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Independencia en la granja, de Jose Serralvo

Independencia en la granja, de Jose Serralvo

Independencia en la granja, de Jose Serralvo, obra publicada por la editorial. Renacimiento que llega a las librerías el 28 de agosto, narra las aventuras y desventuras de Puerquimón, un marrano de las pocilgas septentrionales que lucha con ahínco para liberar a su pueblo de la tiranía de la Granja Ibérica. Movido en todo momento por unas más que loables ansias de libertad, así como por el deseo de impresionar a su amada cerdita Bruñola, el héroe de esta novela planta cara a la miríada de obstáculos que los pérfidos toros del Rancho de Madrid colocan a su paso. Para ello, Puerquimón no duda en valerse de cualquier táctica a su alcance, incluido el adoctrinamiento de las nuevas generaciones, el control de los medios de comunicación públicos, el uso de una retórica populista y, lo más importante, la denuncia del robo de El Quijote –ilustre obra catalana de comienzos del siglo XVII– a manos de los secuaces de Felipe III. Con la ayuda de un divertido elenco de personajes, entre ellos la oveja aranesa Forcamiel, el dóberman Junquito y la belicosa Manija, un cuervo hembra antisistema, Puerquimón se enfrentará día y noche a las hordas de funcionarios españoles que salen a su paso. En el transcurso de dicha lucha, nuestro héroe no dudará en sacrificar su propia existencia, y de paso el bienestar de todos sus conciudadanos, para lograr la libertad del pueblo catalán (incluida la de quienes, por motivos inefables, no desean ser libres). Independencia en la granja es la crónica de un movimiento emancipador sin parangón, que debe servir de ejemplo a otros terruños oprimidos que anhelen obtener su autodeterminación por medio de los ambiguos meandros de la democracia.

 

CAPÍTULO I

LOS CIELOS Y LA TIERRA

En el principio Dios creó los Cielos y la Tierra.

La Tierra era algo informe y vacío, con infinidad de espacios abandonados a su suerte. Y tras contemplar las vastas planicies inhabitadas Dios tuvo la idea de crear a las hormigas. Entonces dijo: «Que las praderas y los montes se llenen de hormigas, incluidas las hormigas faraonas y las carpinteras, las acróbatas y las de campo, las hypoponera punctatissima y las monomorium carbonarium». Y Dios vio que esto era bueno, y las bendijo diciendo: «Sean fecundas y multiplíquense, y obedezcan a la hormiga reina».

Dios se pasó casi tres días contemplando a las hormigas, embelesado. Las observaba ir de aquí para allá, chocando sus antenas y arqueando sus patas curvas para acarrear provisiones hasta el hormiguero. En efecto, a Dios se le antojaban unas criaturitas la mar de entretenidas. Y al cuarto día de examinarlas se le ocurrió que todo sería aún más ameno si creaba otros animales para hacerles compañía. Así fue como dijo: «Que mi mundo se llene de ratones, ranas y osos hormigueros». Y Dios creyó que esto era bueno, pero en cuanto pasaron otros tres días comprendió que las cosas eran demasiado sencillas para el oso hormiguero. Se trataba, a la sazón, del animal más grande y poderoso. Si no equilibraba el ecosistema las hormigas no tardarían en extinguirse por completo. De modo que, en un golpe de inspiración, Dios intuyó que debía crear muchos otros animales y completar su mundo con criaturas de diversos tamaños, sistemas reproductivos y hábitos alimenticios. Entonces dijo: «Que los Cielos, la Tierra y los Mares se llenen de toda clase de seres vivos, incluyendo, sin ánimo exhaustivo, los siguientes: serpientes, rinocerontes, elefantes, pulpos, moscas, ciervos, cocodrilos, cigüeñas, leopardos, grillos y grullas, leones, mosquitos, ballenas, cigarras, salmones, tiranosaurios, búhos y múltiples primates, incluidos los gorilas, los chimpancés, los orangutanes, los gibones y los seres humanos, y de estos últimos que haya en un comienzo únicamente mujeres y que de sus entrañas nazcan después los primeros hombres». Por último, antes de irse a descansar, Dios creó los coyotes, de hocicos largos, los delfines, de cuerpos fusiformes, y las águilas, a quienes concedió garras recias, para ser capaces de atrapar a otros animales en movimiento, y picos holgados y puntiagudos, para desmenuzar la carne de sus presas. Y Dios vio que todo esto era bueno.

