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Hay bellos otoños: notas sobre el futuro de Europa, por Juan Claudio de Ramón

Hay bellos otoños: notas sobre el futuro de Europa, por Juan Claudio de Ramón

Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa. 

A continuación reproducimos «Hay bellos otoños: notas sobre el futuro de Europa», el texto escrito por Juan Claudio de Román para esta obra.

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PEQUEÑO EXORDIO METEOROLÓGICO

El título bajo el cual se nos ofrece cavilar sobre el futuro de Europa opone el otoño a la primavera. Una dicotomía interesante que brinda a la imaginación más juego del que cabría suponer. A primera vista, la diferencia es neta. Se toma la primavera en su acepción figurada («tiempo en que algo está en su mayor vigor y hermosura») y el otoño en el sentido que le sirve de contraste («período de la vida humana en que esta declina de la plenitud hacia la vejez»). Así las cosas, una Europa primaveral, alegre y atlética, habría de ser algo muy distinto a una Europa otoñal, declinante y en rumbo cierto hacia la extinción. Pero hay motivos para cuestionar una oposición tan tajante. De entrada, lo mismo la primavera que el otoño son estaciones templadas y hospitalarias. Mucho peor sería la disyuntiva entre invierno y verano, estaciones de contornos más afilados, y unidas —el hábito vacacional lo encubre— por su antipatía hacia la vida, que se retrae cuando hace demasiado calor o demasiado frío. Primavera y otoño como términos de la comparación presupone, por tanto, un sutil optimismo, legitimado también por el carácter circular de las estaciones: incluso si creyéramos que Europa experimenta un declive fronterizo con la senilidad, nuestro corazón tendría motivos para esperar el recurrente milagro de la primavera, esto es, una nueva fase de juvenilismo insolente y atrevido. Vivir es recomenzar, e infaliblemente habría de llegar el momento en que, con el poeta, cabría decir que al tronco seco, carcomido y polvoriento de Europa «algunas hojas verdes le han salido».

Pero hay más tela que cortar en la pareja primavera / otoño. Y es que damos por sentado muy deprisa que sean términos opuestos. La etimología sugiere justo lo contrario. En latín, autumnus toma raíz de auctus, participio pasado de augeo; esto es: crecer, aumentar, expandirse. Sumado a annus, el significado se acerca sin obstáculos a «momento de plenitud del año». El otoño se convierte así en una segunda primavera, con otros frutos y vestida de otros colores. No es solo una curiosidad filológica. Antes de que el Romanticismo lo convirtiera en el hogar de los sentimientos moribundos, el otoño era, en la Europa preindustrial, una estación fecunda y alegre, propicia a la amistad y al festejo. Tomemos Las cuatro estaciones de Vivaldi. ¿Alguien puede creer, escuchando los primeros compases del concierto consagrado al otoño, que se trata de una estación triste? El compositor veneciano lo aclara en el soneto que acompaña la partitura: «al aire que templado da placer, la estación que invita a tantos a un dulce sueño, al bello gozo». Los invitados a gozar son los campesinos, que al fin pueden recoger la cosecha y chocar copas con el vino recién vendimiado. El otoño es, pues, estación rica en frutas y fiestas, como enseña Arcimboldo, que pinta la otoñada como un rostro gordo de legumbres y vides saliendo de una tinaja. ¿Y no significa acaso, en español, retoñar, florecer de nuevo?

