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El peso de la vida, un cuento de Marga Montes Aguilera

El peso de la vida, un cuento de Marga Montes Aguilera

‘Bar Boy’, Salman Toor

El relato del mes marzo de la Escuela de Imaginadores es un relato callejero. Un relato de la noche, con alcohol, gresca y diálogo pendenciero. Pero también es la historia de un fracaso. O una historia de la crisis. O quizá nos habla de las zonas degradadas de las ciudades, o de la migración. En cualquier caso, su autora, Marga Montes Aguilera, ha sido capaz de contarnos todo esto en una sola escena, en un único plano secuencia hipnotizante que no nos permitirá dejar de leer.

Marga Montes se licenció en bioquímica en la Universidad Complutense de Madrid, ejerció como profesora, publicó algún libro de didáctica científica, y durante los últimos años ha coordinado la programación académica de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Pero con «El peso de la vida» demostrará a muchos que a veces somos distintos de lo que parecemos.

***

El peso de la vida

El negro aparece de repente como escupido por la oscuridad, se me pone delante y me corta el paso. Me da el alto enseñándome su palma rosada; la otra mano, pegada al cuerpo, se funde con la zamarra casi del mismo color que su piel, y sé, con la lucidez y el pensamiento rápido del beodo, que entre los pliegues oculta un arma. Si estuviésemos en New York, en la Gran Manzana, seguro que sería una pistola, pero aquí, a las puertas de Lavapiés, solo me queda suponer que se trata de una vulgar navaja. He bebido mucho, ni he llevado la cuenta: cerveza que alguien paga, cerveza que cae. A estas alturas quién me va a negar un tercio, a mí, que mientras pude siempre fui bien generoso con todos. No digo que sean mis amigos, no los necesito; basta con que me inviten a beber. El negro me pilla desprevenido, concentrado como estoy en pensar, con toda la razón o solo por la obstinación del borracho, que es la vida y no el alcohol lo que hace que avance a trompicones. Lo cierto es que esta noche, ya rondando la madrugada, con estos pensamientos bien macerados, me había detenido en medio de la Plaza de Tirso de Molina, y una vez anclado mi centro de gravedad, emulaba a Morante de la Puebla, derrochando todo mi talento taurino con unas capotadas al aire porque, la verdad, todo me importa una mierda. Entonces, ha aparecido el negro.

No sé por qué reacciono así, pero le suelto un grito, o eso me parece, serás hijo de puta, le digo, y me lanzo contra él con todo el peso de mi cuerpo. El tipo es flaco, pero el muy cabrón tiene músculos de africano y aguanta la embestida de mis ciento ocho kilos. Me empuja por el hombro con la mano que tiene libre y el rebote casi me hace perder el equilibrio; a punto estoy de dar con las magras en el suelo.

—Pero ¿qué haces? —se sorprende. Habla con un marcado acento extranjero.

Yo me quedo callado; bastante tengo con recuperar el resuello, como si de torero hubiese pasado a ser el toro en la plaza. El negro también tiene la respiración agitada, su pecho sube y baja casi como el mío. Me parece que está asustado, lo veo en sus ojos, tan blancos que brillan en la oscuridad, fijos en los míos.

—Si crees que te voy a dar el móvil vas de culo. —Me doy cuenta de que arrastro las palabras con mi voz fangosa.

Él sonríe y sus pupilas echan chispas. Me siento flotando, como si no estuviese allí, como si presenciase la escena desde fuera, pero, a la vez, soy muy consciente de lo que pasa. Por ejemplo, noto que su mano oculta no para quieta. En la plaza hay casi silencio, los cierres están echados y, con el relente de la noche, los pocos que pasan lo hacen deprisa. Percibo el sonido del agua en la fuente como un rumor de fondo. Entonces, una carcajada de vidrio roto rompe la calma; las mujeres no deberían beber. El grupo se acerca, no sé cuántos son, pasan a nuestro lado, pero creo que ni siquiera vuelven la mirada; solo somos un gordo sucio y un negro en medio de la noche. Otros individuos, de la misma raza que mi atacante, deambulan por la plaza, se mantienen a distancia, y eso es lo mejor que puedo esperar porque no creo que se inclinasen por mí en el caso de tener que decidir.

