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Haz lo que tengas que hacer, de Raquel Martos

Haz lo que tengas que hacer, de Raquel Martos

Raquel Martos es madrileña. También es mi hermana radiofónica, y una de esas personas que están fabricadas de polvo de estrellas. Creo que no ha habido ni un solo día pasado a su lado en el que no haya aprendido, me haya reído y me haya hecho pensar.

Raquel también es una escritora de raza. No se prodiga lo suficiente, pero su literatura está tan cerca de las venas y de los nervios, tan hecha de humanidad que parece brotar de ella sin esfuerzo. No es cierto: cuesta mucho trabajo dar forma y vida a los sentimientos y las emociones. Y si hay algo que supere el enorme talento de Raquel es su capacidad de trabajo. De llenar de alma lo que hace.

En estas palabras se pasó 200 del límite que le habíamos marcado para el relato. Lo ignoramos con salvaje alegría. Siguen pareciéndonos pocas.

Las siete y veinticinco. Gloria abre los ojos en una habita­ción tan grande como su pisito del barrio de Prosperidad. Está en el Grand Palace Roshe de Kiev, el hotel al que llegó hace apenas cinco horas. Tenía tanta urgencia por dormir que se tragó un Orfidal nada más soltar la maleta, se metió en la cama con un podcast de novela histórica y pasó tan súbitamente del ligero mareo al sueño profundo que no le dio tiempo a familiarizarse con la estancia.

Un retraso en el vuelo desde Madrid quebró su plan de llegada. El resto de la delegación española había ate­rrizado a mediodía y la esperaban en Kiev para cenar en un restaurante tradicional. Pero la DANA decidió por ella y mientras sus compañeros se entregaban a una sopa Bor­shch caliente y probaban delicias de nombres impronun­ciables, Zharkoe, Kotleta po kiivski, Pirozhki, Golubtsi… Gloria masticaba un sándwich insípido y frío de algo carnoso y pálido, bajo el seudónimo de «jamón serrano», sentada en una silla de plástico del aeropuerto frente a su iPad y junto a un treintañero barbudo de rasgos nórdicos que dormía sobre tres asientos, meneando unos calcetines con más horas de vuelo que un comandante jubilado.

Lo de volar sola se lo debía a su madre, que le había regalado el enésimo sustito de salud una semana antes del viaje a Ucrania. Cuando le dieron el alta y Gloria confir­mó en el departamento de recursos humanos que asistiría, ya no quedaban billetes para el vuelo de la mañana y le ubicaron en el siguiente, el de temporal…

Todos los ingresos hospitalarios de su madre suelen coincidir con desplazamientos importantes para ella: el viaje de fin de carrera, la excursión a Londres para acom­pañar en el parto a su mejor amiga, su primer congreso internacional en Moscú. Aunque el más sonado fue el que sucedió en plena luna de miel. La pareja tuvo que abando­nar la Riviera Maya, apresuradamente, tan solo dos días después de haber aterrizado allí. «Moctezuma es un mier­da comparado con las venganzas somáticas de mamá», le comentó Gloria a su marido. La brevedad de aquel viaje fue premonitoria, a los seis meses estaban firmando el divorcio.

Todo esto lo recuerda durante una ducha tan larga que podría ser denunciada ante la Fiscalía de Medio Ambien­te, y que compensa con un conciso acicalamiento. Maqui­llaje en tres pasos: base, máscara y colorete, una pasada veloz con su cepillo antiencrespamiento y lista.

Tras dos breves toques de su perfume de siempre, L’Air du Temps de Nina Ricci, que devuelve urgentemen­te al bolso, Gloria saca de la ranura la tarjeta llave, cierra la puerta de la habitación y se dirige apresuradamente al ascensor para subir al ático. El hotel ha reservado la plan­ta entera para ambas delegaciones y en la sala de juntas del penthouse tendrá lugar el primer encuentro, un desa­yuno amistoso para romper el hielo.