El lector avispado intuye a dónde quiero ir con este exordio meteorológico. Si Europa viviera el otoño de su peripecia colectiva, no por ello debemos arrojarnos a la desesperanza. Hay otoños espléndidos. Cierto: la caída de la hoja, la evasión de los pájaros, el acortamiento del día: todo eso induce a la tristeza. Sí, hay razones para pensar melancólicamente en Europa. Pero me conformaría con instalar en el lector la idea de que el otoño de Europa será, como la estación, ambivalente: a la vez victoria y fracaso, afirmación de una dignidad visitada de vez en cuando por la impotencia. Resulta sencillo tomar la luz del alba por la del ocaso y un edificio en construcción puede confundirse con una ruina. Así también las señales que Europa emite en el primer tercio del siglo XXI conforman un evasivo augurio. Progresos integradores tan notables como la mutualización de la deuda pública —el famoso momento hamiltoniano previo a la creación de un tesoro común— conviven con la mineralización en los electorados nacionales de corrientes euroescépticas aversas a una mayor cesión de soberanía. De modo que no es fácil interpretar la dirección de los vientos que se perciben al examinar con un poco de cuidado la atmósfera social europea en el año 2023. ¿Envejece Europa? ¡Qué menos! Este anfractuoso apéndice continental ya se quiso «Viejo Mundo» hace cinco siglos, con ocasión del viaje de Colón. El Tratado de Tordesillas en 1494 y el remate dramático del ciclo bélico en 1945 marcan el inicio y el final del largo periodo en que Europa fue el verdadero «Imperio del Centro», la civilización que daba nombre a las cosas, obsesionada por borrar los espacios en blanco de sus mapas. No, Europa ya no es la juventud del mundo. Tampoco lo es ya América, por cierto, ese colosal ensanche europeo de ultramar. Joven es Asia y joven es África. Pero envejecer no es necesariamente malo. Como diría Sainte-Beuve, sigue siendo la única manera de vivir una larga vida.

LA SABIDURÍA DE LOS PADRES FUNDADORES

De hecho, desde su alumbramiento como Comunidad Económica Europea en el Tratado de Roma en 1957, podemos ver la Unión Europea como un mecanismo de gestión del otoño: una ingeniería médica que hizo levantarse de una tierra que era carroña y vísceras a un elegante caballero con bastón cuyos bríos vernales yacían enterrados tras el apocalipsis bélico. La Unión Europea nació otoñal y ha sido desde entonces una plácida paz de hojas caídas (la mitad oriental del subcontinente hubo de esperar a 1989 para disfrutarla). Los europeos deben admirarse de ese imprevisto retoñar (¡no es poca cosa sobrevivir a un suicido!) y sentir orgullo de la sabiduría política que lo propició. Una sabiduría que se encuentra contenida en el discurso de Robert Schuman del 9 de mayo de 1947.

Los europeístas no releen lo suficiente este discurso. Si lo hicieran, hallarían en él las claves para salir de las tribulaciones existenciales a las que periódicamente se entregan. Recordemos su paso más comentado: «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho». Me asombra que se pase por alto, al glosar el pasaje, el exquisito maquiavelismo al servicio de ese ideal que pocos años más tarde se condensaría en la fórmula de una «unión cada vez más estrecha». Lo que Schuman y su sagaz escriba Jean Monnet nos dicen es que la unidad de Europa debe presentarse como fait accompli, un hecho consumado, y que esta es una obra que acometer sin dilación, aprovechando la guardia baja de los instintos nacionales, cabizbajos tras la masacre. Schuman y Monnet saben lo que hay que hacer y saben que ha de hacerse rápido, porque también saben que llegará el día en que los nacionalismos vuelvan a salir, altaneros, del rincón donde purgan avergonzados su pecado. «Realizaciones concretas», y no idealistas proclamas à la Coudenhove-Kalergi. «Solidaridades de hecho», sin vuelta de hoja, que hagan la marcha atrás imposible. Poner en común la producción del carbón y del acero de Francia y Alemania: he ahí «un punto limitado pero decisivo», donde la palabra cargada es «decisivo». Un programa que hacía confluir, de un lado, la idea ilustrada de Europa como instancia emancipadora de la férula de los Estado-nación (y su caprichosa costumbre de ir a la guerra por deporte) y de otro, una tradición tecnocrática que ponía el énfasis en el andamiaje institucional necesario para construir la Europa supranacional.

