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Malraux en Don Benito

Malraux en Don Benito

Nunca me había ocurrido. Mi cabeza dijo basta y me abismé en el silencio. Tragué saliva. Miraba al público pero no veía nada. Hacía 40 años que no venía a mi pueblo, Don Benito, ciudad desde 1856, título concedido por Isabel II en virtud de su pujante economía. José Luis Quintana, el alcalde, me había invitado a presentar mi última novela y acepté encantado. Con el helor abandonamos Cáceres por la EX-206 y nos dejamos caer hacia la privilegiada penillanura mesetaria que une las dos provincias extremeñas. La distancia hasta Don Benito lleva una hora, pero la geografía que cubre los Llanos de Cáceres y la Sierra de Fuentes con sus dehesas de encinas y alcornocales y las Vegas Altas con una avifauna espléndida hacían del reloj un objeto prescindible. El paisaje es nutritivo, sorprende, varía en vegetaciones y colores.

Dejamos el equipaje en el hotel y callejeamos. Cerca de 40.000 almas la viven y da servicio a más de 80.000, contando con la cercana Villanueva de la Serena y alrededores. Su arteria principal, la Avenida de la Constitución, es espejo de una sociedad expansiva y dinámica, fronteriza y amigable. Por ella deambulan los habitantes de la comarca, trabajando o consumiendo en las mismas franquicias que hay en cualquier ciudad europea, disfrutan de la gastronomía extremeña o se sientan a solaz en las terrazas de los cafés, para ver y ser vistos.

La arquitectura de la ciudad es un paisaje de casas modestas y palacios elegantes como el de los Condes de Orellana, que alberga hoy un Museo Etnográfico que es delito no visitar: su patio, sus columnas, su cúpula vidriada. Esta tradición se entrevera con la edificación actual y la setentera en particular, vertical y de amplio ventanaje, que ha cubierto algunos solares de infausto recuerdo desde la Guerra Civil. Dicho sea al paso, André Malraux (La condición humana, 1933, Premio Goncourt; ministro de Interior y después de Cultura en Francia) sobrevoló y tal vez bombardeó por estos lares durante la Guerra Civil a las «órdenes» de la República, en la denominada Escuadrilla España. No es difícil imaginar a Malraux mirando la llanura desde la carlinga de un bombardero Potez 540 Ñ —los «ataúdes volantes» comprados a Francia por el gobierno de la República, ineficaces para el combate—, sintiendo el poder de los motores Hispano-Suiza a algo más de 200 kilómetros por hora y memorizando cada detalle para después escribir La esperanza.

"Al piano, Manuel Muñoz abrió el fuego con un par de estudios de Rachmaninov y lo cerró regalándome la melodía de un estándar del jazz que pone música al final de mi novela."

Ya puestos, podríamos contemplar ficciones más arriesgadas. Es conocido que los Breguet 19 del «bando nacional» despegaban desde la base de Tablada en Sevilla con la misión de cazar por sorpresa a los aviones de la República aparcados en el aeródromo de Don Benito, que cuenta con una pista de casi un kilómetro. ¿Malraux en Don Benito? ¿Por qué no? Un aventurero con su experiencia —saqueador de arte en Camboya, conspirador en Saigón…—, talentoso orador y escritor y sobradamente pagado por la República, bien podría haber tomado tierra en cualquier momento. En el casino de Don Benito, junto con su tripulación, hubiera sido recibido con los brazos abiertos.

Nos acercamos hasta la plaza de España, donde se ubica el Ayuntamiento, cuyo edificio fue sede del Banco de España. A finales de 1905, en otro de los solares de la plaza, ahora ocupado por una sucursal bancaria, dieron garrote vil al cacique Carlos García de Paredes por violar a Inés María Calderón y asesinar a ella y a su madre. Los hechos han pasado a la historia como «el crimen de Don Benito», y la investigación y el juicio fueron cubiertos por los principales periódicos nacionales de la época. Fue el final de un caciquismo brutal en Extremadura.

Y ahí, en la plaza de España, me esperaban Lucía Mera y los recuerdos, los suyos y los míos, aquellos días solares que pasaron veloces por nuestra adolescencia. Por la tarde, en el cúbico y compacto edificio de la Casa de Cultura, obra de Rafael Moneo, aplicado a «ese juego sabio de los volúmenes bajo la luz» cenital que Le Corbusier ya describiera, Lucía, José Luis Quintana y Natalia Blanco me arroparon. Algunos amigos de mi familia, ya casi nonagenarios, vinieron a saludarme, a contarme de los años, y la emoción fue atando nudos en mi garganta. Al piano, Manuel Muñoz abrió el fuego con un par de estudios de Rachmaninov y lo cerró regalándome la melodía de un estándar del jazz que pone música al final de mi novela, Que reste-t-il de nous amour, de Charles Trenet, y que Muñoz ejecutó con un swing molto allegro.

"Los presentes debieron pensar que se trataba de una pausa dramática, pero no. Me había quedado en blanco y apenas pude articular unas palabras para advertirlo al respetable."

