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El perro de Newton, de José Ramón Jouvé Martín

El perro de Newton, de José Ramón Jouvé Martín

Hete aquí un libro que invita a los lectores a redescubrir la ciencia y, más importante, los debates éticos, sociales y políticos que la rodean. El filósofo José Ramón Jouvé Martín establece un diálogo entre los artistas, escritores, científicos, filósofos, sociólogos e historiadores que han contribuido a iluminar la ciencia desde perspectivas en ocasiones contrapuestas.

En Zenda reproducimos el prólogo que Bernat Castany ha escrito a El perro de Newton, de José Ramón Jouvé Martín (Ediciones B).

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Prólogo

Bernat Castany Prado

—¿Qué chicos, vais a algún lado o simplemente vais?

No entendimos la pregunta, y eso que era una pregunta jodidamente buena.

Jack Kerouac, On the road, 1957.

El conocimiento es un archipiélago formado por un conjunto de islas unidas por aquello que las separa, que es el insospechado océano de nuestra ignorancia. Quizás Newton pensase en este mismo océano, cuando, desde la isla de la ciencia, se comparó a sí mismo con un niño que recoge guijarros de espaldas al mar. De tanto en tanto, las olas depositan sobre la arena a alguno de esos viajeros, que traen todo tipo de noticias de lejanas islas cognoscitivas, en las que se hablan otras lenguas, se siguen otras costumbres y se respetan otras leyes.

Sus narraciones informan a todos aquellos que se acercan a escucharlos de que los salvajes habitantes la isla de la poesía le rinden culto a verdades intuitivas y simbólicas; los refinados moradores de la isla de la filosofía bailan interminablemente alrededor de unas pocas perplejidades; los elocuentes ciudadanos de la isla de la política pactan en eternas asambleas verdades provisionales y pragmáticas; y los pacientes indígenas de la isla de la ciencia persiguen verdades racionales y circunspectas.

Claro que los relatos de estos viajeros, no sólo nos ayudan a intuir la fascinante variedad de los diferentes tipos de conocimiento que existen, sino también a tomar conciencia de la importancia de todos y cada uno de ellos. Sin duda, la salud del conocimiento, en general, y de todas y cada una de sus islas cognoscitivas, en particular, depende de la existencia de una tupida red de relaciones culturales, comerciales y políticas entre todas ellas. Y éste es, sin duda, el caso de José Ramón Jouve, quien ha logrado redactar una crónica feliz de sus viajes por el país de la ciencia.

Como toda buena crónica, El perro de Newton empieza describiendo los orígenes del territorio que explora. De qué modo el reino de la ciencia se escindió de los dominios de la magia y la teología, para someterse, luego, a la férula de la filosofía, quien sería dominada, a su vez, por la teología, durante el largo milenio medieval. Y cómo, a partir del siglo XVI, la ciencia se independizará, dando lugar a una proliferante dinastía, que mantendrá una peligrosa política matrimonial con la técnica, la política y el mercado.

A continuación, el autor se propone captar el espíritu característico del pensamiento científico. Libre de todo esencialismo, no trata de definir de forma dogmática el Volksgeist del pueblo científico, sino que prefiere presentarlo como la inextricable combinación de una serie de notas, como son la actitud de maravilla ante el mundo, la posesión de un método de exploración de la realidad, la organización de un grupo de instituciones y personas, la existencia de un conjunto de conocimientos en constante evolución, la intención de dominar la naturaleza o la sociedad, y la sensibilidad estética.

Sigue una cartografía de las principales regiones científicas, desde los pantanos tóxicos de la pseudociencia, hasta la doble cumbre de la física, pasando por los fértiles valles de las ciencias naturales, y las anfractuosidades de las ciencias de sociales. Dice la leyenda que, en sus orígenes, una ardilla podía recorrer toda aquella isla saltando de árbol en árbol: del árbol del Génesis, al árbol de Porfirio, al árbol de las ciencias de Ramon Llull… Pero El perro de Newton nos muestra el camino para escapar de esta metáfora, tan jerárquica y lineal, con el objetivo de hallar otra más libre y creativa, que nos permita establecer conexiones fructíferas entre datos, ideas y teorías aparentemente aislados. Quizás un baobab, que parece tener las raíces en la copa, o una planta rodadora del desierto…

En los últimos capítulos de su crónica, el autor se ocupa de las relaciones que el reino científico mantiene con otros reinos vecinos, como los de la religión, la política, la guerra, tecnología, la sociedad, el mercado o el arte. El objetivo es trascender la visión triunfalista de la ciencia, propia de la era moderna, que la presenta como una actividad objetiva, inmutable y autónoma. Porque, si bien es cierto que el método científico garantiza, en buena medida, que este tipo de conocimiento sea independiente de toda ideología política, ello no impide que pueda ser declinado o deformado con el objetivo de defender unos determinados intereses políticos, sociales o económicos.

Lo que está claro es que El perro de Newton no es otro libro más de divulgación científica. No se trata, claro está, de desmerecer dicho género, que es fundamental para que podamos hacernos una idea de tal o cual región científica, en particular. No obstante, muy pocos libros de divulgación científica poseen la voluntad omnicomprensiva, comparatista, orgánica, crítica, histórica y filosófica que atraviesa este libro, desde la primera a la última página. No en vano, el autor ha fatigado, durante largos años como investigador y docente universitario, los reinos vecinos de la filosofía, la historia y la literatura.