—Mejor que des, y cartera también.

Lo dice con suavidad, solo le falta pedirlo por favor, si es que su bajo dominio del lenguaje llegase a eso. Sin embargo, mientras habla, la forma en que mueve la cabeza como señalando hacia la mano oculta no me resulta tan amable.

—Si me vas a rajar —le digo desafiante—, hazlo ya porque no pienso darte nada. Mira, puede que hasta me hagas un favor.

Mis palabras le quitan seguridad, lo percibo. Da lo mismo de donde vengamos o quienes hayamos sido, los humanos somos igual de previsibles. Algo me queda de la antigua intuición que tenía para sacar los mejores contratos, aunque me sirviera de poco después de todo. Es la ventaja de ser feo, de tener este cuerpo deforme, esta cara mofletuda, solo si te adelantas a las reacciones del otro sobrevives. Y se aprende pronto, ya lo creo que se aprende pronto, lo mejor aprendido del colegio. Ahora que caigo, este tío podría ser el mismo que me robó el móvil hace un par de meses, todos los negros son iguales, no se distinguen uno de otro. Además, en el mismo sitio, ya me vale. Aquel o este, el mismo u otro, qué más da, se me acercó como de colega, el muy cabrón; empezó a hablarme y yo entré al trapo rapidito. Me dijo que era de Camerún, me contó esa historia aprendida y repetida por todos de cómo había llegado hasta aquí, vamos, una reata de penalidades; yo me puse comprensivo, y le largué una sarta de monsergas de borracho izquierdoso que no sé de dónde saqué porque hace tiempo que no me las creo. Solo cuando se marchó me di cuenta de que no tenía el teléfono, ¿cómo pudo quitármelo, el muy hijo de puta, si lo llevaba en el bolsillo delantero del pantalón? Ese pedazo de maricón me metió mano y ni me enteré.

Parece que fuese a retroceder, y sin embargo no lo hace, más bien se envalentona y, ahora sí, ahora me muestra lo que sabe que es su baza ganadora, da un paso rápido, se viene hacía mí y me pone la navaja en el cuello. Está tan cerca que puedo ver las gotas de sudor que le corren por la frente y sentir su olor a negro, penetrante y dulzón. Yo también empiezo a sudar y no debo oler precisamente a chanel. No tengo nada que perder, pero ese primer contacto del metal contra mi piel me da un escalofrío. Su rostro se ha contraído desde la barbilla hasta las cejas, y su mirada tiene algo de animal. Me pregunto cómo me verá él, porque yo mismo no sé si lo que siento es la excitación del miedo: la adrenalina del torero o la del toro en la arena.

Alarga el brazo y me palpa las nalgas, supongo que busca la cartera. Hace solo un rato, yo he hecho lo mismo con la brasileña, pero con otras intenciones. Creí que ella estaba por la labor, pero me ha rechazado, se ha puesto violenta la muy perra y hasta me ha llamado gordo seboso de mierda. Cuando llevaba la cartera bien repleta no me pasaba eso, entonces, a las mujeres como esa brasileña no les importaba que estuviese gordo, incluso les hacía gracia que los botones de la camisa me estallasen en la barriga. La cartera no la llevo ahí, ahora siempre la guardo en el bolsillo interior de la parca junto con el móvil, algo he aprendido. Cuando sube la mano y me cachea el cuerpo no la descubre porque el bulto de la bufanda la enmascara. Bufo echando el aire por la boca.

—Vamos, moreno le digo—, porque solo te lo doy muerto.

—¿Es qué eres loco?

—Eso o que tengo poco que perder, elige.