LA UNIÓN EUROPEA REPOSA SOBRE UN EQUILIBRIO

El cimiento estaba echado, pero nada hacía prever el velocísimo ritmo con que se acometió la obra. Si queremos atisbar el futuro, debemos entender cómo hemos llegado al momento presente. A mi entender, el mejor análisis de la historia de la integración europea sigue siendo el del profesor Joseph H. H. Weiler. En su clásico texto La transformación de Europa, Weiler —hoy gozoso nacional español en virtud de su condición de judío sefardita— describe un proceso de transformación no declarado de naturaleza dialéctica. La primera fase se da en los años sesenta. En una rápida y audaz sucesión de decisiones maestras y trascendentales, el Tribunal de Justicia de Luxemburgo sentó los principios legales de primacía, efecto directo y competencia implícita. Como resultado, casi de la noche a la mañana, Europa se convirtió en algo parecido a una federación de fines generales. Importa entender que este resultado no era un producto necesario de los Tratados: fue el trabajo jurisprudencial de los magistrados en Luxemburgo lo que hizo de Europa una especie de comunidad federal. Tan decisivo como la voluntad de los jueces fue que los gobiernos nacionales aceptaran este desenlace federalizante, no sin antes exigir una contrapartida esencial: el control legislativo. Este fue el segundo momento dialéctico –la antítesis– que llega tras el Compromiso de Luxemburgo de 1966: si el derecho europeo iba a primar sobre el nacional, parecía justo que los Estados asumieran el papel de legisladores principales de la Unión, rol que retienen hasta la fecha, reunidos en el Consejo, a pesar de las crecientes prerrogativas del Parlamento Europeo.

De modo que en el proceso de integración de la Unión Europea hallamos estos dos vectores fructíferamente contradictorios, entrelazados como la doble hélice del ADN: de un lado, el supranacionalismo, generador de un acervo comunitario cada vez más rico y complejo; de otro, el intergubernamentalismo, garantía de que los intereses de los Estados se tienen en cuenta en la producción del ordenamiento jurídico. Subyace aquí una teoría del equilibrio: el derecho europeo tendrá primacía, pero no sin antes pasar, en asuntos de calado, por la aduana de los gobiernos nacionales, fijada en la regla de la unanimidad (que otorga poder de veto al más pequeño de los miembros). De manera perspicaz y original, Weiler aplicó a este proceso la tríada de Albert Hirchsmann: voz, lealtad y salida. Cada decisión jurisprudencial hizo que los Estados miembros tuvieran menos posibilidades de salida; a cambio, conseguían más voz: poder de veto sobre los nuevos desarrollos legales. Y todo ello con vistas a generar una lealtad de nuevo cuño hacia la federación de facto. Dotado de esta teoría del equilibrio, Weiler predijo el fracaso del proyecto constitucional. La generalización de la regla de la mayoría lesionaba el pacto entre el polo intergubernamental y el comunitario, creando problemas para la legitimación del proyecto. No se equivocó.

EL ENJAMBRE Y LAS ABEJAS

Weiler no había sido el primero en hablar de Europa como un fecundo equilibrio entre dos polos. En 1953 un anciano filósofo español tuvo el desparpajo de acudir a Múnich a dar una conferencia bajo este título: «¿Hay una conciencia cultural europea?». Tras presentarse como «el decano de la idea de Europa», José Ortega y Gasset explicó a su auditorio alemán que el conjunto de los pueblos europeos siempre se ha caracterizado por «una forma dual de vida». Esto quiere decir que, al menos desde la primitiva unidad imperial forjada en época de los césares, el espacio o ámbito común siempre ha estado presente. Los pueblos europeos viven en sociedad desde que Roma los agavilló, y Europa como sociedad existe con anterioridad a las naciones europeas, que se fueron «formando poco a poco, como núcleos más densos de socialización dentro de la más amplia sociedad europea». Conmina Ortega a entender este hecho capital:

«El hombre europeo ha vivido siempre, a la vez, en dos espacios históricos, en dos sociedades, una menos densa, pero más amplia, Europa; otra más densa, pero territorialmente más reducida, el área de cada nación o de las angostas comarcas y regiones que precedieron, como formas peculiares de sociedad, a las actuales grandes naciones»

