Los lugares contextualizan nuestros sentimientos, anclan nuestra memoria y justifican nuestras empresas. Pocos sitios logran cumplir los tres preceptos; la Plaza de España de los Llanos de Aridane es uno de ellos. Todo festival literario necesita un escenario. No una tarima, un decorado o una tribuna: un escenario, donde los escritores se convierten en actores de Sófocles que recitan, declaman, se enfadan, ríen, homenajean y hasta pueden compartir con el público un drama familiar que bordea el true crime. Este hecho es manifiesto en el Festival Hispanoamericano de Escritores de La Palma. Y todo esto sucede en la incertidumbre, supeditados a la duda, cuajados por la incerteza; aquí, todo pasa bajo el volcán.
Mónica Lavín —autora mexicana que incomprensiblemente no podemos encontrar en las librerías españolas— y Jesús Ferrero fueron los siguientes en el escenario. Podían haber hablado de sus obras, dialogado sobre sus novelas, pero —para regocijo de los presentes— dedicaron su intervención a conversar sobre Malcolm Lowry, ese autor que cuando era un niño le preguntó a su padre por qué no saludaban al vecino con el que se cruzaban cada mañana, y su progenitor le respondió que porque era un alcohólico. Lowry decidió entonces poner todo su empeño en ser uno de ellos, un gran borracho, y lo consiguió, igual que logró ser un escritor mayúsculo. Ferrero contó su experiencia —febril— cuando leyó de un tirón a los veinte años Bajo el volcán y lo que había sentido al releer esta novela cincuenta años después. Una idea poderosa, apuntada por el autor de Bélver Yin, acompañó mi vigilia: hoy, como en ese 2 de noviembre de 1938 —el día de muertos en el que transcurre la novela de Lowry—, volvemos a vivir “bajo el volcán”.
El martes arrancó con la habitual rueda de prensa para presentar a los medios los detalles de la nueva edición. En la plaza de España coincidimos prensa, radio y televisión, y un inesperado invitado. Después del turno de intervenciones de Marlene González Almeida (concejala de Cultura del Ayuntamiento), Juan Ramón Felipe San Antonio (vicepresidente del Cabildo Insular de La Palma), J. J. Armas Marcelo (presidente ejecutivo del festival) y de su director, Nicolás Melini, un joven levantó la mano. Lo vi más veces entre el público esos días: venía paseando, y cuando descubría una charla gesticulaba con emoción, con cara de sorpresa, y se sentaba emocionado en las últimas filas dispuesto a hacer algo que se nos está olvidando: aprender, escuchar. El muchacho reclamó su turno en la rueda de prensa, y se lo dieron. Quizás en otro festival no habría habido lugar para esa espontánea intervención, pero en Los Llanos de Aridane todos son invitados a participar si se trata de hablar de literatura; no es necesario tener obra publicada ni acumular títulos universitarios. La pregunta fue inocente, pero fue la más importante: ¿qué libro me recomiendan ustedes leer? Los políticos se pusieron de perfil y respondieron los literatos. Hubo quórum: Faverón. Primero Vivir abajo y luego Minimosca, recalcó Juancho.
En esa segunda jornada de festival, y en las siguientes, el protagonismo fue de quien debe tenerlo siempre en los congresos de literatura: los jóvenes. Son ellos los que deben llenar el patio de butacas y a los que debemos acercar los micrófonos. La digitalización ha transformado el conocimiento y quemado puentes culturales entre generaciones, pero en lugar de lamentarnos, debemos insistir en sumarles a la causa de la literatura. Así lo hizo Irene Reyes-Noguerol —autora de una fascinante colección de cuentos titulada Alcaravea—, que utilizó una pócima secreta para hechizarlos: les habló en su lenguaje. Sin discursos para sentar cátedra, los chicos atienden —y hasta disfrutan— cuando les hablas de historias de la Segunda Guerra Mundial, recitas poesía y cuentas relatos. A poco que rasques, descubres que hay muchachas y muchachos que leen a Tolkien de forma compulsiva, intentan escribir poemas como los de Pizarnik y, en lugar de estar interesados en hacerse un selfi en un concierto de Taylor Swift, lo que buscan es entender el sentido literario de las letras de la cantante estadounidense.