Mira a un lado y a otro cada vez más nervioso mientras sigue con el registro. Ahora no hay nadie a nuestro alrededor. Estoy sudando como un cerdo, casi me falta el aire. A medida que se mueve, la presión de la punta afilada sobre mi cuello aumenta o disminuye, puede que hiriéndome la piel. Esa otra noche, tan parecida a esta, cuando me robaron el móvil, no hubo amenazas y, sin embargo, me puse rabioso. No tanto porque ese aparato fuese ya lo único que me conectaba con el mundo, sino por el engaño. Esta noche, al menos, tengo una opción de ganar, como el toro, puedo pelear, revolverme o que todo acabe; es una buena forma, en el mejor momento. En mi vida anterior no pisaba la calle, no conocía la puta calle, no sabía lo que se movía más allá de mis delirios, de la falsa realidad de placeres en la que me escondía, tenía un teléfono cojonudo, salía de un bar, llamaba a un taxi y a casa. Por eso, cuando me lo robaron gasté lo que ya no tenía en comprar otro y, este, no se lo va a llevar. A menos que me mate. No parece de esos que pueden llegar a matar a un hombre por unos cuantos euros, y no tengo pinta de llevar mucho en la cartera; pero nunca se sabe. ¿Y si me deja malherido?, la grasa del abdomen me protege las vísceras. Si me matase, me pregunto qué pensaría el moreno cuando se diese cuenta de que todo su botín se limita a una cartera vieja con dos billetes de veinte euros y un móvil barato.

Yo me veía como un gordo estético, un enorme y poderoso hipopótamo de carnes duras revolcándome en el barro por puro placer. Mi buen dinero me costaba. Si me hubiese visto entonces la puta de la brasileña; cebándome en los mejores restaurantes, todo de la mejor calidad para mí y los que venían conmigo. Esta obesidad de los pobres es otra cosa. Ahora, me veo más como una foca o como un león marino, torpe y sin presencia.

El negro insiste en el manoseo, no con demasiada habilidad; cada vez estoy más convencido de que no es el mismo que me levantó el móvil la otra vez. Subo los brazos y me dejo hacer. Sigo el recorrido de sus manos con atención porque si da con el escondite no le permitiré continuar. A la luz amarillenta de las farolas veo la roña en mi ropa gastada y me da vergüenza. Es bastante joven, resulta difícil calcular la edad en la gente de otras razas, pero yo diría que no pasa de los veinte. Yo, sin embargo, ya he vivido lo mío, si es que aguanto, pronto cumpliré los sesenta. Detiene el registro y nos miramos los dos, él con desprecio, yo intentando mantenerme desafiante, que sepa que estoy dispuesto a todo. Debe de pensar que ha elegido muy mal su presa o que no es su noche de suerte, porque mueve la cabeza a un lado y a otro como negando, retira la navaja de mi cuello y me pega un empujón para separarme.

—Anda, vete de aquí.

Lo dice como aliviado, como si deshacerse de mí fuese lo mejor que le podía pasar en ese momento. Quizá porque siente voces y piensa que no quiere problemas o que puede conseguir otra víctima más fácil que yo. Sin embargo, ya lo he dicho, a mí todo me importa una mierda, y ahora no puedo bajar las pulsaciones a su antojo. Decido que esto no se ha acabado todavía, así que vuelvo a coger mi muleta imaginaria y retomo las capotadas a la luna.

El negro se ríe. Empieza a caerme bien.

—Sí, tú loco —dice, con la navaja aún abierta, y certifica sus palabras llevándose la mano a la sien.

—¿Sabes? —Doy la espalda al toro un momento y me vuelvo hacia él—. Tú y yo somos iguales, ninguno de los dos tiene donde caerse muerto, de eso estoy seguro, y si me hubieses rajado te lo habría agradecido, porque yo no tengo valor para asaltar a nadie y esa sería la única forma de salir adelante.

Diría que se pone triste, se acerca hasta uno de los bancos de la plaza y casi se deja caer en él, como si de repente estuviese exhausto. Apoya los codos en las rodillas y baja la cabeza. Yo me siento a su lado. Después de un rato en silencio me mira.

—Tú no sabes qué dices. —Mueve la navaja delante de mi cara apuntándome con el filo reluciente. Sus ojos no son tan blancos como parecían, serpenteados como están de venillas rojas—. Tú tienes casa, ¿no? Pues vete —insiste.