Si todo esto tiene importancia para el tema que nos traemos, que es el porvenir de Europa, es porque no hay motivos para pensar que esta dualidad vaya a cesar de existir en las décadas venideras. En el federalismo europeísta a veces se adivina un deseo de cancelar el polo nacional de la vida europea. El soberanismo euroescéptico quiere lo contrario: una rarefacción de la atmósfera supranacional y común. Como en los movimientos de sístole y diástole, la historia registra épocas de mayor identificación con la comunidad, así los siglos de Carlomagno y de Voltaire, y épocas de mayor rivalidad y afirmación individual, así los siglos de Westfalia y del Congreso de Berlín. Lo que no se pierde nunca, lo que en puridad no puede perderse, es la perfecta conciencia de un perímetro cultural compartido y de la necesidad de contar los unos con los otros. Los pueblos europeos, incluso en sus momento de mayor autoconsciencia, se saben precisamente eso: pueblos europeos, afluentes de un mismo río que acarrea los metales de Roma, Atenas y Jerusalén. Antes de viajar a Alemania en su vejez para recordarlo, Ortega y Gasset lo había anticipado en el “Prólogo para franceses” de La rebelión de las masas. «Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo».

La Unión Europea es por tanto un feraz y complejo equilibrio entre una comunidad jurídica de nuevo cuño y las tradiciones de los Estados que la fundaron. Tras más de setenta años de convivencia formalizada, la mayoría de europeos vive a gusto en esos dos niveles de copertenencia. Poco importa que, según el país o la sensibilidad política, el binomio muestre proporciones distintas. Lo que importa es que de ningún corazón europeo está ausente la mezcla y que no hay nacionalismo capaz de anestesiar durante mucho tiempo la conciencia de un modus vivendi en común. No han tenido que pasar, además, demasiados años para que el Brexit se revele como un cuento con moraleja a favor de las pertenencias múltiples. Una mayoría de británicos abomina del momento en que se les obligó a escoger y quizá no ande muy lejos una rectificación completa.

¿Qué hacer con equilibrios políticos basados en la pertenencia múltiple? Primero, entenderlos. Segundo, no forzarlos sin necesidad. Los Estados que sientan la necesidad de gravitar hacia el polo comunitario tienen derecho a agruparse en torno a cooperaciones reforzadas; los Estados refractarios a cesiones ulteriores de soberanía (Grupo de Visegrado) tienen derecho a expresar sus reservas y abroquelar su sentimiento nacional, respetando en todo caso el acervo comunitario ya consolidado.

De un tiempo a esta parte defiendo un europeísmo sin prisas, que haga hincapié en poner a cubierto el tesoro de «realizaciones concretas» acumulado. Un europeísmo capaz de sobrellevar con estoicismo ciertas disfunciones institucionales, rechazando la tentación de creer que los problemas se resuelven siempre acometiendo obras de ingeniería constitucional. Un europeísmo fiado más al buen hacer de carpinteros creativos que a los designios de arquitectos visionarios. Es dudoso que Europa necesite, para poner a cubierto su futuro, proceder a reformas de calado en los Tratados que, por otro lado, pocos reclaman (así lo sugiere la impactante falta de interés que ha suscitado en la opinión pública europea la Conferencia para el Futuro de Europa). Las herramientas para avanzar existen y décadas de integración acelerada imprimen una poderosa inercia difícil de detener. La libre circulación de personas, servicios, capitales y mercancías; la moneda única; los fondos de cohesión y los nuevos mecanismos de estabilización; la posibilidad de casar ante instancias europeas las decisiones judiciales nacionales. Todo eso forma un capital previo que devengará intereses durante mucho tiempo. Conforman un fecundo europeísmo de mínimos que poner a recaudo. Lo demás se irá haciendo a su debida sazón. Por lo pronto, el mazazo de la pandemia ha dejado una nueva y valiosa solidaridad de hecho: la mutualización de la deuda pública. Se confirma la vieja sabiduría de Monnet: Europa se construye en las crisis y encuentra la solución cuando el problema es acuciante, no antes. Dicho de otro modo: el ideal solo fructifica bajo el disfraz de solución técnica.

