Llevo unas semanas con el cuerpo raro. No por las protuberancias que se mueven bajo mi piel, como implantes subdérmicos con autonomía propia y caminos inescrutables. Puede que sea el exceso de cafeína. O las pastillas que me recetaron no hace mucho. Puede que sea el estrés o los ataques de ansiedad. O, simplemente, el cansancio, ese depredador silencioso que te roe como un can a un hueso en las noches de insomnio. Sea como sea, me noto extraño y las náuseas vienen y van. Los dolores de cabeza también. Pienso en la última vez que quedé con Mar. En el paseo de la Curva en Lo Pagán. Recuerdo ese día de primeros de otoño que aún tenía el pulso del verano en el sol que nos quemaba la nuca. Mientras llegaba al lugar del encuentro, me senté en el poyete y hundí los pies un poco en la arena. El aire quemaba. Como en el desierto. Mar me sorprendió por la espalda. Hacía semanas que no nos veíamos. Puede que más de un mes. El tiempo pasa cada vez más rápido.
«Hola, guapo», me dijo. Le devolví el saludo con un par de besos y nos sentamos en el bar de la esquina. Había sido fagocitado por el que hace décadas estaba en la otra punta de la hilera de pubs reconvertidos en gastrobares. Me trae recuerdos. Buenos y malos. Yo solía salir por allí. El pub al que iba para cerrar la noche ya no existía. Y no es que hubiera cambiado de dueño o nombre, literalmente había desaparecido: en su lugar había un amplio pasillo que atravesaba los locales y conectaba la carretera de atrás con el paseo de la playa, como un hachazo urbanístico en el corazón de ladrillo con olor a salitre. Yo me pedí un café (grande) que estaba aguado y ella un granizado que no tenían. Nos pusimos al día. No había muchos cambios. Nada notable. Lo de siempre. «¿Qué tal el nuevo insti? Yo, bien. ¿En qué estás trabajando ahora?», cosas así. Me alegró verla más tranquila. Ilusionada. Motivada. Cuando le pregunté por sus proyectos, más concretamente por la secuela de sus «Hijas de Ilión», se puso el índice en los labios y me hizo callar con un susurro. «Ahora te cuento». ¡Qué intriga! Nos terminamos las bebidas, jugamos al forajido más rápido del Oeste para pagar con nuestros smartphones y dimos un paseo a pesar del calor.
Fuimos por la zona del oceanográfico, más allá del parking lleno de gorrillas (ahora están en todas partes; una vez incluso me asaltó uno en mitad de una calle aleatoria del pueblo). Me dijo que tenía algo que contarme. «¿Sobre la novela?», le pregunté. Ella asintió con una risita infantil, de esas que los niños tratan de ocultar después de una trastada divertida. Rodeamos las obras alrededor de la Casa del Mar, un edificio de ladrillo vistoso que lleva décadas levantado en al parking de los muelles. Allí suelen pasar consulta los médicos de cabecera de los desplazados en verano y, si no recuerdo mal, en la planta superior hay un museo. Seguí a Mar hasta la parte posterior, la que daba al atracadero. Miró a un lado y al otro, se agachó con cuidado y empujó tres ladrillos. La pared crujió. No se movió y, sin embargo, ya no era la de antes. Algo había cambiado. La pared engulló la mano de mi amiga, luego el brazo y, más tarde, el cuerpo entero. Yo me quedé atónito, de pie, con la boca abierta y sin saber muy bien qué hacer. Su mano salió de la nada y tiró de mí hacia dentro. Ya no estábamos en el puerto. Ni siquiera en el edificio. Había unas escaleras que descendían varios metros hacia un pasillo largo e imposible bajo tierra. Imaginé el parque sobre nuestras cabezas, el tumulto de los pubs de la playa a lo lejos. Me perdí unos instantes en la nostalgia de mis años de mozos. Fue Mar quien me sacó de mi ensimismamiento chistando la lengua y animándome en voz baja a seguir caminando tras ella.
No eran puertas. A ambos lados del pasillo, cada pocos metros, lo que podía apreciarse eran vacíos negros y neblinosos cuyo vapor se escapaba a ras del suelo sin apenas contaminar la sobriedad del canal por el que nos dirigíamos hacia el fondo. Las paredes, lisas, grises y aceradas, reflejaban extrañamente nuestro contorno, como sombras móviles a color que caminaban junto a nosotros. No quise mirar demasiado, porque aquellos abismos de bocas negras e informes me seducían con las voces apagadas y los ruidos que se oían tras el velo de lo incognoscible. Mar sonreía a sabiendas de mi estupefacción. Le resultaba divertido verme en aquella tesitura de desconcierto. Sabía algo que yo no y estaba disfrutándolo de lo lindo. Me dijo que ya casi estábamos. A medida que avanzábamos aquel largo túnel parecía extenderse hacia el infinito, como si la puerta del fondo huyera de nosotros. No fue necesario llegar hasta allí, no obstante. De improviso, Mar giró a la derecha y se dejó envolver por la oscuridad de esa puerta fantasma. Un segundo después, me agarró de la muñeca y volvió a tirar de mí.