Descansó durante un par de horas, apenas una siestecita, y al despertar siguió con su afán creador y dijo: «Que los mares se llenen de tiburones y peces payaso, y los bosques de arañas e invertebrados de todo tipo, tales como gusanos y caracoles que lleven a cuesta unas casas con forma de conchas espirales». Y Dios vio que todo esto era bueno, y sonrío para sus adentros, satisfecho con lo bien que se lo estaba montando con sus superpoderes.

Así transcurrieron otros tres días. Ocurrió, como ocurre siempre, el tiempo, hasta que de repente Dios se dio cuenta de que los animales iban de un lado a otro de forma alocada, nadando con sus aletas, volando con sus alas, reptando sobre sus cuerpos o caminando sobre sus patas, fueran dos, cuatro, seis u ocho, pero sin prestar ninguna atención a cuanto acontecía en torno a ellos. Sus criaturas parecían sumamente ocupadas. Entrechocaban con frecuencia las unas con las otras y nadie parecía tener ni un solo instante libre para admirar sus proezas. Dios comprendió que esto era malo y enseguida se le ocurrió una solución: crearía animales domésticos para que al menos algunos de ellos pudiesen dedicar un ratito al día a rezar y, llegado el caso, a llevar a cabo labores proselitistas. Entonces Dios dijo: «Que la Tierra se llene de enjambres de abejas y piaras de cerdos, y que aparezcan por doquier cardúmenes de peces de agua dulce y moluscos de fácil cultivo, como los mejillones». Dios se rascó un momento la barba, blanca y tupida, y enseguida prosiguió: «Y que abunden también las vacas, las ovejas y las cabras, los burros, los asnos, los bueyes, los caballos y toda clase de aves de corral, en particular las codornices, los patos, los gansos, los pavos y, en mayor número que cualquiera de los anteriores, las gallinas». Y así no sólo llenó la Tierra de seres vivos, sino que, al crear de un soplo de hálito divino las primeras polladas, puso fin ab initio al eterno (y estéril) debate sobre si fueron antes los huevos o las crías que de ellos emergen. Y Dios vio que todo esto era bueno.

Exhausto, durmió del tirón otros tres días. Al despertar, se percató de un pequeño descuido: sus criaturas aún tropezaban entre sí, no ya por andar distraídas, sino porque seguían sumidas en las tinieblas y, a excepción de algunas de ellas, como los topos y los murciélagos, la mayoría de animales eran incapaces de caminar, volar, nadar o reptar a ciegas. Siempre tenían miedo de chocar con los vecinos o, peor aún, de morir devorados de improviso. Así fue como Dios dijo: «Hágase la luz». Y la luz se hizo. Y Dios vio que esto último también era bueno.

Gracias a la luz, los animales pudieron reconocerse los unos a los otros y fueron agrupándose según su especie, y evolucionaron con la ayuda de genes egoístas, y lucharon por la supervivencia. Y, siguiendo el mandato divino, fueron fecundos y se multiplicaron.

Al principio muchos animales vivían en tribus o manadas, se resguardaban del frío en grutas montañosas, pintaban visones con carbón vegetal en las paredes de la cueva, adoraban a dioses inexistentes y premonoteístas, contaban historias en torno al fuego y se alimentaban tanto de los frutos del bosque como de la carne de otros seres vivos (aún no existían los animales veganos, pero sí había algunos que eran herbívoros, lo cual, bien visto, era casi lo mismo que ser vegano).