Por la tarde, tocó debatir. Jesús Ruiz Mantilla comenzó la mesa de periodismo cultural con una propuesta en la que definió como cruciales el “qué”, ética, y el “cómo”, estética, a la hora de valorar y seleccionar los contenidos. Una apuesta por la independencia, necesaria para evitar imposiciones comerciales. A partir de esa premisa, se organizó un discurso colectivo entre los ponentes para explicar la necesidad de aumentar la relevancia de la cultura en los medios de comunicación y denunciar la paulatina desaparición de suplementos y revistas a favor de otros contenidos. La charla terminó con una apasionada defensa del moderador de las redacciones, que lucharon hasta donde pudieron contra los consejos de administración, obsesionados estos últimos con acabar con el papel y sustituirlo por su modelo digital. Armas Marcelo definió como héroes a los periodistas culturales. Héroes —añado— que cuentan con decididos Leónidas, como Ruiz Mantilla. Así será imposible que nos derroten los persas, por muchos que sean.
El festival atravesó su ecuador con una novedad. Por primera vez, los autores teatrales tenían su propia mesa en Los Llanos de Aridane. La lluvia quiso amargar el estreno, pero es bien sabido que, desde los tiempos de los griegos, la función siempre sigue adelante, nadie puede con la fuerza del teatro. Los ponentes reivindicaron la necesidad de incluir todos los géneros en los festivales literarios. A este respecto, el dramaturgo Antonio Tabares recordó que “Buero Vallejo se puede leer como una novela” y la guionista y actriz Irma Correa reclamó “reconocer la literatura dramática como un género y al autor teatral como un escritor”.
La jornada terminó entre versos. Enrique Montiel contó el día anterior lo que su amigo Fernando Quiñones pensaba sobre los géneros literarios: “La poesía es el vaso de güisqui, el cuento el güisqui con hielos y la novela el güisqui con hielos y agua”. Después de la ponencia magistral de Jaime Siles, llegó el turno de los poetas para recitar sus propias rimas. Entre ellos estaba Juan Bonilla, novelista que tuvo un gran éxito al comienzo de su carrera con Nadie conoce a nadie —novela que volvió a reescribir hace unos años como Nadie contra nadie— y ha obtenido algunos de los premios más prestigiosos de la literatura en español, como el Nacional de narrativa —con Totalidad sexual del cosmos— y el Premio Bienal Vargas Llosa —por Prohibido entrar sin pantalones—. En esta ocasión, Bonilla actuó como poeta, un traje en el que se siente muy cómodo —como comprobamos al escucharlo declamar sus versos— y que le ha valido diversos premios, como el Iberoamericano Hermanos Machado por su poderoso poemario Los días heterónomos.
El jueves, como es costumbre, los escritores fueron en busca de las estrellas. Curva tras curva, devoraron la sinuosa carretera que los llevó hasta el Roque de los Muchachos, donde está instalado el gran telescopio, “el dedo señalando al cielo, el ojo que mira”, como nos contó por la tarde el novelista Miguel Ángel Hernández. Todos los escritores no se subieron a ese autobús; hubo uno que tuvo que cumplir con sus lectores, Sergio del Molino. El ensayista y columnista de El País, después de firmar obras de no ficción de gran impacto cultural y social, como La España vacía y La hora violeta —”con levadura de novela contenida”, como apuntó Jordi Gracia—, apostó por la narrativa sin concesiones con Los alemanes —premio Alfaguara 2024—, una novela sobre la identidad y las culpas heredadas. Anelio Rodríguez Concepción fue el encargado de dirigir el taller de lectura de la novela de Sergio del Molino. Los escritores que fueron al astronómico a su vuelta hicieron lo que les correspondía como tales: contarlo. Acerina Cruz se acordó de un pasaje de Contact, cuando le preguntan a la protagonista qué ha sentido durante su experiencia galáctica y ella responde que deberían llevar a un poeta para contarlo. Miguel Ángel Hernández reconoció estar obsesionado con el libro de Carl Sagan y definió el astrofísico como “un escenario real que te lleva a otro mundo”. “Me he visto como El caminante sobre el mar de nubes, de Friedrich”, añadió el autor de Anoxia.
