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Es un lugar terrible

Es un lugar terrible

Para desembocar ante las mismas puertas del misterio hay que conducir en segunda por una carretera anoréxica y zigzagueante, rezar para que en la endiablada pendiente no se nos cruce ningún coche y procurar que la vista de las impresionantes montañas en cuyas cumbres yacen las ruinas de castillos olvidados por el tiempo y por la Historia no nos distraiga de nuestras obligaciones para con el asfalto. Con todo, las dificultades no nos arredran porque ya hemos tenido que atravesar otras muchas hasta llegar aquí. La principal, que en ningún momento hemos podido estar seguros de avanzar en la dirección correcta. Ni en Toulouse, ni en Carcasona, ni en Limoux, hemos encontrado un solo cartel que nos indicara el rumbo más apropiado para dar con nuestro destino. Sólo en Couiza, al pie de la amenazante cuesta por la que ahora vamos trepando a lomos de cuatro ruedas y con más miedo que vergüenza, un mínimo cartel informa de que restan cuatro kilómetros y medio hasta nuestra meta. Parece una distancia irrisoria a tenor de los fríos datos, aunque deriva en una última y definitiva prueba de fuego en cuanto comprobamos la homérica dificultad del trecho.

"La propia existencia de ese aviso da fe de que el influjo de Rennes-le-Château no sólo no se ha extinguido, sino que continúa"

Pero lo conseguimos y, al fin, llegamos a la altura de una señal que anuncia que, efectivamente, estamos entrando en Rennes-le-Château. Tenemos que aparcar en una parcela habilitada a las afueras del pueblo porque, quién iba a decirlo, por aquí se acercan bastantes curiosos y las autoridades municipales prefieren preservar la tranquilidad del recóndito núcleo urbano. Hay varios detalles que llaman la atención al primer vistazo, pero sin duda se lleva la palma un amplio cartel que, en las callejuelas que conducen al cogollo de la aldea, nos advierte de que según una ordenanza de 1965 está terminantemente prohibido cavar agujeros. La propia existencia de ese aviso —el hecho de que siga ahí tantos años después de que se sancionara la norma en la que tuvo su origen— da fe de que el influjo de Rennes-le-Château no sólo no se ha extinguido, sino que continúa, y nos lleva a intuir que nada de lo que encontraremos a partir de ahora se enmarcará dentro de los parámetros que rigen la lógica de eso que podemos denominar normalidad.

Cartel a la entrada de Rennes-le-Château: «Se prohíbe cavar agujeros».

Camino hacia la iglesia de Rennes-le-Château.

Probablemente el nombre de Rennes-le-Château no diría hoy nada a casi nadie si no fuera porque en 1885 llegó allí a tomar posesión como párroco un joven sacerdote, François Bérenger Saunière, que tras unos años de penurias económicas y estrecheces vitales consiguió reunir una cantidad de dinero suficiente para acometer reformas en la iglesia, un templo visigodo que amenazaba ruina y por cuya techumbre, en los gélidos días de invierno, se filtraba una lluvia que enmohecía los cuerpos y las conciencias de sus feligreses. Al iniciar esa modesta reparación, el cura se encontró con unos pergaminos que le condujeron hacia una lápida bajo la cual se abría una oquedad que se aventuró a explorar en solitario. Nunca se pudo saber qué encontró allí, pero la veda para las elucubraciones quedó abierta cuando, al poco tiempo, el sacerdote empezó a hacer gala de unas posibilidades económicas realmente sorprendentes para quien no tenía otra retribución que la que correspondía a sus raquíticos estipendios parroquiales. En los años siguientes, Saunière adquirió varias parcelas próximas a la iglesia y erigió en ellas una mansión que nunca llegó a habitar —a la que llamó Villa Betania— y una peculiar construcción de tintes medievales, la Torre Magdala, en la que instaló su biblioteca. Organizó agitadas fiestas a las que acudían personajes de lo más variopinto procedentes de París —ciudad en la que pasó varias semanas intentando descifrar los manuscritos hallados en el templo— y anduvo manipulando lápidas en el cementerio, cambiando de sitio algunas de ellas y llegando a borrar una por completo. Por si esto fuera poco, en la iglesia no se limitó a efectuar una simple restauración, sino que la reconstruyó incorporando elementos, cuando menos, peculiares. Entre ellos, un via crucis dispuesto al revés y, sobre todo, la escultura de un demonio sujetando la pila de agua bendita. Pero quizá lo más peculiar fuese la inscripción que, sobre la puerta de entrada, lanza todavía hoy una tétrica admonición al visitante: Terribilis est locus iste. Dicho en román paladino: «Este lugar es terrible».