Esta es una misión comercial importantísima, el mer­cado ucraniano comienza a despertar al desarrollo tu­rístico y se abre una puerta clave para la compañía que preside Sáenz de Arellano. Sumar a su despliegue interna­cional una base potente en el segundo país más grande de Europa es una enorme conquista empresarial y los miembros de la expedición española darían la vida por conseguirlo…

Ella es la traductora del equipo visitante, la encargada de que cada punto del posible acuerdo quede meridiana­mente claro, que no haya un solo pelo en la sopa por culpa de un matiz lingüístico.

Al llegar a la sala de reuniones, a la que se accede por una puerta de cristal desde un pequeño hall enmoqueta­do en color granate, Gloria comprueba que, a pesar de su celeridad, no ha sido la más madrugadora. En la cabecera de la mesa larga de caoba, con tazas, platos y cubiertos perfectamente ordenados al estilo Darlington Hall, ergui­do, perfumado, con traje impoluto y una ceja levantada, aguarda paciente Sáenz de Arellano.

Hay quien preside allá donde va, «seguro que se sien­ta en esa posición de dominio hasta en el váter», piensa con fascinación mientras se acerca a él.

—¿Qué tal, Gloria? ¿Ha descansado algo?

El presidente siempre le trata de usted, en ese tono a caballo entre el respeto y la distancia clasista.

—He dormido poco pero muy bien, gracias. Espero que usted también.

—Fue una lástima que ayer no estuviera en la cena — lo dice con aire empático, aunque Gloria se empeñe en buscar algún reproche oculto del tipo: «Manda narices que por culpa de su madre haya tenido que volar más tar­de que el resto del grupo…».

—Sí, menudo temporal, menos mal que, aunque tar­de, pude volar.

Gloria responde con la dosis justa de veneno para que el gran jefe no detecte fácilmente lo contrariada que está: «Todo me tiene que pasar a mí en esta puta mierda de vida, no hay otra, tengo que ser yo. La pobrecilla. La dominada por su madre. La divorciada de un gilipollas. Todo a mí». Piensa.

—Pero, en fin, confío plenamente en usted —añade el jefe en un tono animoso—, conoce de arriba abajo este proyecto y lo hará estupendamente.

—Sí, todo controlado, presidente. Aproveché las ho­ras del retraso en el aeropuerto para repasar… —«Abani­cada por los odoríferos calcetines de un vikingo barbudo, mientras el resto de la comitiva estaría tan feliz, chuzán­dose a copazos de Gorilka en la cenita de los cojones. La perdedora siempre yo, joder».

Esto tampoco lo verbaliza, se queda centrifugando en su cabeza, junto al resto de lamentos…

Pronto llegan los miembros de la delegación españo­la: El CEO, el COO, el CMO, el CFO, el CIO, el CTO, «solo faltan C3PO y R2D2», diría su exmarido, tan ocu­rrente, tan bromista y tan fan de Star Wars como de poner los cuernos… Todos se acercan a saludar a Gloria con sonrisas idénticas, como diseñadas por un algoritmo, y un mantra: «Vaya, Gloria, siento mucho lo de tu vuelo». No es inadecuado ese tono que adoptan de pésame en tanato­rio, en un aeropuerto tampoco somos nadie.

Aunque opera en territorio ajeno, la delegación espa­ñola actúa hoy como anfitriona, ya que la compañía pre­tende absorber algunas empresas locales. Por este motivo, sus miembros han llegado antes en señal de cortesía, pero tan solo unos minutos después, aparecen los ucranianos. Cinco hombres y tres mujeres, traductora local incluida, que caminan con un aire entre deportivo y marcial de abanderado olímpico en la ceremonia de apertura de los Juegos.

Todos sentados ya, chapurrean amigablemente en un inglés de dos acentos y cuatro niveles de dominio, sobre el asunto estrella: «La pobre española que no pudo volar por la DANA».

Gloria, alérgica al protagonismo, se ve tentada de airear los calcetines del presunto nórdico para iniciar un debate que la desplace del foco: «¿Es correcto descalzarse ante extraños? ¿Deberían las fuerzas de seguridad obligar al agresor a encerrar en los zapatos sus armas letales? ¿In­vadir el espacio olfativo de terceros podría ser objeto de pena de prisión permanente revisable?»

Pero no le da tiempo a hacerlo, un camarero sonriente le salva de dinamitar un acuerdo importantísimo ponien­do sobre la mesa un asunto tan polémico.