No había muros ni tinieblas, sino un sol radiante de mediados de julio o agosto, más caluroso si cabe que la terraza en la que habíamos estado sentados. Me indicó que me agachase. «No conviene que nos vean». No hizo falta que pregunté a quiénes se refería. Nos agazapamos tras una montaña de cestos y sacos. Aquel era el plató de cine más alucinante que jamás había visto –no de cuerpo presente, claro, solo en documentales sobre «cómo se hizo» tal o cual película. No fui capaz de ver las costuras ni los límites de aquel escenario. El atrezo era magnífico. Un grupo de actores vestidos de soldadesca romana deambulaban como si montaran guardia, hablando en un idioma familiar pero desconocido. Más allá, junto a un fuego en el que se asaba un cerdo, había escudos, espadas y lanzas apilados sobre un armazón de madera. Podía oler el aroma de piel asada, el sudor y, de forma más sutil, del hierro. Otros olores se mezclaban en el ambiente. Olores que el calor acentuaba. Miré al cielo y vi el sol. «Al que hubiera diseñado el set deberían darle un Oscar», dije a Mar. «Y los disfraces… Son brutales», apuntillé. Ella ahogó una carcajada. Muy en su linea, dejó caer un galimatías de los suyos que me dejó pensando un rato: «Ellos no están aquí, sino nosotros allí». «Allí, ¿dónde?». Me seguía doliendo la cabeza; no me apetecía resolver enigmas. «¿Por qué crees que mi novela es tan realista y fiel a la verdad, bobo?». Abrí mucho la boca. Miré a los soldados que se alejaban y a ella. A las tiendas del campamento y a ella. Mar asintió y me palmeó el hombro. «Vamos».
Mientras la seguía entre las tiendas de lona, seguía alucinando. Aquella era la mayor revelación que nadie —desde el circo de pulgas clandestino de Antón— me había hecho en el último año. Las posibilidades de aquello eran infinitas. «¿Y las otras puertas?», pregunté. Ella me chistó para que me callara y luego me susurró que mejor que no entrara. No todos los abismos eran tan benévolos como aquel, algunos, me dijo, ni siquiera se relacionaban con «nuestra realidad». Y remarcó esas dos palabras haciendo comillas con los dedos.
—Nosotros podemos entrar, pero ellos…
—¿Pueden salir? —Mar se encogió de hombros—. Vamos. Por aquí. Mi latín está un poco oxidado.
Tiró de mí para que me agachara detrás de un carro para escondernos de un grupo de mujeres vestidas con una suerte de toga. Imaginé sus rostros de asombro si nos vieran con aquellos atuendos. Mar desenfundó su móvil y comenzó a grabar todo. «Mi memoria es peor que mi latín».
–Allí –dijo, señalando una tienda al frente–. Es una de ellas. De mis «hijas».
La estaban terminando de vestir y coronar con unas flores. La mujer picoteaba los granos de uva de la bandeja que tenía a su lado y, de cuando en cuando, alzaba la copa de vino y daba un ligero sorbo. Era un vestido vaporoso que dejaba muy poco a la imaginación. No obstante, no habría muchas personas que pudieran gozar de aquellas vistas. Si todo era tal y como había narrado Mar, sus movimientos eran tan limitados como los de un preso. Cuando se fue su sirvienta, Mar salió de su escondite y se abalanzó sobre ella. Se abrazaron como viejas amigas. No era la primera vez que Mar cruzaba aquellas fronteras. Yo, intimidado, me quedé rezagado, acuclillado tras el carro. Las vi intercambiar frases amables que no lograba escuchar desde donde estaba. Susurraban y sonreían. Mar señaló en mi dirección y su amiga asintió.
—Otro día te la presento —me dijo—. Los guardias no tardarán en venir a buscarla. De momento, ya tengo lo que necesito para seguir con la segunda parte.
Regresamos hacia el espacio invisible que servía de puerta entre ambos mundos. Una sábana traslúcida que oscilaba en mitad de la nada y que deformaba ligeramente el paisaje de detrás. Salimos al pasillo. El regreso me pareció más rápido. Pronto estábamos junto a la pared trasera de la Casa del Mar y el profundo olor a salitre nos llenó los pulmones como si hubiéramos estado conteniendo la respiración. Miré al cielo. El sol parecía diferente. Incluso el color de la bóveda celeste y la cadencia de las nubes. «Ahora ya sabes mi secreto». No podía articular palabra. «Hacía tiempo que no venía; ha sido un verano de lo más ajetreado». Me constaba que así había sido. Mar tenía una agenda social amplísima.
Caminamos hasta nuestros respectivos coches en relativo silencio. Nos deseamos una buena semana y nos despedimos con un par de besos hasta la próxima. Cuando salga de mi estupefacción tengo un montón de preguntas que hacerle. De momento, esperaré. No caeré en la tentación de atravesar la pared para adentrarme yo solo en ese pasillo. Por si acaso también acabo seducido por alguna de las otras puertas y lo que encuentre allí no es sino un camino directo a la locura.


Me ha encantado el artículo y la forma de narrarlo