El viernes, las fuerzas empezaban a flaquear, pero eso no lo notaron los espectadores que asistieron a las charlas: conversaciones sobre la investigación literaria, las diferentes formas de creación —en la que participaron Pedro Flores, Lana Corujo y Karla Suárez— y la novela criminal y policial en Canarias. Pero sobre todo, este fue un día de homenajes: a Luis Alemany, Yolanda Arencibia y Andrés Sánchez Robayna por la mañana y a Hernán Lara Zabala por la tarde. También hubo un tributo no programado, el que hizo la escritora Elsa López a los libreros que, día tras día, con gente o sin ella, montaron sus puestos con los libros de los autores presentes en el festival. También estuvo al pie del cañón David Cabrera, con los libros de la editorial palmera Oblivium. Esta defensa del librero no fue una excepción; también el editor Joan Tarrida (Galaxia Gutenberg) reconoció su labor frente a otros soportes —todos sabemos el nombre del pecador— en otra de las charlas.
Y llegamos al sábado, sin ganas de decir adiós, pero palpando la tarjeta de embarque en el bolsillo. Y para el final se reservaron “las brujas de la literatura”. Una interesante mesa dirigida por Margherita Cannavacciuolo. Como no podía ser de otra forma, la mañana terminó con poesía. Para la despedida se montaron dos actos: una conversación, moderada por Miguel Ángel Hernández que comenzó con una crítica a la precariedad —”el trabajo de profesor en la universidad me da de comer y la literatura me da de beber”— y continuó con un debate sobre la forma de aprender a escribir y la utilidad de los talleres literarios. Sergio del Molino y Juan Bonilla cerraron el festival en una conversación moderada por la periodista Mercedes Monmany. Durante este panel, Bonilla propuso que los premios se pudieran dar también a autores fallecidos. Que la importancia de la obra del autor fuera el único criterio. Su sorprendente propuesta encontró muchos seguidores entre el público.
Si durante esta semana don Mario nos vigiló desde las alturas, el cónsul lo hizo en la plaza, atento a cada conversación desde que Ferrero y Lavín lo invocaran. En la presentación del festival, el vicepresidente del Cabildo recordó la famosa frase Vargas Llosa “aprender a leer es lo más importante que me ha pasado en la vida”, y Nicolás Melini le matizó que la pronunció en La Palma, cuando durante una ponencia vio a unos niños jugando en el suelo de la plaza. Tampoco faltó a la cita Pepe Esteban. Aunque no pudo acudir este año de forma física, su figura resplandeció en cada charla y en el corazón de todos sus amigos, que son legión. Y así dijimos adiós, acabando como empezamos, en la Plaza de España, con otro buen número de escritores atrapados por las raíces de sus laureles de Indias. El festival terminó este año sin discurso final. No hubo un punto final, ni siquiera un punto y coma. Se clausuró con la intención de que el día siguiente fuera el primero de la edición de 2026. Me quedé pensando en ello, y cuando me quise dar cuenta estaba solo en la plaza. Sólo los fantasmas seguían a mi lado. Y así, bajo el volcán, comencé a desvanecerme, y cuando estaba a punto de lograrlo, me acordé de Bonilla y pensé: ¿por qué no puede ocurrir?, ¿por qué no puede haber por fin justicia para Borges?








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