El camarero sonriente se presenta como la persona encargada de servirles en exclusiva. Será él quien los atienda durante la reunión. Mientras Gloria traduce sus palabras al español, este comienza a servir con diligencia, uno por uno, los cafés.

Gloria observa en el hombre una mezcla de aplomo y nervio que interpreta como la aleación entre profesionali­dad y estreno. Un hombre experimentado al que le ha to­cado atender a los miembros de una reunión de alto nivel por primera vez y está abrumado.

Por empatía de proletaria, pensando que si es su debut en la sala VIP, sería una faena pedirle explicaciones por la gotita minúscula de café que ha salpicado la blusa de Gloria y que solo ha percibido ella, espera a que el ca­marero sonriente haya abandonado la sala para excusarse un momento y salir también de la habitación. Siempre se siente bien cuando hace justicia con un pequeño gesto, enfila satisfecha un largo pasillo camino del lavabo, don­de intentará borrar con las toallitas mágicas que compra en el súper el anecdótico error de un tipo que se juega hoy su reconocimiento profesional.

El camarero sonriente entra de nuevo en la sala donde continúan los previos entre cafés, con intrascendentes fra­ses sueltas en inglés y la ayuda de la traductora ucraniana para deshacer algún nudo en la conversación.

El hombre se mueve por la habitación sin que ningu­no de los presentes repare en su presencia, tan centrados todos en el cortejo preliminar del otro bando, no se dan cuenta de lo que ha ido gestándose ante sus propios ojos, hasta que la intérprete ucraniana, visiblemente nerviosa, comienza a traducir al español las palabras que pronuncia en su lengua materna el camarero que está detrás de ella y que ya no sonríe.

—Escuchen con atención. Esto que ven en el cuello de esta señorita es un arma.

A la traductora se le quiebra la voz al pronunciar la palabra «arma». El hombre continúa hablando y ella traduce.

—Un arma de fuego que mata, ya saben. Ni a ella, ni a ninguno de ustedes les va a pasar nada si siguen atenta­mente mis indicaciones. Pero, al menor movimiento, mo­riremos todos.

La mujer traga saliva y continúa. En nada se parece su tono transido y asustado al de la versión original, gélido y despiadado.

—En esta habitación hay una bomba. Una bomba que activará por control remoto «alguien» que nos está observando desde una azotea cercana a este hotel, si al­guno de ustedes hace una tontería. Un movimiento sospe­choso y ¡boom!, se acabó la reunión de negocios para la eternidad…

Mientras Gloria frota con delicadeza la tela de su blu­sa blanca de seda artificial, piensa en lo bonito que es su trabajo a pesar de los pequeños incidentes, como la man­cha, o los grandes, como el retraso del vuelo.

Ayudar a otros a entenderse, conocer idiomas tan di­ferentes, poder penetrar en otras culturas a través del pen­samiento idiomático, es muy gratificante. «Eres la jefa de la torre de Babel», solía decir su exmarido el breve, breve en todos los sentidos…

—Y ahora, si son tan amables, pongan sus teléfonos móviles en esa bolsa —dice el secuestrador, señalando con la mirada el centro de la mesa.

Todos van depositando con extrema delicadeza sus smartphones, como si la bolsa contuviera la presunta bomba. El presidente dedica a su homólogo ucraniano una mirada interrogante y este responde con un gesto de preocupación tal, que no deja un resquicio para la calma.

—Se estarán preguntando un par de cosas que voy a responderles con un sí y un no. La primera: Sí, estamos solos ustedes y yo en este ático. La segunda: No, nadie del hotel puede entrar aquí, salvo que lo haga por alguna de las ventanas, he bloqueado todos los accesos. La tercera cuestión se la voy a responder con un porqué. ¿Por qué les retengo aquí? Porque… es la única manera de que me escuche quien me tiene que escuchar.

Sáenz de Arellano y el empresario local vuelven a mi­rarse con perplejidad. El hombre continúa su discurso y los señala.

—Exijo que ustedes dos hablen con el director de este hotel y le obliguen a satisfacer mis demandas sin objeciones.