"Otras teorías aseguraban que el cura se había dado de bruces con la fórmula de la piedra filosofal, el sepulcro de María de Magdala o la última morada del mismísimo Jesús de Nazaret"

Las teorías que comenzaron a barajarse tras el fallecimiento del párroco —se cuenta que el sacerdote que atendió su última confesión huyó despavorido tras escucharla, y que jamás reveló a nadie los secretos que el moribundo había expulsado por su boca— comenzaron anidando en los límites de lo probable para acabar extraviándose por los confines de lo pintoresco. Unas afirmaban que Saunière había encontrado el tesoro bien de los cátaros o bien de los templarios (hipótesis improbables, pero no muy descabelladas teniendo en cuenta que ambas órdenes habían implantado sedes por aquellas tierras) y otras, en descenso libre hacia el delirio, aseguraban que el cura se había dado de bruces con la fórmula de la piedra filosofal, el sepulcro de María de Magdala o la última morada del mismísimo Jesús de Nazaret, quien habría sobrevivido a la crucifixión para, unido a la Magdalena, engendrar una nueva estirpe que se había perpetuado asociada al linaje merovingio. Fue esta última elucubración la que dio pie a dos libros —El oro de Rennes, de Gérard de Sède, y El enigma sagrado, de Henry Lincoln— en los que a su vez se inspiraría años después un oportuno Dan Brown para reventar las cajas de las librerías con su célebre El código Da Vinci. Poco importó que con el tiempo se fuera demostrando que esas tesis carecían de fundamento y se instalara la evidencia de que el gran urdidor en la sombra de las páginas pergeñadas por De Sède y Lincoln (y, por tanto y en segunda instancia, también de las de Brown) fuese un oscuro personaje ultraderechista llamado Pierre Plantard que en la década de 1950 apareció en los medios proclamándose heredero natural al trono de Francia y reivindicando para ello su condición de gran maestre de una orden llamada Priorato de Sión, que resultó ser más falsa que Judas. La semilla estaba sembrada y Rennes-le-Château dejó de ser un lugar en medio de la nada para convertirse en centro de peregrinación de aficionados al esoterismo, prestos por acudir allí donde parece prender la llama del misterio. Las autoridades municipales, por su parte y muy sabiamente, entendieron que la prohibición de excavar en el pueblo no estaba reñida con el aprovechamiento de unas circunstancias propicias para auspiciar determinada clase de turismo.

Pórtada de la iglesia de Rennes-le-Château con la inscripción «Terribilis est locus iste»: «Este lugar es terrible».

Interior de la iglesia de Rennes-le-Château.

Una estancia de Villa Betania.

Rennes-le-Château, esa Disneylandia esotérica, es pequeña y resulta imposible perderse en sus calles, así que no tardamos en dar con el meollo de la cuestión. Tras pasar junto al vetusto palacio de los Hautpol-Blanchefort, el contorno de la iglesia se dibuja al final de una calle estrecha que muere ante su mismo pórtico. Allí vemos la estremecedora inscripción, y al otro lado de la puerta abierta intuimos ya el perfil del entrañable demonio que sostiene la pila de agua bendita. Quienes han estudiado el tema aseguran que se trata de Asmodeo —el diablo cojuelo, el guardián del conocimiento que aparecía en el Libro de Tobías y al que algunos quieren atribuir la paternidad del mago Merlín—, que muy metafóricamente custodia la guarida donde se esconden las claves que conducen al tesoro de Saunière, una suerte de mapa encriptado en una imaginería que si algo causa es estupor. No porque se adivinen bajo sus formas connotaciones terribles, sino porque las esculturas que habitan el templo son, digámoslo ya, feas con avaricia, un prodigio kitsch que contemplamos entre arrobados y divertidos, con una incredulidad rayana en la superstición. Las paredes están pintadas de un azul intenso que acentúa la penumbra de un espacio más proclive a la curiosidad que al recogimiento y todo allí resulta desmesurado. A la vista de la burda escena que el propio párroco pintarrajeó sobre el frontispicio del altar; del trazo grueso del relieve que, a la entrada de la iglesia, muestra a Jesús predicando con lo que parece una bolsa repleta de doblones de oro a sus pies; de las miradas inexpresivas de unos santos que inspiran menos piedad que ternura, no sabemos si apreciar el talento del bueno de Saunière para el embauque o preguntarnos cómo es posible que una sola persona acumulase en su interior tanto mal gusto.

