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El pasaje, de Maria Carme Roca

El pasaje, de Maria Carme Roca

Maria Carme Roca se hizo con el premio Santa Eulàlia de Novela de Barcelona con esta ficción histórica que reconstruye la vida del que fuera el gran pintor muralista del siglo pasado: Josep Maria Sert. Un homenaje a uno de los periodos artísticamente más interesantes de la capital catalana.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de El pasaje (Comanegra), de Maria Carme Roca.

***

Barcelona, 1945

Llovía. Una lluvia suave, cadenciosa, pero suficiente para dejarlo todo empapado al cabo de un rato. Regina se la mentó de que lloviera; no porque no le gustara la lluvia, sino por miedo a que los zapatos nuevos se le empaparan: la fina suela de cuero y la piel de alce no toleraban la humedad. Quería ir elegante —sobre todo por él, por Josep Maria— y estaba convencida de que lo había logrado. Un traje de chaqueta gris oscuro, como la tarde de aquel mes de noviembre, y los complementos negros —el cuello de piel, el sombrero de ala caída, los zapatos de tacón de carrete y el bolso plano de doble asa— ofrecían la imagen de una mujer segura de sí misma pero discreta: una buena opción para decir adiós a su amigo.

«Me resulta extraño verte con el hábito franciscano, pero hay que ver lo bien que te queda.»

La familia Sert había instalado la capilla ardiente del eminente pintor y muralista en la casa de la calle Aragó. Al día siguiente se celebraría un responso en la iglesia de la Concepció. A Regina le gustaba aquella iglesia; tiempo atrás, había sido el convento de las monjas comendadoras de san Jaime, que había sido trasladado el siglo anterior, piedra por piedra, de la calle Jonqueres a un Eixample acabado de estrenar.

Regina se había despedido de Josep Maria y se dirigía hacia el pasaje de la Indústria, que, posteriormente, se llamaría pasaje de las Manufactures. Para ella, sin embargo, sería siempre el pasaje Cirici, como lo llamaba su abuelo.

Llovía poco, pero aún llovía. Caminó un rato, preocupada por si metía los pies en algún charco. «Me que darán los pies teñidos», pensaba. Era lo que tenía el ante. El tinte de las tiras que le cubrían los empeines traspasaría la media y le quedarían impresas en la piel, blanca como la nieve.

Apenas entró al pasaje, después de haber dejado atrás la calle Trafalgar, fue consciente de que algo había cambiado (y eso que no hacía muchos días que había estado allí). Quizá una reparación —hacían falta tantas…—, un anuncio, un nuevo quiosco… No, miró alrededor y no supo detectar nada en particular.

«Tienes manías, Regina, te haces mayor.»

Era el aire, seguro; se respiraba de otra forma; el ambiente era húmedo pero agradable. Avanzó poco a poco, como quien quiere descubrir algo. De todos modos, no tenía ninguna prisa. Si hay algo que los ancianos disfrutan, es el no tener prisa.

Regina se dirigía al quiosco de Mercè, la zurcidora, situado al otro lado del pasaje. Iba a recoger una blusa. Se le había hecho una rotura que quedaba demasiado a la vista. En aquel momento de su vida, no hubiera tenido problemas para comprar una blusa nueva, pero le gustaba aquella y Mercè tenía unas manos de oro: seguro que se la arreglaría. Solo ella podía dejar como nueva una pieza de ropa accidentada.

Disfrutaba observando el trajín cotidiano de vecinos y transeúntes. El pasaje era como un túnel urbano que iba desde la calle Trafalgar hasta la calle Sant Pere Més Alt; veintiséis escalones, tres tramos, que bajaban hacia una ciudad con menos sol y menos aire, más oscura, más antigua. Y, por eso mismo, más interesante.

Se acordó del abuelo Andreu con añoranza, cuando le decía que el barrio en el que vivían tenía de todo, incluido un pasadizo que cruzaba una parte de la ciudad. Sí, porque Barcelona se había construido sobre un acantilado.

—Imagínate una montaña escarpada —le decía el abuelo, con ojos soñadores.

De pequeña, a Regina le costaba hacerse a la idea, pero las escaleras daban testimonio del paso del tiempo: de cuando Barcelona solo era un cúmulo de humedales.

Se detuvo, preocupada por si los pies le habían que dado teñidos. Se agachó con cierta dificultad, pues ya se acercaba a los setenta, y aflojó la hebilla que ajustaba el zapato por el lado exterior del pie. Efectivamente, tenía el empeine bien oscuro. Mientras se volvía a abrochar el zapato, pensó en el tarambana de Josep Maria.

«Qué poco te cuidabas, querido.»

El hígado. Una disfunción hepática le había jugado una mala pasada. Era un comilón incorregible, Josep Maria. Pocos días antes de morir, aún fue capaz de ir al restaurante Parellada y comerse una perdiz guisada a la catalana, regada con un borgoña y un Pernod helado a la antigua.

Josep Maria Sert había muerto con setenta y un años, cuatro más de los que tenía Regina.

Se incorporó y se regaló una visión que, desde que era pequeña, la dejaba admirada: desde el primer escalón que bajaba, confirmabas que la ciudad descendía hacia el mar. Aquellos cuatro metros de desnivel unían dos partes contrapuestas de la ciudad. Un paso oscuro, estrecho, con techos abovedados de iglesia olvidada y un par de patios de luces. Paredes pringosas, sucias por el paso de fardos y bultos, de manos poco pulidas, de personas que se apoyaban para no caerse o porque, al pasar, habían tropezado.

Los ojos de Regina volvieron a detenerse en los regueros de humedad, las cañerías viejas —¿cuándo reventarían?—, las rejas llenas de roña, la mugre adherida a los cables que serpenteaban por la escalera que, al llegar a suelo llano, daba paso a una galería repleta de pequeños comercios.

Mientras bajaba los escalones, casi saboreándolos, pensaba en Miquelet, su hermanastro.

Regina había tenido que protegerlo, pues el más pequeño traspié le hacía perder el equilibrio. Era cojo, Miquelet, y tenía una mano deforme. Daba lástima verlo, pobre, con la cabeza moteada de cabellos que crecían en mechones, como césped mal segado. Como no podía cerrarla del todo, la boca le dibujaba una son risa torcida de la que pendía siempre un hilillo de saliva. Sus ojos, por suerte, eran vivos y despiertos.

[…]

—————————————

Autora: Maria Carme Roca. Título: El pasaje. Traducción: Lucía Giordano. Editorial: Comanegra. Venta: Todos tus libros.

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