Siempre que Gloria entra a un cuarto de baño, aunque sea para lavarse las manos, aprovecha para hacer «un pisi­to», como ella llama al hecho de orinar. Esta vez también ha sido fiel a su manía «no sea que me apetezca luego, en plena reunión», piensa mientras se baja los pantis.

—Hace dos semanas me comunicaron desde la direc­ción del hotel que a final de mes prescindirán de mis ser­vicios, sin darme ninguna explicación convincente. Para justificarse, dicen que soy conflictivo…

En cualquier otra situación, este comentario provo­caría las carcajadas de los presentes, pero no está la sala para risas.

—Soy el mejor camarero que ha pasado por este hotel en treinta años, no estoy dispuesto a tolerar la injusticia y el desprecio. Exijo mantener mi puesto de trabajo, un au­mento de sueldo y una disculpa del director y si no, aquí nos jubilamos todos de un bombazo.

Resueltos los asuntos «mancha y pisito», Gloria se peina las cejas con los dedos, se cuelga su bolsito en ban­dolera y vuelve a recorrer el largo pasillo enmoquetado. Al aproximarse a la sala, le sorprende escuchar unas pala­bras en ucraniano que no es capaz de encajar en el marco de las negociaciones y la traducción en un delicioso espa­ñol con acento eslavo.

—No soy un terrorista. Soy un hombre que pelea por sus derechos y voy a llegar hasta el final.

Gloria da unos pasos más y aparece ante sus ojos la escena aterradora. De espaldas a la puerta de cristal, el camarero que antes sonreía, ahora apunta a su compañera con una pistola. Su bloqueo mental dura lo que dura un «¡qué coño es esto!», tras el cual huye despavorida pero silenciosa.

La moqueta le ayuda a avanzar con el sigilo de un gato y llega hasta la zona de ascensores. Pulsa el botón como si le fuera la vida en ello y en realidad, le va la vida en ello, lo que no va es el ascensor. El botón de llamada no obedece a la orden, permanece encendido como si se hallara bloqueado entre dos pisos.

Gloria busca con la mirada la señal de la escalera de emergencia. Cuando la localiza, se dirige a ella e intenta abrir la puerta de acceso, pero descubre que está precinta­da con una cadena de hierro.

—Joder, joder, joder… me quiero morir. No, qué coño, no me quiero morir. Piensa, Gloria, piensa, rápido. ¡El móvil!

Gloria rebusca atolondrada en el bolso su carcasa con orejas de conejo y purpurina, la compró tan llamativa por­que nunca encuentra «el puto móvil» cuando más lo ne­cesita. Esta vez lo ha dejado olvidado en el peor escenario posible y el presidente, para no dar pistas al enemigo, lo ha introducido en un saco junto a once móviles más, cuyo destino es tan incierto como el de sus dueños…

—Me lo he dejado en la sala. Mierda, estoy perdida…

Las lágrimas de terror nublan la mirada de Gloria, este hecho añadido a una miopía recién estrenada, difi­culta que en un primer vistazo distinga un logotipo en la puerta que ve al fondo. Es al acercarse, durante su huida desesperada a ninguna parte, cuando se percata del dibu­jo, un monigote con dos mancuernas. Al empujar la puer­ta del gimnasio, con sumo cuidado y ver que cede, está a punto de gritar de emoción. ¡Por fin un lugar en el que esconderme y poder pensar! Evidentemente no lo hace, el silencio es su única garantía de supervivencia.

Gloria entra en el gimnasio con la liviandad de un mimo y cierra delicadamente la puerta tras de sí. Su in­cursión habría resultado perfecta, pero el destino ha de­cidido poner en su camino hacia la salvación una pelota gigante de Pilates con la que tropieza, para acabar estrellándose contra una caja repleta de accesorios metálicos de fitness…

Al camarero exsonriente se le eriza el lomo como a un lobo al oír un ruido en la lejanía, mira hacia la puerta de cristal y después a la mesa de caoba donde, por primera vez, repara en la taza llena de café sin estrenar. Ese café con el velo marrón inconfundible del reposo. Es la taza de una de las personas a las que sirvió. ¿Cómo era? ¿Es un hombre, una mujer? ¿Cómo he podi­do ser tan idiota? ¿Por qué no he caído en que faltaba un rehén? Y lo más importante, ¿dónde está? El secuestrador no halla respuestas tan elocuentes para sus propias pre­guntas como las que tuvo hace un momento para las que imaginaba en las cabezas ajenas…

La traductora ucraniana vuelve a dirigirse a los pre­sentes a petición de este.

