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Indiana Jones y el Dial del Destino es la mejor despedida posible de Harrison Ford

Indiana Jones y el Dial del Destino es la mejor despedida posible de Harrison Ford

La desigual, cuando no terrible, recepción de El Reino de la calavera de cristal hace ya la friolera de ¡quince años!, y la mayoritariamente mala recepción en Cannes de esta Indiana Jones y el Dial del Destino (no podía ser de otra forma) hacen que el núcleo duro de aficionados a Indy reciba la película con los cuchillos afilados. Hay todavía dos posibles agravios más que apuntar a la lista: la película es la primera de Indiana rodada bajo la tutela de los estudios Disney, propietarios de Lucasfilm LTD desde 2012, un nuevo régimen completamente distinto que ha sido responsable del igualmente discutido y discutible franquiciado de la saga Star Wars. Y finalmente, y cuando todo parecía encarrilado, poco antes del inicio del demorado rodaje, El Dial del Destino tuvo que sufrir el varapalo de la bajada del barco del jefe, Steven Spielberg, más interesado en su autobiografía Los Fabelman que en filmar una nueva aventura del arqueólogo.

"Ambientada en los 60, con la llegada del hombre a la luna, los milagros parecen haberse acabado en unos tiempos donde el Arca de la Alianza parece definitivamente olvidada"

La película ejecutada con clásica eficacia por James Mangold, artesano de los pocos que quedan en Hollywood, parece consciente de todo eso. Y el octogenario Harrison Ford, que afronta el papel sabiendo de que será la última vez que protagonice un film de Indiana Jones (una frase que causa escalofríos) más todavía. El Dial del Destino es, sin abundar en spoilers, toda ella un ejercicio sobre la nostalgia mal camuflada, una declaración sobre el pasado. Ese es su tema, su motivación, el corazón que late tras sus fotogramas, pero no en un sentido arqueológico (como el villano se cansa de decir, ahora lo que cuentan son las matemáticas). Ambientada en los 60, con la llegada del hombre a la luna, los milagros parecen haberse acabado en unos tiempos donde el Arca de la Alianza parece definitivamente olvidada; un objeto inútil totalmente alejado del espíritu del momento. Ya no hay milagros ni objetos sagrados en unos tiempos donde un solitario Indiana Jones se jubila en silencio para recluirse en un modesto apartamento de Nueva York. Como él mismo dice, la década de los 70 que sobreviene (la misma donde Spielberg y sus amigos revolucionaron el cine) son ya tiempos relativos, líquidos, donde no hay nada en lo que creer y todo depende la intensidad con la que creas las cosas.

Mangold carece del nervio de Spielberg para la puesta en escena, pero entrega una película elegante y clásica, pero no envejecida. Secuencias como las del motocarro en Marruecos sí hacen pensar en un esfuerzo del director de Copland y Logan a la hora de aproximarse a la locura que es capaz de desplegar el genio de Ohio, pero Mangold no hace demasiados esfuerzos por aproximarse a él. No hay nada, sin embargo, que violente el espíritu camp de una saga ideada por Spielberg y Lucas para imitar los seriales de su niñez y las películas de James Bond que jamás iban a poder dirigir.

"Estamos ante un espectáculo de sencilla arquitectura y amplios significados, alimentado por el infinito carisma de su pareja protagonista"

Indiana Jones y el Dial del Destino es, por ello, un taquillazo de los 90, la película de Indiana que nunca llegó en aquella década pre 11S, pero no un ejercicio de cine envejecido. Consciente de sus anacronismos, sin embargo, también sabe que se dirige a una masa enfurecida acostumbrada a otras franquicias y un proceder empresarial distinto. La película por eso mismo habla de tiempos actuales —nazis camuflados, regresos al pasado, mitos apartados— y también a espectadores condenados a buscar en mitos del pasado -—solo que, quizá, encarnados en el villano de la función y no en el avejentado héroe—…

Indiana Jones vive en una película un tanto farragosa en su desarrollo, donde efectivamente se echa de menos el vigor, el nervio visual y narrativo de Spielberg. El relajado Mangold parece que se conforma con demasiado poco y no aprovecha las ocasiones de servir algo verdaderamente brillante, pero no hay nada de mal gusto, ninguna maniobra de franquicia efectista, en una odisea  alegremente crepuscular que, al contrario, corrige muchos de los errores y faltas narrativas y visuales de la anterior entrega. Estamos ante un espectáculo de sencilla arquitectura y amplios significados, alimentado por el infinito carisma de su pareja protagonista y que no se confía a cameos del pasado (es más, se muestra inusualmente cruel con algún legado de la franquicia). Como dice Voller (Mads Mikkelsen, el mejor villano posible), cuando todo está hecho el siguiente paso es romper una nueva frontera, y como diría Ian Malcolm, que pueda hacerse no significa que se deba.

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