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Ética para Amad… focas, focas

Ética para Amad… focas, focas

Hace poco alguien me planteaba la ética de una acción concreta sobre la fauna silvestre. Sabrán que en esta sociedad la ética, aquello que casi no recordamos de esa asignatura pesada de filosofía, es primordial. La cuestión era de trabajo de campo. En Alaska hay un grupo de focas que viven demasiado apiñadas para lo que es sano y habitual en estos fócidos —focas, leches, de las que hay en los sitios con frío y hielo—. Estos animales, a diferencia de los otáridos —leones marinos, muy majos ellos con sus orejas, que no son exteriores en las focas—, no se suelen agrupar en grandes números. Si acaso para aparearse o durante el corto período de tiempo en que amamantan a sus crías —dos días en el caso de la foca de casco, antes de irse y abandonarlas en el hielo y el mar—. Pero estas agrupaciones son pequeñas, y no esas orgías de cuerpos apilados  donde no se sabe en qué punto acaba una aleta y empieza otra, tan habituales en las playas de Namibia o en los muelles de California. A diferencia de los fócidos, los otáridos tienen la costumbre de agregarse durante todo el año por centenares o millares.

La diferencia es que los leones marinos están adaptados a esas agregaciones. Y aunque estar tan pegados no les ayuda con problemas como la transmisión de parásitos e infecciones virales y bacterianas, se podría decir que están adaptados —palabra recurso y puñetero Darwin—, que el apretujarse les ofrece más ventajas que lo contrario. Pero no a sus primas, las verdaderas focas, las que viven en el hielo. Ellas son solitarias, no se agregan y no tienen protecciones específicas frente a la transmisión de parásitos y enfermedades.

"¿Qué nos queda? Tratar a todo bicho viviente con antibióticos de amplio espectro. Tengan o no enfermedad"

El deshielo de los polos —en este caso estamos en Alaska, p’arriba—, tiene entre otras consecuencias la degradación y pérdida de hábitat para muchas especies, como narvales, belugas, osos polares, zorros árticos o, en este caso, focas. Y a menos espacio para descansar fuera del agua, más se tienen que apretujar. Hasta aquí todo fácil. Que lo sé yo.

La cuestión es que se dispone de antibióticos ilimitados para aplicárselos a todos estos animales. Pero lo habitual es determinar con anterioridad qué enfermedades padecen. ¿El problema? Hay poco tiempo, pues el hielo se derrite, y no se cuenta con electricidad para llevar a cabo las pruebas de laboratorio necesarias para determinar qué tienen y qué no. El doctor Manu Prakash ha ideado una ingeniosa centrífuga de mano —sí, sí, de mano—, que alcanza las ciento veinticinco mil revoluciones por minuto sin necesidad de potencia eléctrica. Pero si por algo destaca la comunidad científica es por su hipocresía —exempli gratia, más diversidad de pieles en los campus, pero menos en el pensamiento—. Así que estas maquinitas —de papel, por cierto— quedan descartadas, no le demos más crédito a este señor de porahípafuera. Por tanto, hacer pruebas queda eliminado de la ecuación. ¿Qué nos queda? Tratar a todo bicho viviente con antibióticos de amplio espectro. Tengan o no enfermedad. «Pero si es que la resistencia de las bacterias, los efectos secundarios, mimimi…». Shh, sigue comiéndote ese bocadillo de atún y lee.

"Pienso en las malformaciones, la distribución de zoonosis víricas antes restringidas, mamíferos marinos muriendo de hambre porque nos comemos su pescado"

Una vez llegada a la conclusión inevitable de que no podemos hacer análisis a los bichos, en especial si se espera que la campaña sea efectiva, y que la única salida es poner antibióticos hasta a las focas leopardo como se pongan a tiro —«Pero las focas leopardo viven en la Antártida», ¿no te he dicho que te calles?—, surge, como decía, la pregunta de marras: ¿es ético hacer esto, administrar un cóctel de antibióticos a animales salvajes? Pienso, brevemente, en las piscifactorías que se beben y contaminan todos los efluentes y afluentes de aguas puras para criar peces enfermos, hormonados, mutados e hipermedicados, dejando luego los desperdicios acumularse en ecosistemas puros. Pienso en las malformaciones, la distribución de zoonosis víricas antes restringidas —si el covid os parece duro, esperad un poco a que el mar diga “aquí estoy yo”—, mamíferos marinos muriendo de hambre porque nos comemos su pescado, al que también le montamos presas en sus vías de paso a la reproducción… En fin, tengo miles de ejemplos. Y suelto una risotada —no caigo muy bien, y no hace falta aclarar el porqué—. Además, la pregunta la hace alguien que trabaja con mamíferos marinos en cautividad, por lo que resulta doblemente divertida.

Lo importante aquí no es lo ético de disparar con rifle neumático, cerbatana, o pinchar como un carnicero loco a cuanta foca pilles, no. Lo importante es que sin nuestra aceleración del inexistente Cambio Climático —guiño, guiño—, sin el mal vicio de querer comer de todo, cuando sea, donde sea, sin mirar a la fuente, y negando la realidad porque somos egoístas y cobardes, no haría falta esta intervención. Porque las focas estarían más sanas, no tendrían parásitos de película de serie B, les sobraría alimento, y espacio. Y un grupo de científicos que aprueban mantener encerrada a una orca de seis metros en un tanque de once, cuyo punto más profundo no llega a los cuatro metros, no andarían en disquisiciones filosóficas absurdas sobre la ética intrínseca. O sobre las consecuencias para el bienestar animal de aplicar antibióticos a unos animales que si están en malas condiciones, es por nosotros.

Lo importante es que vean Seaspiracy.

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