—Voy a salir de aquí un momento y ustedes van a seguir en su sitio, tal y como están ahora mismo. Quietos. Como si fueran los personajes de un cuadro. Y no se van a mover, porque si se mueven, será lo último que hagan en su vida. Recuerden, el más leve movimiento y boom, la historia se acabó.

Cuando el hombre abandona la sala, todos quedan, en efecto, paralizados en torno a la mesa. Es una versión peculiar de La última cena de Leonardo da Vinci, en esta hay mujeres entre los comensales y los apóstoles han cambiado las túnicas por trajes de chaqueta y corbata. Por lo demás, la estampa es un cuadro, nada como el miedo para lograr la quietud en cualquier escena de la vida.

El miedo también habita en Gloria cuando oye de le­jos la puerta de cristal y los pasos de su futuro persegui­dor. Nunca había sentido el miedo de esta manera. Miles de agujas le atraviesan desde la planta del pie al cuero cabelludo, un frío polar combinado con un calor asfixian­te, la imposibilidad de articular y las ganas de emitir un grito ensordecedor, el deseo de sobrevivir y la tentación del suicidio para acabar con el sufrimiento. Las contradic­ciones fisiológicas y sensoriales que provoca el miedo en nuestro organismo tal vez solo sean comparables a las que nos produce el amor.

También lleva el miedo consigo el causante de esta locura, que trata de encontrar la pieza perdida del puzle escudriñando cada rincón, como un depredador que olfa­tea en la oscuridad buscando sangre. Una vez ha obtenido la certeza de que su presa sigue en esta planta, al compro­bar que los ascensores continúan bloqueados y la escalera de emergencia inutilizable, va abriendo con prisa y sin pausa, una tras otra, las puertas de todas las estancias. La habitación de los juegos de mesa, los salones de lectura, la sala de cine…

Gloria le oye acercarse y sabe que ya no tiene esca­patoria, se ha metido en un búnker trampa. Si él entra en el gimnasio, está perdida. En esa falta de ideas ingenio­sas que suele provocar el pánico, ha atravesado la enorme sala llena de aparatos de musculación, bicicletas elípticas y colchonetas y ha decidido esconderse en una sala di­minuta, la de relajación. Una sala que no tiene puertas ni ventanas y de una oscuridad rotunda, que debe de resultar tan calmante en situaciones normales como angustiosa en esta. Gloria espera a la muerte con su bolsito en bandolera y una mancuerna de tres kilos. Quizás para tener algo a lo que agarrarse cuando llegue su hora, a falta de una mano amiga.

El secuestrador enfila el pasillo enmoquetado y llega hasta el gimnasio. Abre la puerta e inspecciona con la mirada la gran sala, una pelota gigante azul tur­quesa, máquinas de musculación, cintas de entrenamiento TRX…

Ella le presiente desde la salita y trata de contener la respiración, aunque tiene la sensación de que alguien ha instalado un amplificador en su corazón.

El hombre desiste y cierra la puerta para continuar la búsqueda en el resto de estancias de la planta. El suspiro de alivio de Gloria coincide en el tiempo con la llamada de la memoria del secuestrador, que le recuerda que no ha mirado en la salita de relajación.

Gloria ya había decidido abandonarse a morir, pero el instinto de supervivencia es más imprevisible que un temporal y cuando el hombre entra en la salita oscura, la misma mujer que tiró de toallita de empatía para no man­char su expediente de trabajador eficaz, ahora le recibe con tres kilos y medio de mancuerna en la cabeza, que le hacen caer al suelo y dejan el camino libre a Gloria para emprender la huida.