Lucía hurgó en mi corazón hipotecado y me hizo varias preguntas a las que respondí obediente, hasta que llegó mi silencio. Ocurrió casi al final, cuando, tras hablar de la desgana y la impericia que habita nuestra mirada, iba a rematar con un par de poemas dichos de memoria, como suelo hacer cuando me siento a gusto. Los presentes debieron pensar que se trataba de una pausa dramática, pero no. Me había quedado en blanco y apenas pude articular unas palabras para advertirlo al respetable. Volví a mirarles, la inquietud en sus ojos. Por fortuna, esos días estaba leyendo algunos mitos y creo que comencé a sentir la presencia de Dioniso, el dios venidero, extranjero, que llega a la ciudad para romper la rutina dentro del orden. Me agarré a él y tras unos segundos interminables, rompí a hablar con la delicia de un mudo que recuperase el habla de improviso. Todo un alivio. A la noche llegó el vino y sus bacantes y brindamos por el encuentro. Pero si Dioniso se había presentado en Don Benito, a la mañana siguiente Ariadna despertó en Medellín, cuna de Hernán Cortés.

Un paseo de unos seis kilómetros por la campiña moteada de grullas, ovejas y palmeras, separan una población de la otra, ambas acunadas entre el Guadiana y su afluente, el Ortiga, con la sierra del mismo nombre admirándolas. Al igual que con Villanueva de la Serena, Medellín ensambla a la perfección con Don Benito, como si fuesen Bonny y Clyde o Don Quijote y Sancho Panza, aunque a veces puedan parecerse al Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Nadie es perfecto.

Casa de Cultura de Don Benito.

Desde su castillo, el horizonte es un regalo para los viajeros: merece la pena detenerse en el aljibe hispano-árabe, cruzar el cortinal y escuchar las leyendas de la apasionada guía. Al pie de la fortaleza, línea de frente durante la Guerra Civil, se encuentra el Teatro Romano, que habla de la importancia del enclave de Metellium —en honor de Quintus Caecilus Metello, magníficamente conservado (Premio Europa Nostra de la Unión Europea)—. Aquí se halló un kylix ático, expuesto en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid, y cuya copia se puede contemplar en el Centro de Interpretación. Muy cerca también hay importantes restos de la civilización tartésica y un paseo tranquilo por sus calles dispone a cualquiera para entregarse a los ritos dionisíacos: por ejemplo, un almuerzo en el restaurante Quinto Cecilio.

Después conviene siestear y soñar con que los dioses nos concedan otro periplo por esta constelación de las Vegas Altas y sus satélites, aunque uno se quede sin palabras. Ningún viajero pasa dos veces por el mismo viaje.

Extracto de La esperanza, de André Malraux, en donde se cita Don Benito

«Todos los pilotos revolucionarios que habían abandonado por pacifismo su entrenamiento militar debían volver a entrenarse o ser eliminados, pero no se trataba de parar a Franco el año próximo. Magnin sólo podía contar con los antiguos pilotos de línea y con aquellos que habían cumplido sus periodos.

Acababa de liquidar a algunos pilotos de la guerra de Marruecos, habituados a los viejos aviones y al enemigo sin defensa, a los que el regreso de los primeros heridos los impulsaba a una mayor dignidad espiritual: «Comprendéis, nosotros, meternos a pelear con estos tipos que después de todo no nos han hecho nada…». Sin renunciar del todo a sus contratos. ¡A Francia, todos estos!

Le llegó el turno a Dugay, el primero de los voluntarios que había pedido hablarle en particular. Tenía cincuenta años, el bigote más blanco que la cara.

—No me haga volver a Francia, camarada Magnin. Créame, no debo volver. He sido instructor durante la guerra. Soy demasiado viejo para piloto, bueno, eso es justo. Sin embargo, consérveme usted como ayudante de mecánico. Pero con un avión. Con un avión.

Sembrano llegaba a toda prisa, agitando el brazo derecho.

—Oye, Magnin, se necesita un aparato enseguida para Don Benito… Avanzan sobre Badajoz.

—Hum, entonces… ¿Sabes que el caza ha partido? ¿Sin caza?

—Ha recibido la orden. Tres aparatos, y no tengo más que dos Douglas…

—Bueno, bueno. ¿Es una columna motorizada?

—Sí.

—Bueno.

Telefoneó. Se fue Sembrano, frunciendo la boca.

—Entonces, camarada Magnin —dijo Dugay—, entonces, ¿qué hace usted conmigo?

—Eh…, bueno, usted se quedará. Veamos, ¿de qué me olvidaba?

No olvidaba nada, ese aire agobiado era en él una especie de tic, como esa misma frase; pero su manera de obrar era precisa.

Dugay salió, reemplazado por «algunos con licencia para conducir aviones de turismo, dispuestos a entrenarse». Después de los cuales vinieron muchos pequeñoburgueses avaros, que habían venido para ganar un sueldo de mercenario y estaban resueltos a esquivar el bulto. Después de todo esto cogió su pasaporte y volvió a cruzar los Pirineos.»

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