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Félix Grande, sin prisa

Félix Grande, sin prisa

Yo acababa de hablar con una amiga. Frente a frente, café por medio. Estaba rota. Había vuelto a fumar. Huida de sí misma. Ya saben: del amor, el aburrimiento, el desamor, el vacío, todo el dolor… A veces es imposible desleír ese grumo de suciedad que se nos pone cuando nos dejan, o dejamos, y no sabemos qué hacer con lo que fuimos, expulsados sin aviso de un reino al que no podemos pedir cuentas. Ella tenía prisa. Y yo también. Pero recordé un libro que podría servirle de consuelo. Le pedí que me esperara cinco minutos. No más. El tiempo para que hiciera una llamada, si quería. La librería estaba al lado de la cafetería en la que estábamos. Fui directo a la sección de poesía. Hacía tiempo que no le regalaba ese libro a nadie y creo haberlo hecho en una veintena de ocasiones. Y, además, siempre lo he recomendado: Las rubáiyátas de Horacio Martín, firmado por Félix Grande (Mérida, 1939 – Madrid, 2014).

Ricardo Labra, poeta de largo y lector por doquier, ya me avisó una noche, borrachos de complicidad: Las rubáiyátas de Horacio Martín y La noche le es propicia de José Agustín Goitysolo, son los mejores libros de poesía amorosa del último tercio del siglo XX en España. El de Félix Grande es un libro hermoso, armado de exigencia y libertad, sin autocompasión alguna. También pensé que podría servirle a mi amiga como rebelión y revelación, pues en esos momentos en que la separación la estaba desangrando, necesitaba fuerzas y certezas para afrontar el temblor que había resquebrajado el suelo bajo sus pies. «No puedo más», me dijo. ¿Cómo podía explicarle que el dolor que produce el desamor es incurable, sólo soportable si aceptamos que en realidad es una victoria? Pero ella aún no estaba lista para colgarse esa dura medalla.

"Félix Grande incubaba versos con una lentitud volcánica, para después expulsarlos con casi la misma torrencial armonía que sostuviera un dueto formado por Johann Sebastian Bach y Paco de Lucía."

No encontré ningún ejemplar en el anaquel. Pregunté, consultaron en el ordenador y me dijeron que tenía que estar allí. Insistí. La dependienta me acompañó y en efecto no estaba. Entonces la vi. Aquella mujer joven, sentada en la butaca, sostenía entre sus manos un ejemplar de Las rubáiyátas de Horacio Martín. Yo tenía prisa, ya lo he dicho: «Pues ése es el único ejemplar que tenemos», me advirtió la dependienta. Merodeé por el pasillo implorando para que aquel monstruo lector quitase rápidamente sus sucias zarpas (¡sic!) de mi ejemplar. Recordé la última vez que hablé con Félix. Me preguntó cuándo iríamos mi mujer y yo a visitarles, en Madrid. Que tenían ganas de vernos, que ya iban siendo mayores y las fuerzas eran cada vez menos y que tal vez… «Anda, anda», le interrumpí, «para eso siempre hay tiempo. Además, todavía me debes un paseo y un par de vinos». Su voz casi episcopal ya no era la misma. Se la estaba arañando el Tiempo. Pero eso lo pensé después, cuando ya no estaba. Recordé aquella humilde arrogancia que tanto lo definía cuando afirmaba, por ejemplo, que la poesía le había abandonado. No era cierto, claro. Ocurre que Félix Grande incubaba versos con una lentitud volcánica, para después expulsarlos con casi la misma torrencial armonía que sostuviera un dueto formado por Johann Sebastian Bach y Paco de Lucía. 

La espera se tornó urgencia y empecé a acordarme de los parientes lejanos de esa mujer, aferrada al único ejemplar que yo necesitaba. Aquella imprecación privada a sus antepasados me llevó a otro libro de Félix Grande, La balada del abuelo Palancas, una obra mayor de amor a la vida que arropa un homenaje al Tiempo, a ese que los hombres inventaron, y también a la música y al vino, a la tradición y la familia, a las cabras y al perdón porque «una guerra civil es incurable». En esta obra, como en su poesía, las palabras se mecen y se extienden desde la caverna de la especie hasta la gloria y la misericordia de cada uno de nosotros. Palabras que hicieron que Félix Grande atesorase un estilo diferente, con formas desacostumbradas pero reveladoras y cercanas, sin esa ironía tan visitada por sus coetáneos y, sobre todo, sin redes para amortiguar ni su destino ni sus palabras. Esto tuvo su precio —laboral y político— y me consta que lo pagó a gusto. Haciendo palanca, igual que su abuelo.

