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Forjar una leyenda

Con Lorca en una esquina

Hay una familiaridad recuperada en el paseo que me lleva hasta los aledaños del WiZink Center para ir al concierto de Sabina. Camino por calles por las que hace mucho tiempo que no pasaba, pero que recorrí a menudo durante el breve tiempo en que fui vecino del barrio y cuya disposición llegué a saberme de memoria en aquellos tiempos en los que los teléfonos móviles aún no llevaban incorporados los servicios de geolocalización y yo era un joven de poco más de veinte años que se desenvolvía con más dudas que certezas por los entresijos de la gran ciudad. El tiempo ha hecho su trabajo y la memoria ha ido borrando detalles que una vez retuve y que ahora me sorprenden como si nunca los hubiera descubierto, igual que si se apareciesen ante mis ojos por primera vez. Uno de ellos sale al paso en un cruce y tiene forma de placa: es la que luce en la fachada del edificio que conforma la manzana triangular enclavada entre Alcalá, Narváez y Felipe II y que recuerda que en ese inmueble residió Federico García Lorca entre 1933 y 1936. La colocó el Teatro Español en la década de los ochenta y, aunque no lo explicite, al precisar esas fechas indica que se trató del último domicilio que el poeta tuvo en Madrid; o, lo que es lo mismo, de la casa de la que salió un día de verano y a la que ya no regresaría nunca. Era el 14 de julio y abandonó este portal con destino a la estación de Atocha, dramáticamente convencido de que en su tierra natal permanecería a salvo del ruido de sables que comenzaba a escucharse en el norte de África, seguramente sin sospechar que cinco días más tarde estallaría una guerra y que al cabo de poco más de un mes él ya no formaría parte de este mundo. La entrada del inmueble da a la calle de Alcalá y trato de imaginar lo que pudieron ver sus ojos entonces, qué paisaje cotidiano lo recibía cada vez que se echaba a la calle, qué impresión fugaz pudo atesorar antes de emprender rumbo a lo que pretendía salvación y finalmente fue calvario. No es fácil: no estaría el asfalto tan expuesto al tráfico voraz ni existía entonces el gran centro comercial que se erige como un paquidermo al otro lado, en la calle de Goya, pero sí la casa que se yergue justo enfrente y cuya esquina se adorna con un gracioso torreón decorado con motivos de reminiscencias orientales. Hay otras construcciones que quizá estaban ya o empezaban a levantarse por aquellos años y asistieron a su paso apresurado en busca de un taxi o de un tranvía, a cuyas ventanas se asomaron personas que fueron testigos de su huida y ni siquiera repararon en ella porque pensaron que se trataba de un simple transeúnte, de alguien que seguramente se dirigía con retraso a algún asunto de trabajo. Trato de recordar el momento en que vi esta placa por vez primera, pero no soy capaz de localizarlo. También ha quedado sepultado en mi memoria, pese a que estoy seguro de que me detuve a leerla y puede que dedicara un rato a merodear en torno a ese portal, hasta cabe la posibilidad de que alguien lo abriera y me asomara a echar un vistazo; o quizá no ocurriera nada de eso y no le dedicara una atención excesiva porque pensé que volvería por aquí y habría más ocasiones que finalmente no se dieron, en realidad no era ésta una zona por la que pasase con frecuencia, vivía en una calle próxima, pero unas cuantas manzanas más arriba. Seguramente fui yo también aquí una sombra en fuga, igual que lo vuelvo a ser esta noche en la que, contra todo pronóstico, me tropiezo con la evocación de Federico García Lorca en una esquina.

El Onetti que fue

"El Onetti alejado o taciturno no fue el Onetti que atravesó la juventud y la edad madura con una actitud muy alejada de la que exhibió en sus últimos tiempos"

