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Escritores de altos vuelos

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Escritores de altos vuelos

Chaves Nogales dio «La vuelta a Europa en avión» en 1928 y ese mismo año Luis de Oteyza se fue «Al Senegal en avión», una experiencia voladora que tuvieron muchos escritores —e imaginaron otros— y dejaron constancia de ella, como prueba la antología literaria sobre viajes aéreos «Nuestro futuro está en el aire».

«Aviones en la literatura española» es el subtítulo de esa antología literaria editada por Renacimiento y efectuada por el profesor de Literatura de la Universidad de Jaén Rafael Alarcón Sierra, quien ha seleccionado textos de Valle-Inclán, Azorín, Sender, Gómez de la Serna, Gaziel, Corpus Barga y González-Ruano, entre otros.

La antología se divide en cinco partes, la última de las cuales, «Los escritores también vuelan: Crónicas y libros de viaje» incluye experiencias con aviones, como la de Julio Camba, de 1923, «La emoción del primer vuelo», un texto en el que el escritor gallego se llega a cuestionar, ante la falta de emoción que le provoca el vuelo, si su sensibilidad estaría atrofiada:

«O mi vida no ha de revestir jamás solemnidad alguna, o este es uno de sus momentos solemnes», escribe Camba con ese escepticismo que impregnó toda su obra y que llevó a Ortega y Gasset a considerarle el más inteligente de los escritores españoles.

En este mismo apartado, Ernesto Jiménez Caballero considera en «El signo del avión» que «el avión es el caballo de alas de los poetas», que «el avión sólo concede sus favores a los espíritus nuevos, y los cobija bajo sus alas como polluelos del aire» y cree que es un invento que puede acabar con los nacionalismos:

«El avión suprime todo problema nacionalista, para hacer uno solo: terráqueo: Estados Unidos de la Tierra (Unidos por el aire)».

Jacinto Miquelarena, en su vuelo a Holanda de 1929, no pierde el sentido del humor aunque describe el avión como «un féretro colectivo, con cristales, que en lugar de meterse en la tierra va a subir al cielo» y cuando le ofrecen una bolsa de papel por si vomita en pleno vuelo escribe: «podré corresponder en el mismo idioma. He comido un buen pedazo de ‘roast-beef’ con patatas cocidas».

La primera parte de la antología, no obstante, se dedica a artículos, crónicas y reportajes, como el que al zeppelin, y a su vuelo entre Nueva York y Alemania permaneciendo en el aire 112 horas, le dedicó en 1928 Enrique Jardiel Poncela, escritor al que le parecía que los motores de los aviones hacían demasiado ruido: «¿Qué ocurriría el día en que los viajes aéreos de muchas horas se generalicen? Sencillamente, que la humanidad entera se volverá sorda y la ruina de los fabricantes de gramófonos será total».

Otra parte de la antología se dedica a las primeras novelas que hicieron de la aviación su tema, como la de Francisco Camba titulada «Los nietos de Ícaro», de 1911, o la de Concha Espina, «Talín», de 1918 y otra a los libros que se ocupan del avión en la Primera Guerra Mundial, como «Europa trágica», que publicó Ricardo León en 1917.

La antología se completa con un apartado dedicado a las Vanguardias literarias, con fragmentos de la novela de 1928 «Puerto de sombra», de Juan Chabás; de la de Antonio Espina «Luna de copas», de 1929; o de la «novela lírica» de Felipe Ximénez de Sandoval «Tres mujeres más equis», de 1930.

En el epígrafe de las Vanguardias destaca, como podría hacerlo en cualquier otro, Ramón Gómez de la Serna con greguerías tan sutiles como ésta: «La hélice es el trébol de la velocidad».

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