La lectora seguía ajena a mi desespero. Leía verso a verso, hoja por hoja, con una atención pasmosa, como si el libro fuese ya suyo y no hubiera nadie que le discutiese la propiedad. Me adentré entonces en aquellos otros versos colmados de dones y luz, aquellos de Francisca Aguirre (Alicante, 1930) en Ensayo general, una sinfonía imprescindible de sonetos esculpidos en libertad, quien consiguió con ellos dar cuenta de Las Rubáiyátas de Horacio Martín sin necesidad de ajustar cuentas pendientes para así brindarnos uno de los diálogos poéticos más altos, fructíferos e intensos que la literatura española haya parido de su vientre universal: Félix Grande y Francisca Aguirre, verso con verso.

"Allí mismo, al sol del invierno, abrí el libro y leí algunos versos que recordé con más ternura que el tacto ya olvidado de muchas mujeres. "

Me estaba incendiando como un reo en la pira, sin un segundo que perder, cuando de repente, ya a punto de importunarla, la mujer alzó su cara y dejó caer el libro en su regazo, todavía entre sus manos, presa sin duda de un rapto fulminante. No la conocía de nada y nada en ella me era familiar y sin embargo, por un instante, reconocí en su mirada la misma revelación que yo tuve cuando hace ya muchos años leí por vez primera Las Rubáiyátas de Horacio Martín. 

«¿Me permite?», le pregunté sin dilación, separando el ejemplar de sus manos. Lo llevé a la caja, pagué y salí hacia la cafetería. Cuando llegué mi amiga ya no estaba allí. Contrariado, dibujé una mueca retorcida. Regresé a la calle. Allí mismo, al sol del invierno, abrí el libro y leí algunos versos que recordé con más ternura que el tacto ya olvidado de muchas mujeres. Levanté la vista y vi pasar a esa mujer que acababa de dejar absorta en la librería. Iba acompañada por un hombre. Me miró con una sonrisa interior que delataba su complicidad y su comprensión, sin un céntimo de rencor. Y entonces maldije mi prisa y este tiempo en el que vamos siempre tan rápido hacia ningún sitio, a veces tercamente ciegos por los caminos extraviados de este mundo como animales al matadero.

TRES POEMAS DE LAS RUBÁIYÁTAS DE HORACIO MARTÍN

Elogio de lo irreparable

Sé involuntaria. Sé febril. Olvida
sobre la cama hasta tu propio idioma.
No pidas. No preguntes. Arrebata y exige.
Sé una perra. Sé una alimaña.

Resuella busca abrasa brama gime.
Atérrate, mete la mano en el abismo.
Remueve tu deseo como una herida fresca.
Piensa o musita o grita «¡Venganza!»

Sé una perdida, mi amor, una perdida.

En el amor no existe
lo verdadero sin lo irreparable.

© Félix Grande.

Elogio a mi nación de carne y de fonemas

Los que sin fervor comen del gran pan del idioma
y lo usan como adorno o coraza o chantaje
sienten por mí un rechazo donde la rabia asoma:
yo no he llamado patria más que a ti y al lenguaje

Los que destinan himnos y medallas y amor
al cuervo de la guerra, y nunca a la paloma
de la lujuria, miran mi cama con rencor:
yo no he llamado patria más que a ti y al idioma

De la fraternidad, de la honra civil
sé que nadie la siente ni nadie la derrama
si convierte al lenguaje en una jerga vil
y en su cuerpo sofoca la milagrosa llama

Celebrar como a un dios el fuego de la mano,
sentir por las palabras un respeto profundo:
sólo así el transeúnte puede ser nuestro hermano
y nuestros camaradas la materia y el mundo

La carne me ha enseñado el más hondo saber
y el lenguaje me enseña su lección venerable:
que el Tiempo es un abrazo del hombre y la mujer,
que el universo es una palabra formidable.

© Félix Grande.

Una postal de nieve

Cuando me tienda en la vejez

como en un mal cerrado sepulcro

maldeciré tu loco nombre

 

sólo porque esta noche

enajenado y absorto en tu cuerpo

he deseado que fueras eterna

 

y no sabía si pegarte o llorar

© Félix Grande.

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