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Joaquina Hoyas y Juan Marsé

Las sombras alargadas colocan el sol en lo alto de los edificios del Eixample y lo vierten hacia los chaflanes, atravesando a modo de jirones balconadas y vidrieras de colores. Luego, ese desahogo de luz, apenas pisar el suelo, se fuga como algo prometedor que volverá. Como también se ha fugado hoy el invierno, que parece escabullirse apenas comenzado, ya que por unos días el cielo y el mar regalan primavera. Una primavera porosa, de más de 20 grados, aunque deja escapar ráfagas de aire fresco a un día de la Nochebuena. Y entre ellas, además, se cuela la voz de Serrat por la puerta de los bares y por la radio de los taxis, ese «Mediterráneo» tarareado que hoy empieza a perpetrar su adiós. También en el salón de Joaquina aparece él al final de un informativo. Ella lo contempla desde una de las butacas de la sala, con el frío propio de la edad a pesar de la bata, los pantalones de algodón y el día espléndido. En la otra imagino a Juan, con esa cara de ¡Hay que ver, que todo se va acabando! “Se le ve muy bien al Serrat”, dice ella, con marcado acento catalán. “No es que sea guapo, guapo…”, se queda pensando. Atractivo, concluimos Berta Marsé y yo.

"Joaquina Hoyas arrastra sus zuecos de goma por la geometría del suelo mientras la luz enciende los colores de las teselas que se reparten por el piso con distintos dibujos que vibran"

Parece que fue ayer cuando los visitaba y entonaba a la familia los primeros acordes de “Fantasmas del Roxy” paralelo a un relato de Marsé. A poco que uno se quede en silencio el oído podría afinar los ecos de aquellas charlas en el despacho o en la enorme terraza llena de plantas de esta casa en el primer piso de la calle Bailén. Allí, una pequeña mesa de Singer contempla la extensión de baldosas rojas donde uno se imagina al gato Nano a la “fuga extrema”, como la denominaba Marsé, cada vez que el veterinario venía para vacunarlo; o se escondía la perra Trini, mientras el escritor y el cantante fundían sus barrios infantiles y sus nombres. El orgullo de la palabra «charnego», el de Juan Faneca Roca del barrio de Guinardó y el del Nano del Poble-Sec. Joan o Juan, blandiendo la espada con palabras bilingües encharcadas en la diversidad de los que se fueron y de los que llegaron.

"Allí en aquella casa, Marsé y el algarrobo formaron un todo solitario e íntimo de tanto que se habían tratado"

Joaquina Hoyas arrastra sus zuecos de goma por la geometría del suelo mientras la luz enciende los colores de las teselas que se reparten por el piso con distintos dibujos que vibran. Muchas casas del Eixample tienen el privilegio de disfrutar de estos clásicos mosaicos de Nolla que juegan con las filigranas. También el despacho del escritor que está en el otro extremo de la casa pasando por la vitrina de soldaditos en miniatura y el enorme rostro que cuelga en la pared de la Betty Boop. En su puerta nos recibe el mismo Marsé, vestido con camisa y pantalón blanco, al lado de la perrita. Pero en realidad lo que veo antes de entrar es un óleo con colores de verano, ese que aparece en la portada de Notas para unas memorias que nunca escribiré. En la pintura los sombreros de paja están pegados a la pared encalada de una mañana brillante en la casa de Calafell. Ahí Joaquina, su mujer, se rodeó de árboles frutales y de una gran huerta para trabajar como a ella le gustaba. Esa forma de unir sus manos a la tierra, tal vez a aquella de la Extremadura que la vio nacer, aunque unos años más tarde adoptara el Mediterráneo como vida. Un mar que hizo suyo tan sólo con observar entre las olas a Sacha y a Berta, los hijos del matrimonio. Y, después, a los hijos de estos, incansablemente casi todos los veranos. Allí, en aquella casa, Marsé y el algarrobo formaron un todo solitario e íntimo de tanto que se habían tratado. Casi fueron una misma figura robusta, pero silenciosa, mientras contemplaba la tarde y su ocaso, o las manos de Joaquina leyendo sus folios recién manuscritos.

La mesa del escritor es hoy un terreno fértil de parcelitas de roble, ahora más habitadas debido a su ausencia. Nunca han tenido tanto sentido sus cúmulos de lápices y bolígrafos, la goma Milán atravesada por una chincheta verde, los sacapuntas, los pequeños destornilladores, una navaja debajo de unas tijeras, clics y pastilleros… y la Betty Boop que se cuela de nuevo al pie de las fundas de las gafas y cerca de los apuntes y libretas. Algunos sobres están sin abrir. Las últimas ediciones de bolsillo recibidas están aquí todavía; la caja de Kleenex, el gel hidroalcohólico e infinidad de objetos. Recuerdos y más libros que se reparten entre las estanterías desde las que observan esa silla vacía y expectante del escritor. Todo está idéntico, tal y como lo dejó. El monitor del ordenador apagado y la luz de la ventana que parece congelada difundiendo el viejo árbol de invierno que mueve sus finas ramas peladas, encima del asfalto de una Barcelona que Marsé fue poblando de personajes y presencias que ahora viven por sus esquinas.

¿Pero dónde está el Nano?

Es la pregunta que siempre se hacían en casa. Porque el Nano, el gato que se llamaba así por Joan Manuel Serrat, decidía ir y venir, desaparecer o quedarse sin preguntar. A veces, encima del escritorio debajo del flexo entre la naturalidad de su barullo, una presencia silenciosa que acompañaba al escritor y a Joaquina, con diálogo intuitivo, y que se había ganado su sitio y el respeto:

“Tanto, que a veces veías a mi padre en su despacho sentado en una silla muy incómoda porque en la suya, en la de trabajo, estaba el Nano dormido y no quería molestarlo”.

(Con el agradecimiento profundo a Bertá Marsé y a Joaquina, que me abrieron la puerta de su casa)

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