EUROPA YA NO ESTÁ EN EUROPA

Antes de terminar, me gustaría decir algo sobre la voz de Europa en el mundo, toda vez que la debilidad de la Unión Europea para proyectarse como un actor unitario en el mundo es algo que exaspera a los europeístas convencidos. La paradoja se presenta así: Europa tiene 450 millones de habitantes y un producto agregado parecido al de Estados Unidos. Es similar en superficie a India o China y no mucho más pequeña que Rusia. Cuando se agrega el gasto militar de los Estados miembros y se suma al de Reino Unido, este resulta no ser muy disímil al gasto militar chino. Es el primer socio comercial para más de ochenta países (Estados Unidos lo es solo de veinte). Europa tiene, sobre el papel, por tanto, las trazas de una superpotencia. ¿Por qué, entonces, no actúa como tal, se hace oír como tal, influye como tal? La respuesta es que todas estas cifras son, por el momento y como diría Emilio Lamo de Espinosa, realidades más aritméticas que políticas. La política exterior unitaria es el rasgo más visible de la soberanía: Europa no es un Estado soberano. Tampoco puede extrañar que países que hasta hace poco se enseñoreaban por separado de diversas porciones del globo se resistan a fusionar sus voces, por más que esto les haga ganar volumen.

Personalmente —y como diplomático de un alcurnioso Estado miembro habrá quien sospeche que hablo desde el corporativismo— nunca me ha mortificado que Europa no hable, como se suele decir, con una única voz. Una polifonía bien ejecutada puede dar mucho juego. A la vista de la unidad cultural del continente, y dada la creciente comunidad de intereses, no ha de costar que los mensajes en política internacional confluyan, como sucede en una fuga barroca, en la que el mismo tema se hace pasar, de manera persuasiva y penetrante, de una voz a otra. (La unidad mostrada ante Rusia tras la invasión de Ucrania avala este optimismo). Por otro lado, la pujanza política de Europa en el exterior será siempre una función de su dinamismo social en el interior: el declive demográfico, el anquilosamiento económico, o que solo una de las grandes empresas tecnológicas del mundo sea europea [1] son cuestiones más preocupantes en punto a nuestra proyección mundial que las ocasionales desavenencias entre Estados miembros en materia de política exterior, incluso cuando no son de mero matiz.

Europa cuenta además con una ventaja que es fácil pasar por alto: el mundo que conocemos, para bien y para mal, es hechura suya. «Rome n’est plus dans Rome, elle est toute où je suis». Los versos de Sertorio en la tragedia de Corneille sugieren que Roma no dejó de existir con la caída de su imperio, porque para entonces todo el orbe había sido irradiado con su cultura. También hoy un europeo puede decirse: Europa ya no está en Europa, la encuentro allá donde voy. Son muchas las acotaciones que habría que hacer a esta frase para hacerse disculpar su jactancia. Baste decir que si esto no es necesariamente cierto de usos y valores, sí lo es respecto de las aspiraciones. Europa es el lugar del mundo que más energía ha invertido en intentar dar respuesta a la pregunta por la vida digna de ser vivida. El bienestar alcanzado por sus países sigue siendo el patrón oro que mide el desarrollo de las sociedades humanas. Al decir de Gilles Lipovetsky: «Miremos donde miremos, modernizarse es, en cierto sentido, occidentalizarse, es decir, transformarse y reestructurarse de acuerdo con núcleos fundamentales de la cultura-mundo que proceden de Europa ». Prerrequisito para seguir siendo ese ejemplo digno de emulación es no apartarse nunca de lo mejor de la herencia europea: gobierno de las leyes y no de los hombres, fortaleza de las instituciones comunes frente a la llamada de la tribu y el espíritu de facción, preservación del pluralismo ideológico y social, y antidogmatismo para emprender las reformas que relancen la economía. Si Europa se mantiene obstinadamente fiel a su legado –que es la democracia liberal– su otoño será bello y perpetuo.