Sí, todavía tengo casa. Dicen que nadie es del todo pobre mientras tenga una casa. La mía era la de mis padres; cuando murieron les compré su parte a mis hermanos. Nunca había vivido en una casa de mi propiedad, yo no le daba valor al dinero: lo tenía, lo gastaba, ¿cómo iba a imaginar que me fuese a pasar algo así? La casa se ha ido vaciando, ya lo he vendido casi todo. Solo me queda una mesa, tres sillas y un par de colchones en el suelo. Cada mañana me cuesta más levantarme de allí. Puede que ese sea mi final, quedarme allí varado como una ballena. Cualquier bar ya me parece más un hogar que esa casa que cada día es menos mía. Solo es cuestión de tiempo que me echen, lo sé. No importa, así, esté donde esté, no mentiré si digo que no tengo ningún sitio mejor a donde ir.

—Y tú, ¿dónde vives? —pregunto, solo porque me han entrado ganas de charla.

El negro esboza una medio sonrisa y mueve la cabeza.

—Demasiada gente, yo solo por el día, por la noche otros.

—Hostias —digo soltando una carcajada—, cualquiera te entiende a ti.

Él mantiene abierta la navaja y, por un momento, creo que si le provoco un poco todavía podría usarla, pero de verdad que si no lo hago es porque me da pena por él. Tengo frío y los efectos del alcohol se me están pasando, daría lo que fuese por una cerveza. Se lo digo, daría lo que fuese por una cerveza, él se vuelve a reír, hay que ver la risa tan fácil que tiene este tío.

—Yo musulmán —contesta—. Musulmanes no alcohol. Tú mejor no bebas tanto.

Suena tierno, como lo habría dicho un amigo, un hermano, alguien que te aprecie y me pongo en guardia.

—Qué más da —replico—. Yo soy un hipopótamo y me gusta el barro, y tú, ¿qué bicho eres tú? —Hago como que lo pienso, busco ofenderlo—. ¡Ah! Ya sé, un mono, eres un mono y te gusta andarte por las ramas, ¿eh?

Vuelvo a mi faena taurina y él me mira muy serio. Uno de los africanos que han estado todo el tiempo por allí se acerca, le dice algo incomprensible, ambos ríen. Cuando los escucho hablar en su lengua siento que están en su terreno, que la noche y esta plaza les pertenecen. Sé que lo que dicen va de mí porque uno señala la navaja y el otro la mira y niega con la cabeza. Después parece que discuten y el negro, al que ya considero un poco mío, se levanta del banco, sube el tono y niega otra vez, el otro no parece estar de acuerdo, pero renuncia, hace un gesto desabrido y se va. En mi mente se impone la idea de que me protege y, entonces, se me ocurre, lo siento casi como una revelación.

—Oye —le chisto para que me mire—, vamos a hacer una cosa tú y yo, ¿qué te parece? —Me abro la cremallera de la parca y saco la cartera. Aprovecho y meto el móvil en el bolsillo de delante del pantalón vaquero—. Estos dos billetes son todo lo que me queda en el mundo. Yo solo nunca voy a conseguir más, cuando se gasten supongo que terminaré muriendo de hambre. Si quieres los repartimos, uno para ti y otro para mí, y listo, se acabó.

El negro recoge la navaja y la guarda en su bolsillo, tiene pinta de que no le importan mis tonterías y que solo quiere marcharse, así que hablo rápido.

—Te propongo otra cosa, tú te vienes a mi casa conmigo, allí tengo un colchón para ti. La luz ya la han cortado, pero todavía hay agua, y juntos, quién sabe, podríamos buscar dinero, ¿qué te parece?

Vuelve a sonreír, pero, esta vez, solo con los ojos. Me ofrece su mano y, mientras choca con la mía, nuestros cuerpos se juntan y me llega su calor. Luego se marcha hacia la calle Magdalena, va despacio, con las manos en los bolsillos y los hombros hundidos. Me quedo solo en la plaza, es una pena, pienso, desperdiciar ese colchón vacío. El metro ya está funcionando y empieza a notarse movimiento de gente que me mira en la plaza. Se me han quitado las ganas de torear. Giro hacia la calle de la Colegiata, camino bamboleante, aguanto todo el peso de mi cuerpo y el cansancio sobre las rodillas que me duelen a rabiar. Volveré a buscarle, le insistiré, seguro que mañana sigue por aquí. El cielo se ha teñido de rojo y me entra la urgencia por saber la hora que es. Echo la mano al bolsillo para buscar mi móvil y descubro que no está, cómo es posible que el negro cabrón me lo haya vuelto a robar.

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