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Estamos todos condenados

Estamos todos condenados

Días de encierro, confinamiento, cuarentena o como quiera que haya que llamarlo y cada día que pasa arraiga más profundamente una sensación de confusión. Se supone que esto es por nuestro bien. Sin embargo, lo que se ve al asomarse a la ventana genera desconcierto. Un desasosiego como ese que se siente cuando se pega el oído a la pared y no se oye nada. No hablo de asomarse a la ventana del salón, que también. No hablo de la ventana de las redes sociales, que tampoco. Podría hablar de la metafórica ventana de la televisión, que también y que tampoco. El caso es que cada día que pasa estoy más convencido de que hay que quedarse en casa por el bien de nuestros mayores y de nuestros pequeños, que no es otra cosa que nuestro propio bien. Puro instinto de supervivencia.

Veo gente arrojándose dardos en forma de encuesta, de artículo, de estudio sesudo de una universidad que está cruzando alguno de los océanos en los que se ahogan nuestras propias quejas. Sanitarios convertidos en youtubers, youtubers convertidos en comunicadores, comunicadores convertidos en periodistas, periodistas convertidos en tertulianos y tertulianos convertidos en sanitarios. Cerrando el círculo en torno a nosotros mismos. Mirándonos por encima del hombro desde el centro de nuestro propio ombligo, como si tal genuflexión fuera posible. Como si en el caso de que fuera posible importase para algo. Cualquiera confunde seguidores con oyentes y tener voz con la obligación de hablar. Antes nos quejábamos mientras llevábamos a los niños a clase, mientras íbamos a hacer la compra, mientras salíamos exhaustos del trabajo. Hoy nos quejamos por lo mismo y por lo contrario. Nos quejamos de no tener lo que no queríamos. Entendemos el problema como lo que es, pero como algo ajeno. Culpa de otro, culpa del de siempre, hartos de escuchar axiomas completamente convencidos de que somos capaces de enmendar nuestros propios errores. Y en medio de la calle un silencio atronador que se ha convertido en un hilo musical solo descompuesto por una banda sonora de aplausos y cacerolas a horas determinadas. Organizar la agenda para lo superfluo nunca nos llevó demasiado trabajo.

"Mi opinión no vale nada y me temo que la tuya tampoco. Intento quedarme prudentemente al margen de las discusiones de estos días porque lo más probable es que la realidad me ponga en mi sitio"

Nos ponemos de acuerdo para aplaudir, para hacer vídeos y mandar memes, pero no para cuidarnos los unos a los otros. Los aplausos no matan virus, los mensajes de Facebook no curan el cáncer, los hilos de Twitter no son información contrastada. Leer un titular no es estar informado, lo que he leído en una web no me convierte en un experto. Pensamos lo que pensamos y creemos lo que creemos. No hacemos lo que nos dice el de enfrente por grande que tenga el coche, por el tipo de corbata que vista o por lo bien que parezca que escriba. Cuanto mejor, peor. Creemos lo que creemos sin importarnos lo que sabemos. Mentimos por esconder nuestra ignorancia. Ignoramos nuestra ignorancia mientras ella hace lo propio con nosotros mismos.

Mi opinión no vale nada y me temo que la tuya tampoco. Intento quedarme prudentemente al margen de las discusiones de estos días porque lo más probable es que la realidad me ponga en mi sitio. No sé si una empresa tiene que parar o tiene que seguir trabajando, si la mascarilla es buena o mala, si los guantes se ponen así o asá, si el aislamiento va a durar dos semanas o veinte. Ya hay gente que sabe de eso. Héroes sin capa. Los que están en la calle. Pero lo que se lleva es la certeza, el no mostrar fractura, la falsa seguridad en uno mismo. Que parezca que sabemos, por lo menos más que el de enfrente. No lo digo yo, lo dice la gente que se dedica a pensar, a hablar por teléfono a viva voz, como si pareciera que no tiene teléfono. Y a tener mucha prisa. La prisa es importante.

El mundo tiene un problema serio, eso está claro. Pero nos afanamos en depurar responsabilidades mientras buscamos la manera de creernos más listos que el resto. Señalamos las deficiencias de las decisiones tomadas, mientras damos la tercera vuelta al barrio con la misma barra de pan debajo del brazo.

"Mire donde mire, me veo en el centro de Hamelín. Metido en casa esperando a que alguien saque a las ratas del pueblo, pero convencido de que no sólo van a ser éstas las que nos abandonen, igual que en el cuento"

Es en medio de situaciones como esta, de elecciones, de desgracias, de pandemias, cuando los medios de comunicación dejan de ser medios para ser fines y dejan de ser de comunicación para ser de propaganda. Todo el mundo juzga, todo el mundo condena a todo el mundo. Todos estamos condenados. Cualquiera va por delante de cualquiera, menos de sí mismo. Estamos en estado de pánico. Pasamos del miedo a la indignación y de ésta a la reclamación sin tener en cuenta que nuestro mundo no tiene departamento de reclamaciones.

Mire donde mire, me veo en el centro de Hamelín. Metido en casa esperando a que alguien saque a las ratas del pueblo, pero convencido de que no sólo van a ser éstas las que nos abandonen, igual que en el cuento. Creyéndome más listo que el flautista. Creyendo que se puede engañar al diablo.

Pero el diablo está en los detalles. Estos días el tablero ha cambiado. Es un tablero nuevo, de esos que aún no tienen dobleces, inexplorado, peligroso. Rodeado de expertos virólogos, epidemiólogos, infectólogos, sociólogos, economicólogos y expertólogos en el labadólogo de las manólogas que intentan eclipsar a los que hay que dejar trabajar. Los sanitarios. Los de verdad. Y mientras tanto yo, que no me entero, sintonizo el canal infantil, cierro las redes sociales, apago la radio y cojo un libro. Cierro una ventana y abro otra. Nunca pasa lo que se dice que pasa. Nadie sabe qué es lo que va a pasar. Sólo creo que no hace falta tanto papel higiénico. Y es por eso mismo, por lo que quizá y solo quizá, sea momento de estar en silencio.

Sed buenos y cuidaos.

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