¡BIEN EXCAVADO, VIEJO TOPO!

Termino. Con las líneas que preceden he querido trasladar esta sencilla convicción: la unión política de Europa llegará sin ser proclamada. Será el subproducto inevitable de la comunidad solidaria, hecha de realizaciones concretas, pensada por los fundadores. Los pueblos europeos caminan, nolens volens, por una senda llena de esos corsi e recorsi de los que habló el filósofo Giambattista Vico, en la dirección que señala el Tratado: hacia una unión cada vez más estrecha. Los primeros setenta años de integración europea se hicieron en volandas de un impulso mesiánico que hoy parece agotado. Los segundos setenta se apoyarán en una inercia ya invencible, aderezada por sanas dosis de Realpolitik ante los desafíos económicos que conlleva la competencia de potencias globales ya emergidas. Las culturas particulares serán cada vez más porosas a las influencias recíprocas, cada vez más habitantes del continente dominarán dos, tres y hasta cuatro lenguas europeas. La libre circulación de las personas será el excipiente de un mestizaje que desdibujará las lealtades meramente nacionales. Las amenazas existenciales de la Unión Europea contribuyen a reforzar, como en los siglos de mayor unidad, esa conciencia común europea, paso previo y necesario para la creación de un verdadero demos paneuropeo aún en la fragua. No hay que apresurar los plazos. Algunos Estados podrán avanzar más rápido. Otros se inhibirán durante un tiempo. Pero tengamos por cierto que para ningún europeo la palabra Europa designa hoy, como creía o fingía creer Bismarck, una mera realidad geográfica. Nótese el detalle no menor de cómo los procesos electorales nacionales en un Estado son seguidos con creciente interés en el resto de países, casi como si fueran de comicios regionales de un país mental mayor al que se tuviera la sensación de pertenecer. Una señal que apunta al cumplimiento de la profecía que Benedetto Croce consignó en su Historia de Europa en el siglo XIX:

«Mientras tanto, ya en cada rincón de Europa se asiste al germinar de una nueva conciencia, de una nueva nacionalidad (porque, como ya fue dicho, las naciones no son datos naturales, sino estados de la conciencia y formaciones históricas); y del mismo modo que hace setenta años un napolitano del Antiguo Reino, o un piamontés del reino subalpino, se hicieron italianos no renegando de su ser anterior, sino elevándolo y resolviéndolo en ese nuevo ser, así franceses y alemanes e italianos se elevarán a europeos y sus pensamientos se dirigirán a Europa y sus corazones latirán por ella como antes por las patrias más pequeñas, no olvidadas, y mejor amadas».

Concluyo con una vieja metáfora tomada de la tradición marxista: el viejo topo. Este pequeño mamífero zapador representaba el espíritu revolucionario horadando su camino bajo la superficie. Hoy el viejo topo ha abandonado sus planes para hacer estallar la revolución. Se ha hecho europeísta y trabaja metódicamente para sellar el destino común de los europeos. No está lejos, tal es mi presentimiento, el momento en que podremos exclamar, con la obra terminada, ¡bien has excavado, viejo topo! No sabemos cómo será el resultado final, porque lo que Europa intenta hacer no se ha ensayado antes: una forma de unidad que no responde a parámetros ni nacionales ni imperiales. La única certeza es que llegaremos juntos. Cada vez que escuchen a un analista levantar el acta de fallecimiento de la Unión Europea, recuerden a Ortega y Gasset: Muchas abejas, sí, pero un solo enjambre y un solo vuelo.

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[1] La neerlandesa ASLM, dedicada a la fabricación de máquinas para la producción de circuitos integrados.

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VV.AA. Título: Europa, ¿otoño o primavera?

Editorial: Zenda. Descarga: AmazonFnac y Kobo.

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