El tiempo siguió ocurriendo y así pasaron cientos de miles de años, hasta que un día Dios se despertó de su letargo y advirtió que las cuevas eran demasiado húmedas y exacerbaban en sus habitantes enfermedades como la artritis, y la artrosis, y todo tipo de aflicciones reumáticas. Entonces Dios dijo: «Que los animales más inteligentes se muden a una de las polis de la Antigua Grecia y que el pueblo liso se contente con seguir los dictados de las clases dominantes, que se organizarán en torno a animales varones provenientes de familias aristocráticas». Al poco tiempo, Dios fue consciente de que esta idea no era del todo buena, porque creaba una sociedad menos igualitaria que la de la cueva. Sin embargo, Dios se lo pasaba pipa observando a los animales de la polis, que tenían filósofos, y dramaturgos, y esclavos, y orgías, y togas, y un panteón de deidades antropomorfas que siempre andaban acostándose entre ellas y riñendo por cualquier motivo. Dios no se divertía tanto desde que había creado a las primeras hormigas, de modo que era incapaz de despegar los ojos de aquel espectáculo, igual que hoy día somos incapaces de aguardar a que emitan el siguiente episodio de ciertas series de Netflix o la HBO y nos tragamos una temporada completa en menos de lo que dura un fin de semana. O sea, que pese a saber que la idea de la polis griega no era del todo buena, y pese a ser plenamente consciente de que se trataba de una forma de gobierno antigualitaria, Dios permaneció impasible y disfrutó del espectáculo. Luego observó, impertérrito, cómo surgieron las primeras tiranías, y las primeras teocracias, donde Él se sentía particularmente a gusto, y las primeras repúblicas disfuncionales, y los primeros principados medievales, en los que proliferaban los suplicios como forma de retribución penal y la caza de brujas como forma de esparcimiento. Surgieron también las primeras granjas políticas y las primeras Granjas nación, gobernadas por monarcas absolutistas. En algunas granjas había incluso parlamentos estamentales, o Grandes Establos, cuya función era acotar un poco el poder de los reyes, aunque dichos parlamentos no defendían los intereses del animal común, sino los de las clases privilegiadas (o estamentos privilegiados, de ahí su nombre), a saber, la antigua aristocracia, los dignatarios de la Iglesia y la burguesía industrial. La mayoría de animales, el llamado pueblo llano, carecía de representación política y, por supuesto, no gozaba de derechos ni libertades.

Entonces, tras siglos de impavidez ante el drama de su propio ingenio, Dios decidió crear la democracia. Y así dijo: «Que los animales se agrupen en cuerpos políticos abstractos, y respeten los valores inherentes a la isonomía, es decir, que se doten de una ley común y todos sean iguales ante ella, con los mismos derechos y los mismos deberes, sin discriminación alguna por razón de género, raza, creencia, origen nacional u orientación sexual». Por último, tras rascarse una vez más el mentón, que ahora llevaba afeitado, acorde a los tiempos, promulgó su última sentencia: «Que en dichas sociedades los distintos animales fomenten los valores de la convivencia cívica, los derechos humanos y el respeto a quienes son diferentes».

Así fueron terminados los Cielos y la Tierra, y concebidos los seres que habitan en ambos, y quedó establecida la forma en que habrían de coexistir en armonía los unos con los otros. Dios vio que todo eso era muy bueno. Y si bien es cierto que su Creación había producido resultados desiguales según las regiones del mundo, y que pronto surgieron inconvenientes más o menos insoslayables y/o imprevisibles, como las guerras, las epidemias, los fanatismos religiosos, el nacionalismo sionista, la presidencia de Trump, el régimen de Kim Jong-Un, la programación de Telecinco y los efectos del cambio climático, no es menos cierto que en algunos lugares, como en la Unión de Granjas Europeas, la democracia funcionaba casi a la perfección y los animales vivían felices en sociedades en las que se respetaba la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) y donde todos los dirigentes estaban sometidos al imperio de la ley.

¿Todos los dirigentes?

¿Todos?

¡No! Una granja poblada por irreductibles animales catalanes se resistía a las mentiras de la falsa democracia y desafiaba con denuedo, todavía y como siempre, al malvado invasor. La vida no era fácil para estos animales, que debían hacer frente a hordas de funcionarios españoles afanados en promover la nociva separación de poderes, el respeto a la ley y su propia interpretación de lo que significaba vivir en democracia. Por suerte, la Granja Catalana contaba con un héroe de enorme valía, un Ilustre Salvador de la Patria, un animal dispuesto a sacrificar su propia existencia, y de paso el bienestar de todos sus conciudadanos, para lograr la victoria definitiva sobre dichos invasores. Se trataba de un cerdo de talla mediana, con greñas negras creciéndole a la altura del cogote, papada señorial, hocico prominente y anteojos con varilla de pasta, que respondía al egregio nombre de Puerquimón.

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Autor: José Serralvo. Título: Independencia en la granja. Editorial: Renacimiento. Venta: Amazon y Fnac 

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