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Gracias, Madrid

El pasado 1 de julio apareció en El País un relato apasionante que tenía forma de artículo y que firmaba el periodista Alex Grijelmo. Trataba sobre las consideraciones que intercambiaron hace veintisiete años Joaquín Leguina, Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo a propósito de la creación de un Himno para la recién nacida Comunidad de Madrid, que presidía Leguina. Tierno era entonces el alcalde de la capital y García Calvo, un prestigioso —y heterodoxo— lingüista y poeta, titular de una cátedra de latín en la Universidad Complutense, que había recibido de Leguina el encargo de escribir el tal himno.

“En mala hora”, recuerda con humor el antiguo presidente madrileño refiriéndose al encargo. “Se lo tomó a cachondeo. Y no se dejaba cristianizar…” Una afirmación chocante porque don Agustín García Calvo fue persona seria y rigurosa que nunca se “tomó a cachondeo” absolutamente nada: don Joaquín, hombre ilustrado, debiera saberlo. Grijelmo menciona en su artículo la “humorística seriedad de las ideas ácratas de García Calvo” e introduce, tal vez sin pretenderlo, el concepto que mejor define la actitud del antiacadémico catedrático en éste y en todos los aspectos de la vida: “humorística seriedad”.

El profesor García Calvo en una imagen de la época.

Así pues, sorprende que Leguina ignorara lo que cabía esperar del encargo. Para mí que tira de ironía y que en realidad lo sabía muy bien. Solo siete años antes, en 1976, la editorial La Banda de Moebius había publicado el Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana, un texto de García Calvo que había visto la luz primera en 1970 en París, como tantas cosas, y que fallecido el Caudillo, que en Santa Gloria esté, venía conociendo sucesivas reediciones en España. El Manifiesto de la CAZ, como también se conoce el contundente opúsculo, deja en evidencia la veleidad nacionalista y constituye un jarro de agua fría para ciertos entusiasmos autonomistas. No es descabellado pensar que Leguina nunca fue propenso a esa clase de entusiasmos, a los que entonces era imposible oponerse políticamente, del mismo modo que hoy sería impensable plantearse con humor la creación de nada mínimamente político. Ardería Troya y, más que estatuas, los ofendiditos harían rodar cabezas.

"Tan audaz muestra de confianza en sí mismo le valió la mayoría absoluta, pese a tener para el arrastre la sanidad, las residencias de ancianos y la ecología"

Bien está lo que bien acaba, en todo caso, y el resultado del encargo de Joaquín Leguina fue un hermoso no-himno, el único no-nacional del mundo, lírico y no épico, una reflexión, que no soflama, dicha y no gritada, una oración laica que casi cuarenta años después sigue siendo Himno Oficial de la Comunidad de Madrid. Un pequeño consuelo en estos tiempos en los que la afirmación nacionalista gana terreno en todo el mundo: el Brexit británico, el America First, el fundamentalismo religioso turco, el puritano putinismo, el delirio catalán, el euskérico, la españolez y las reivindicaciones identitarias a cuento del viejo reino de León —y de una fabulosa “lengua nacional” llamada llionés, creada hace bien poco a partir de una de las fablas del viejo astur-leonés de toda la vida—. Y, bueno, cómo no, el reciente subidón experimentado por el independentismo gallego —no se rían: existe— en las elecciones autonómicas del pasado 12 de julio, triplicando sus mejores resultados. Núñez Feijóo, presidente de esa comunidad autónoma, gallego, como no, y más listo que un ajo por tanto, que vio lo que venía, hizo campaña a base de poner en los carteles su cara de grelo con gafas al lado de la palabra “Galicia” repetida tres veces en letras de molde y en cuerpo trescientos mil, tonterías las justas, para que no cupiera duda —ni ninguna otra cosa en el cartel, no sabe nada Núñez Feijoó— y nadie pudiera así llamarse a engaño. Tan audaz muestra de confianza en sí mismo le valió la mayoría absoluta, pese a tener para el arrastre la sanidad, las residencias de ancianos y la ecología. En fin, que ya pueden imaginar cual podría ser su campaña, caso de ser aupado a líder de la oposición al gobierno español: su cara de grelo al lado de la propuesta “España, España, España”.

En resumen, que un viento de exaltado pueblerinismo recorre el planeta y, siempre atento a las necesidades del pueblo, me permito sugerir un par de escogidos remedios contra el previsible empacho.

Primero, memorizar y repetir de pie, en posición de firmes y con la mano en el corazón —y sin reírse, por favor— las monocordes estrofas del himno madrileño. “Ya se hacen Estado los pueblos / y aquí de vacío girando / sola me quedo”. Todo él es una sucesión de mantras que sosiega el espíritu. “Cada cual quiere ser cada uno; no voy a ser menos (…) Mire el sujeto / las vueltas que da el mundo / para estarse quieto”. Le puso música el maestro Pablo Sorozábal Serrano, hijo del autor de tres populares zarzuelas: Katiuska, La del manojo de rosas y La tabernera del puerto. El himno, que carece prácticamente de melodía, se canta a ritmo de bombo, igual que un lamento tribal, una salmodia de kiowas de película o un canto de paso de Semana Santa.

"Pero, tranquilos, eso era en 1983, aún reciente el golpe de estado de Tejero, y desde entonces hemos adelantado una barbaridad. Ahora somos guapos, modernos, leídos, juiciosos, solidarios, europeos, republicanos, ecológicos, demócratas, responsables y, sobre todo, valientes"

Otro remedio es la lectura de dos libros inteligentes, racionales hasta el delirio y a la vez mágicos por su infrecuente contenido. Uno, el ya mencionado Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana, hoy presente con el ISBN 84-85708-30-X en el catálogo de la editorial Lucina, que en su día fundara el propio profesor García Calvo. Otro, la recopilación de textos dispersos de Rafael Sánchez Ferlosio —sí, el de El Jarama— en torno a las patrias y las identidades nacionalesLa verdad de la patria. Escritos contra la patria y el patriotismo— que acaba de sacar la editorial Debate (ISBN 978-8418006-57-9). Aprenderemos que si “Zamora sigue sin liberar”, al menos “la Comuna, gracias a no saberse qué es ni cuántos son, sigue viva”. Y también que “con esta peste catastrófica de las autonomías, las identidades, las peculiaridades distintivas, las conciencias históricas y los patrimonios culturales, la inteligencia de los españoles va degradándose a ojos vista y se le ve acercarse peligrosamente a los límites de la oligofrenia”.

Pero, tranquilos, eso era en 1983, aún reciente el golpe de estado de Tejero, y desde entonces hemos adelantado una barbaridad. Ahora somos guapos, modernos, leídos, juiciosos, solidarios, europeos, republicanos, ecológicos, demócratas, responsables y, sobre todo, valientes.

Como dicen los toreros, “que Dios reparta suerte”.

Nos va a hacer falta.

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