Además, como todo viajero experimentado, José Ramón Jouve ha desarrollado lo que Pessoa llamó, con felicidad, “el sagrado instinto de no tener teorías”. De ahí que su estilo posea una de las principales virtudes cognoscitivas, que es la capacidad de combinar el gusto de la evidencia y el sentido de la ambigüedad. Todo lo cual me hace pensar en Lessing, quien dijo, en cierta ocasión, que, si Dios le asegurase que, en su puño derecho, encerraba la verdad, y en su puño izquierdo, la investigación de la verdad, le pediría que abriese el puño izquierdo, porque la verdad es una sola, mientras que la investigación de la verdad es múltiple, interminable y placentera.

Por eso El perro de Newton, auténtico lazarillo de ángulos ciegos, no rehúye de lo desconocido, sino que lo busca, y lo explora, para luego guiarnos por él, como hace el protagonista de Picnic extraterrestre, de los hermanos Strugatsky, la novela en la que se inspiró Stalker, de Tarkovski. Pues este libro no es sólo la cifra de una enciclopedia, sino también el esbozo de una “anaclopedia”, que me atrevo a definir como la descripción sistemática de aquello que no sabemos, y quizás nunca podremos saber (género paradójico donde los haya, puesto que saber que no se sabe algo es ya una forma de saberlo). Y es que este libro está, de algún modo, emparentado con el célebre Atlas catalán, que el cartógrafo judeo-mallorquín Abraham Cresques confeccionó, en el siglo XIV, y cuyo mérito principal fue dejar en blanco los territorios desconocidos, en lugar de llenarlos de monstruos quiméricos. Lo cual era indicio de una inédita capacidad de autocontención cognoscitiva, que acabaría siendo una de las características fundamentales de la ciencia moderna.

Sin duda (sic), el escepticismo que recorre este libro no se opone al espíritu científico, sino que es totalmente armónico con él. De hecho, la ciencia podría tener como lema el “no afirmar nada temerariamente, ni negar nada a la ligera”, que Montaigne consignó en sus Ensayos. Y lo primero en lo que la ciencia debe saber dudar y creer a la vez es en sí misma. De ahí la importancia de que el autor sepa ver más allá de la concepción idealizada de la ciencia como una forma de pensamiento objetiva, universal, lineal y desinteresada, para mostrarnos hasta qué punto está atravesada por todo tipo de subjetividades, intereses y azares.

Algunos pensarán que es una visión pesimista. Pero, como dijo George Bernard Shaw, el pesimista es tan importante como el optimista, porque el primero inventa el avión, y el segundo, el paracaídas. Además, despertar de un sueño agradable, pero falso, puede parecer triste, en un primer momento, pero no a la larga, porque librarnos de un engaño siempre supondrá un alegre aumento de nuestra potencia, empantanada hasta ese momento en el limo de la fantasía. Debemos, pues, despertar del sueño dogmático de la ciencia, y aprender a concebirla de una forma más problemática y madura, sin renunciar, por ello, a nuestro amor imposible por la verdad. Sólo así podremos decir, con Cantinflas, que: “Estamos mal, pero estamos mejor, porque antes estábamos bien, pero era mentira, no como ahora, que estamos mal, pero es verdad.”

Antes de acabar, me gustaría destacar otras dos grandes virtudes de este libro. La primera es el uso delicioso que hace del género de la anécdota, no como una mera estrategia retórica, destinada a seducir y a descansar (lo cual no tiene en sí nada de malo), sino como una forma de cifrar un concepto, una teoría o una actitud cognoscitiva, lo cual resulta, sin duda, mucho más interesante. Eso es lo que hizo Diógenes Laercio, en sus Vidas de filósofos ilustres de Diógenes, Giorgio Vasari, en sus Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos, y George Henry Lewes, en su Historia biográfica de la filosofía. Y, en mi opinión, El perro de Newton les sigue brillantemente el rastro, nunca mejor dicho.

La segunda virtud que quiero destacar es su sentido del humor, que considero muy seriamente un ingrediente fundamental de la ciencia. De hecho, coincido con Arthur Koestler, quien llegó a considerar, en El acto de creación y en el artículo “Humor e ingenio”, que escribió para la 15ª edición de la Enciclopedia británica, de 1974, que el humor es “la llave maestra para comprender la psicología del proceso creativo”. Y que los tres modos básicos de la creación son la ciencia, el humor y el arte, que se caracterizan por las exclamaciones: “ajá”, “jajá”, y “aah”. Pues no creo estar exagerando si digo que los lectores de El perro de Newton proferirán por igual estos tres tipos de interjecciones.

Se dice que a todos los tratados del Talmud de Babilonia les falta la primera página, con el objetivo de recordarle a sus lectores de que, independientemente del número de libros que puedan llegar a leer, jamás llegarán, en términos de conocimiento, a leer la primera de todas. No creo que exista un inicio privilegiado. Más bien pienso que el conocimiento, como la epopeya, debe empezar in media res. Y que, como decía Pascal, lo último que sabemos es por dónde debíamos empezar. Pero si de algo estoy seguro es de que no nos será fácil encontrar un guía tan experimentado, tan fiel y tan buen conversador como El perro de Newton.

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Autor: José Ramón Jouvé-Martín. Título: El perro de Newton. Editorial: Ediciones B. Venta: Todostuslibros.

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