Mientras corre entre sollozos, se lamenta por no ha­ber cogido la pistola que se le ha caído al secuestrador de las manos tras el golpazo. «Es lo que hubiera hecho una actriz de película de acción —se dice a sí misma—. Pero yo no soy una actriz, yo soy una traductora buenísima y también soy una acojonada y como este tío me pille me mata, ahora con más razón».

Gloria llega a la zona del spa y está tentada de en­cerrarse en una sauna, pero esta vez la cabeza le avisa a tiempo, eso sería un bunker empeorado, como la sala oscura pero sin mancuerna y a 90 grados. «Una muerte cojonuda —piensa— al vapor, como un salmón en el saquito Lekue».

Así que continúa corriendo hacia la zona de baño. Cuando llega a la gran piscina central de suelo turquesa, bajo un techo de cristal que deja ver el cielo ucraniano, algo le dice que dentro de unos minutos estará muerta en el fondo. La escena final de su vida será como la primera secuencia de El crepúsculo de los dioses, al menos esa película es una de sus favoritas.

Un grito en ucraniano, a su espalda, confirma los peo­res presagios.

Ya znayshov tebe!

Que quiere decir: «Te encontré». Si esto fuera el final de una comedia romántica la frase sonaría preciosa, pero pronunciada por un hombre desquiciado, malherido y con los ojos fuera de las órbitas, resulta pavorosa. Así que ella le responde resignada:

Robyty te, shcho ty povynen robyty (haz lo que ten­gas que hacer).

Estas palabras provocan reacciones distintas en am­bos. En él de sorpresa, seguramente, no esperaba que la española dominara su idioma y para ella se convierten en un revulsivo que transforma su conformidad en arrojo: «Haz lo que tengas que hacer… para salvar la vida».

Abre el bolso, saca su perfumador de Nina Ricci y dispara los 96º de alcohol a los ojos del secuestrador, que grita como un cerdo… que ahora huele bien. Al hombre se le cae la pistola por segunda vez pero, en esta ocasión, Gloria sí reacciona. La coge del suelo, temblando, y se acuerda inoportunamente de un chiste de Twitter: «Si yo no he disparado un arma en mi vida, Hulio».

Pero eso él no lo sabe, y se dispone a mostrarle el arma definitiva: un teléfono móvil que blande apuntando al cielo de cristal, como si se tratara de la espada de la Estatua de la madre patria de Kiev. Y le grita que si no tira la pistola, activará una bomba pulsando un solo botón.

A Gloria en pleno ataque de nervios casi le da la risa cuando escucha en ucraniano esa frase que también ha leído mil veces en las redes sociales: «Davayte vsi pomre­mo! (¡vamos a morir todos!)».

El zumbido de un helicóptero se cuela en la absurda escena, son las fuerzas especiales de la policía… La mu­jer aprovecha la distracción del atacante para hacer eso que tanto le cabreaba a su mejor amiga cuando eran ni­ñas… Empujando a los distraídos desde el bordillo de la piscina, Gloria era la mejor.

Que el camarero sonriente resultara finalmente un perturbado, que no hubiera un cómplice en ninguna azo­tea cercana, que la pistola no estuviera cargada y que el teléfono móvil ahogado en la pileta no hubiera accionado bomba alguna, ni metiéndolo en arroz, porque todo fue una patética invención, no impidió que la traductora espa­ñola fuera la auténtica protagonista de un rocambolesco suceso y una heroína ante los ojos de todos. El director del hotel le comunicó que, en homenaje a su valentía, llama­rían «Gloria» a la habitación que ella ocupaba.

Abrumada por el mantra que le llegaba en dos idio­mas: «Enhorabuena, has tenido mucho valor»… decidió desviar la atención poniendo sobre la mesa un asunto po­lémico a debatir.

—¿Es correcto descalzarse ante extraños?

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Autores: Elia Barceló, Espido Freire, Luz Gabás, Arturo González-Campos, Alaitz Leceaga, Manel Loureiro, Raquel Martos, José María Merino, Bárbara Montes, César Pérez Gellida, Blas Ruiz Grau, Karina Sainz Borgo, Mikel Santiago y Lorenzo Silva. Título: Heroínas. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Ilustraciones: Fran FerrizDescarga gratuita: en Amazon y Fnac

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