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En un tren

Fue tal el alivio de conseguir pasaje en tren, en vez de en avión que, por un instante, cuando escuchó el chirrido sobre los rieles, sintió un rezago de felicidad. Como si el tren lo alejara de la certeza de haber sido olvidado; en un viaje hacia otro destino, donde el sentido de su vida ya no dependiera de la memoria de Katia.

Sabía Borgovo que hombres de su avanzada edad pagaban para ser azotados por muchachas encuadernadas en cuero y encapuchadas, como Gatúvelas clandestinas, en mazmorras de alquiler. Pero Katia, gratuitamente, le descerrajaba su ausencia.

Borgovo necesitaba la temperatura del cuerpo de esa mujer, y de ninguna otra. A una edad imprudente, por primera vez en su vida, se había enamorado de una mujer más joven. Miró su rostro abotargado en el espejo —cuando Katia lo olvidaba, envejecía con una precocidad inhumana—. El halo de su respiración empañó levemente un breve retazo de ventana, como si fuera el último suspiro de un muerto, la exhalación final con la que los doctores de la antigüedad garantizaban el cese de una existencia.

"Borgovo hizo un gesto espontáneo, impensado para sí mismo, de sentarse a su lado, y ella replicó con una aceptación igual de automática, como si no existiera otra alternativa"

Era tan bello el paisaje, las extensiones desiertas y nevadas entre el País Vasco y Francia; e imposible para Borgovo ponderarlo. No podía leer, ni escribir, ni escuchar música. Tampoco comer. Ni fumar. No hubiera podido en el tren, de haber querido. Ya no existía el vagón fumador, como en el siglo XX. Solo lo consolaba saber que treinta años atrás, su fracaso amoroso hubiera sido tan resonante como en ese mismo momento. El problema de dejar de ser amado no se potenciaba con la vejez: en todo caso se complementaba, pero sin la adición de la edad provecta como agravante. Simplemente, se decía Borgovo, ya me quedan menos posibilidades de fracaso por delante. Eso no era bueno, pero en su juventud no había sido mejor.

Repentinamente una mirada lo sacó de su calabozo mental.

Era Lorena, su ex esposa. Le sonrió. La primera reacción muda de Borgovo fue sentirse menos viejo: Lorena conservaba una belleza inesperada, y la misma sonrisa de cuando se llevaban bien. Cuando dejaba de quererlo, en cambio, su rostro adquiría una fealdad del alma, imposible de describir o transponer.

Borgovo hizo un gesto espontáneo, impensado para sí mismo, de sentarse a su lado, y ella replicó con una aceptación igual de automática, como si no existiera otra alternativa.

Apenas ocupó el cómodo asiento junto a Lorena, ocurrió el confort imposible de sentirse menos solo. Padeció la vergonzosa tentación de reclinar la cabeza y el rostro sobre el hombro de su ex esposa, y llorar como se decía que lloraban los niños. Pero en realidad, llorar como un adulto; en este caso, un acto patético y lamentable.

—Contame qué te pasa antes del almuerzo —se burló Lorena—. Mientras comemos, prefiero temas alegres.

—Yo almuerzo solo —trató de defenderse Borgovo.

—Igual contame qué te pasa.

Tenían una hija en común. Pero, increíblemente, Lorena y Borgovo no se veían hacía unos diez años. Lorena se había ido a vivir a Luxemburgo, con un duque y también actor; la hija a Dinamarca, con Hamlet, repetía el chiste malo Borgovo. El propio Borgovo se había quedado en Buenos Aires, y viajaba por el mundo como un barrilete sin hilo, como siempre. La separación en sí había sido dramática, pero el paso del tiempo solo les había dejado el acierto de Sonia, la hija. Las pocas veces que se habían visto posteriores, trabajaron bien en hacerse el menor daño posible. Borgovo le había dejado todo, sin discusión, y había rehecho su vida como un joven que se va a vivir solo: mono ambiente, sin auto ni gastos, excepto lo que necesitara Sonia.

"Cómo Katia lo había acorralado, lo había obligado al amor, y luego lo había dejado tirado como una cartonera despiadada"

Quizás porque se ilusionó con poder comer después de contarle su desgracia a Lorena, o solo por el placebo de emborracharse mientras ella almorzara e intentar también comer —no probaba bocado desde que Katia lo bloqueara, 48 horas atrás—; Borgovo, como si apoyara la cabeza en el hombro de su ex, le narró desde el principio hasta el final el triste relato de su pasión incinerada. Cómo Katia lo había acorralado, lo había obligado al amor, y luego lo había dejado tirado como una cartonera despiadada. Lorena escuchó sin aprensión. Si alguna vez pudo haber sentido celos, ahora era solo la Esfinge, o una pitonisa, que escuchaba a un viejo cliente- viejo por edad, no por hábito- por el que sentía un especial cariño, independiente de la profesión.

Lorena le transmitió, con la misma bella voz que lo había cautivado hasta el casamiento y la paternidad, una serie de consejos conductistas, precisos y aplicables. Borgovo escuchó con la sorpresa de un peregrino que descubre que ha estado caminando, sin pausa ni prisa, en sentido contrario. Eran técnicas desalmadas, que en boca de Borgovo le hubieran valido el escarnio y el ostracismo.

—Pero eso es lo que tendría que haber hecho con vos cuando éramos novios, de jóvenes —exclamó Borgovo—. En ese caso, nuestro matrimonio hubiera sido totalmente distinto. No nos hubiéramos separado.

—Pienso igual —asestó Lorena—. Pero ya estamos arriba del tren.

Cuando ella terminó el primer plato, y Borgovo media botella de vino tinto francés, sin probar bocado, el celular del aspirante a viejo sonó con un whatsapp que parecía de otro planeta. Aparentemente Katia lo había desbloqueado.

—Voy a necesitar que me asesores —suplicó Borgovo, indeciso sobre si responder.

Y cuando Lorena sonrió, Borgovo comprendió que, una vez más, contra toda esperanza, debería elegir entre la tranquilidad o el amor, la soledad o la zozobra. Ya no podría prescindir de Lorena por el resto de su vida.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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