Me habla Hortensia Campanella de las cartas que Dorothy Mur estuvo enviando a sus progenitores entre 1963 y 1981 y en las que, entre otras cosas, daba cuenta de su vida junto a Juan Carlos Onetti. Ella misma publicó hace poco más de un mes, en El Periódico, un artículo sobre ese material al que ha tenido acceso y que desmiente o relativiza el mito del escritor enclaustrado en su burbuja que tanto se ha ido consolidando con el paso de los años. Eran misivas semanales en las que se habla de un Onetti que se muestra juguetón y cariñoso con los niños, que expresaba sus opiniones políticas, que tenía un sentido del humor tan peculiar como reconocible y que no era, en fin, el misántropo que ha querido pintar la posteridad. Tampoco el autor situado en los márgenes o ignorado por parte de la crítica, como demuestran los ofrecimientos que le llegaban para participar en congresos o adaptar algunas de sus obras al lenguaje audiovisual. Como señala Hortensia, la fase oscura y depresiva abarcó tan sólo sus últimos años, ésos en los que tuvo que exiliarse de Uruguay y se resignó a pasar el resto de sus días como un desterrado. También los que forjaron las imágenes icónicas que lo muestran tendido en su cama de la avenida de América, ajeno a todo cuanto no fueran sus lecturas, los proyectos que pudiera tener entre manos y las esporádicas visitas de amigos que acudían a darle conversación. Es curioso el modo en que esos pocos años en el conjunto de su biografía hayan terminado por emplearse como epítome de su carácter, de qué manera al condensar en ellos todos los significados de una vida se hurte la comprensión completa de ésta, de la misma forma que tendemos a olvidar que aquéllos que ya estaban en este mundo antes de que nosotros llegásemos —nuestros padres o nuestros abuelos, por poner los ejemplos más sencillos— tuvieron una existencia anterior a la nuestra que discurrió sin que sospechasen que algún día tendrían que contar con nosotros ni se intuyese siquiera nuestra posibilidad. El Onetti alejado o taciturno, aquél que se refugiaba en la intimidad del hogar para evitar la rendición de cuentas ante un presente incómodo, no fue el Onetti que atravesó la juventud y la edad madura con una actitud muy alejada de la que exhibió en sus últimos tiempos, y seguramente el modo en que nosotros, desde este tiempo actual que es el futuro que él no llegó a vivir, resulte injusto para con su memoria verdadera, ésa que Hortensia ha recuperado al tener ante sus ojos un legado hasta ahora desconocido por el que estaría bien que se interesase alguna editorial, a fin de dibujar el perfil de un Onetti más exacto o más veraz del que hemos querido forjar con su leyenda.

Lo que no fue un sueño

"Quizá la razón de que nos guste tanto reunirnos de vez en cuando se base precisamente en eso: en asegurarnos de que ocurrió lo que parece cada vez más lejano"

Vienen Emilio y Jesús a buscarme tras la presentación del libro de Jeosm en el Varela y terminamos encontrando refugio en una taberna gallega que se abre en los aledaños de Santo Domingo. Me pasa con ellos algo que tal vez se dé con los amigos que verdaderamente merecen ser considerados de ese modo: por mucho tiempo que pasemos sin vernos —y pueden ser meses o años, pero casi siempre más lo segundo—, cada vez que nos encontramos parece que no nos han desgastado los calendarios y volvemos a ser los mismos que éramos cuando nos conocimos, hace ya un cuarto de siglo. Regresan el desenfado y la jovialidad de entonces, ese reírse de la vida como si ésta en ningún caso fuese en serio, y el repaso de altas y bajas que se van dando en el mapa intrincado de los afectos que son particulares de cada cual y también de los que una vez fueron compartidos. Igual que si entre el ayer que compartimos y el hoy en el que nos cruzamos de nuevo se abriese un paréntesis de silencio que no hace falta llenar porque no parece que exista, por más que el trecho se vaya haciendo tan largo que a veces nos vemos en el trance de cotejar cómo ocurrió de verdad lo que han terminado por fabular nuestras memorias. Emilio nos pregunta si fue real un episodio tan inverosímil que, en efecto, cuesta creer que sucediera, y sin embargo también yo lo recuerdo y lo he contado muchas veces —un piso de estudiantes perdido en algún rincón del barrio del Oeste, en Salamanca; una pared en el salón que estaba llena de agujeros porque uno de los inquilinos tiraba con ballesta y se dedicaba a practicar dentro de su domicilio; un compañero de éste que dormía en la habitación contigua y llegaba a temer por su vida— y al escucharlo relleno lagunas que no acertaba a completar por mí mismo —qué era lo que hacíamos allí, cómo nos dio por acudir a esa fiesta en la que desconocíamos a todo el mundo, quién recibió una invitación o se enteró de que se celebraba allí un aquelarre al que era recomendable acudir— y entre los dos vamos hilvanando el relato de un episodio que ambos reteníamos de manera fragmentaria. «Menos mal que tú te acuerdas, porque yo algunas veces, al pensar en ello, me preguntaba si no lo habría soñado», me dice, y pienso que quizá la razón de que nos guste tanto reunirnos de vez en cuando se base precisamente en eso: en asegurarnos de que ocurrió lo que parece cada vez más lejano, de que fue pura vida y no una simple ensoñación aquello que nos unió durante cuatro largos años hace ya más de veinte, de que algo sigue quedando en nosotros de aquellos otros que fuimos o, si no tanto, al menos aún somos capaces de dar con el sortilegio capaz de revivirlos.

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