Asmodeo, el demonio en la pila de agua bendita.

"En una pizarra anuncian una oferta que llaman Santo Grial y que, según creo entender, consiste en una copa de vino tinto y unas patatas fritas de bolsa"

Junto a la iglesia, la vieja casa rectoral acoge el acceso al fenomenal museo que el pueblo ha querido dedicar a la memoria de su ilustre sacerdote. Allí se inmortaliza en cera una confortable estampa hogareña que tiene como protagonistas al cura y a su criada, con quien todo el mundo sabe que estaba amancebado, y recorriendo sus estancias nos vamos encontrando desde recortes de periódico («El cura de los millardos», se titula una serie de reportajes que el rotativo local La Dépêche du Midi publicó en 1956 sobre la cuestión que nos ocupa) hasta una sencilla habitación en la que aún se conserva la cama donde yació y murió Saunière al lado del orinal en el que hacía sus necesidades. Por una puerta lateral se sale a los jardines donde ahora se encuentra la sepultura del párroco —que se trasladó allí, no sin polémica, desde el cementerio del pueblo, situado tras la iglesia— y por los que se accede a un curioso invernadero de remate cónico y a la mismísima Torre Magdala. En esta última aún pueden verse los muebles de la biblioteca de su propietario, aunque hay discrepancias respecto al contenido: unos dicen que son sus propios libros y otros que se trata de un mero relleno que se colocó allí después de que los fondos originales pereciesen en un incendio nunca aclarado que habría sucedido tras la muerte del sacerdote. Cierta leyenda incluso asevera que su cadáver se veló en la azotea misma de este torreón de regusto historicista desde el que se abre una bellísima perspectiva de los territorios cátaros. Ojeando los títulos que se alinean en los anaqueles polvorientos y no demasiado bien cuidados, encontramos una edición francesa de La hermana San Sulpicio, novela de Armando Palacio Valdés cuyo hallazgo en estas lindes nos confirma que el controvertido pastor no era hombre de gustos selectos.

Pero es en el interior de Villa Betania donde la vertiente lúdico-espiritista alcanza su culmen. Una habitación cerrada, pero visible a través de un cristal, muestra una aristocrática sala de estar en la que suenan los acordes de un piano que no toca nadie. Recorremos el comedor, las escaleras que dan acceso a la entrada principal, la rocambolesca capilla particular en la que Saunière empezó a oficiar cuando el obispo de Carcasona le prohibió seguir al frente de su parroquia, como si nos halláramos deambulando por la casa del terror de cualquier parque de atracciones de provincias. En la tienda venden pisapapeles con el rostro del párroco y con la efigie de Asmodeo. También cómics, libros de esoterismo y cualquier otro material susceptible de continuar engordando el mito. En un parque anexo a la Torre Magdala, nos tropezamos con un gran pedrusco procedente del Neolítico que posiblemente se utilizara como altar de sacrificios: debe de ser, con mucho, lo más valioso que conserva el pueblo, pero languidece a la intemperie, a merced del frío y de la lluvia. Entramos a tomar algo en un merendero muy coqueto, bajo la atenta mirada del Sagrado Corazón que preside la fachada de Villa Betania, por aquél de remojar en un caldo del país tanto empacho de heterodoxia. En una pizarra anuncian una oferta que llaman Santo Grial y que, según creo entender, consiste en una copa de vino tinto y unas patatas fritas de bolsa. Bromeo con la posibilidad de pedir una ronda, pero mis acompañantes —que nunca me perdonarán que les haya obligado a recorrer el tortuoso camino que nos ha traído hasta aquí— tuercen el gesto. Puede que piensen que en el fondo Saunière tenía razón y que Rennes-le-Château, morada de secretos y cuna de herejías, es, en todos los sentidos que se le quieran atribuir al término, un lugar terrible.

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