precipitan en el abismo de la Historia con mayúscula lo cotidiano se vuelve insignificante, la vida deja de importar, unos seres destruyen a otros, una lógica implacable anula la lógica humana, la enmudece. No es solo la lógica distante de las profundidades marinas, es también la lógica del tiempo, el abismo por el que se precipitan los minutos y las épocas. Es el sentido del avance si no se le pone freno. Es la caza indiscriminada de ballenas entre los siglos XVII y principios del siglo XX, son los incontables productos que se han hecho a partir de su carne y su aceite, por ejemplo la luz que alumbró ciudades como Londres antes de que pudiéramos hacer uso de la electricidad. Hay una industria oceánica encarnada en las ballenas, aunque ahora estén en peligro de extinción y ya no podamos seguir matándolas de forma indiscriminada, a no ser que no nos importe que sea un especie protegida. Hoare nos recuerda que los seres humanos fuimos inicialmente una especie salida de las profundidades marinas y que, por lo tanto, podemos considerarnos algo así como una especie evolucionada de la misma familia que vienen las ballenas. Quizás no sean nuestras hermanas ni nuestras primas, pero en algún momento de nuestra historia evolutiva nos las cruzábamos a escasos centímetros y sabíamos convivir con ellas, sin condenarlas a la masacre a la que las llevamos, sobre todo durante el siglo XIX.

Este libro es un viaje por nuestro planeta, en busca de ballenas, y es además un viaje literario. Su centro puede que sea Moby Dick, de Herman Melville, pero sus periferias son igualmente fascinantes, con Henry David Thoreau recorriendo playas en busca de fósiles marinos y convirtiendo la materia narrativa de Leviatán o la ballena en una especie de paleontología literaria, que luego se transforma en un apocalipsis gracias a Nathaniel Hawthorne. Puede que su segunda parte, al dejar tras de sí la relación entre las ballenas y el capitalismo, para entrar en la exploración de los polos, sea la más bella, por su carácter científico y porque la ciencia jamás podría llegar a ser tan ominosa como la economía, al menos en manos de Philip Hoare, que casi actúa como los escritores de novelas de aventuras, consciente de la necesidad de movimiento constante a lo largo del libro, hasta alcanzar una meta. En cierto sentido, podría decirse que las novelas de aventuras son una variante de la literatura de viajes o que los libros de viajes son una variante de la literatura de aventuras. Si consideramos, por lo tanto, Leviatán o la ballena un libro de viajes, podemos considerarlo asimismo un libro de aventuras. Con él no solo viajamos en el espacio y en el tiempo, como si fuésemos marinos y astronautas, sino que además viajamos como lectores y habitantes del siglo XXI, atravesando todos los estilos y géneros posibles, en busca del nuevo estilo y los nuevos temas que a estas alturas del siglo necesita la literatura.

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Autor: Philip Hoare. Título: Leviatán o la ballena. Traducción: Joan Eloi Roca. Editorial: Ático de los Libros. Venta: Todos tus libros.

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