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Joseph Roth, nazismo, periodismo y vida de hotel

Joseph Roth, nazismo, periodismo y vida de hotel

«La vida en el hotel equivale en su provisionalidad a la escritura en el periódico». Lo escribió Antonio Muñoz Molina en El País a propósito de la publicación de Años de hotel, un compendio de artículos de Joseph Roth, subtitulado «Postales de la Europa de entreguerras». Es difícil encontrar una definición más afinada para explicar la relación entre periodistas y hoteles.

El deslumbrante trabajo literario de Joseph Roth (1894-1939) ha eclipsado su faceta de articulista, al fin y al cabo una continuación de la literatura por otros medios. Este volumen ofrece la visión de Roth sobre el difícil mundo que le tocó vivir —su familia desapareció en un campo de concentración y su mujer, esquizofrénica, fue eliminada por eutanasia legal—.

Ese mundo cruel de entreguerras subyace en sus escritos sobre su patria adoptiva: los hoteles, esos lugares de acogida en cuyo «vestíbulo se ofrece desde cocaína y azúcar hasta sistemas políticos, golpes de Estado y mujeres». Probablemente la mejor definición de lo que significan los establecimientos hoteleros para Roth esté en esta descripción de uno de sus favoritos:

«El hotel que amo como si fuera mi patria —explica— se encuentra en una de las grandes ciudades portuarias europeas, y las contundentes letras doradas de estilo Antiqua con que se lee su trivial nombre (relucen sobre los tejados de las casas situadas en una ligera pendiente) son a mis ojos banderas de metal, banderitas alzadas que en vez de saludarme ondeando lo hacen con su brillo. Tal vez otros regresen a sus casas y al hogar, al encuentro de la mujer y los hijos, pero yo vuelvo a la luz del vestíbulo, a la camarera y el conserje, y la ceremonia del retorno es tan perfecta que el registro en la recepción del hotel ni siquiera se produce».

Alguien lee el periódico

Ese mundo de ayer de su contemporáneo y amigo Stephan Zweig emerge también en sus escritos sobre el periodismo, en el relato de las intimidades de su trabajo de articulista y, lo más importante, a la hora de hablar sobre los lectores.

Obsesionado con la descripción de los pequeños detalles, Roth consigue retratar de forma minuciosa la ceremonia de la lectura del diario. Ya el título —alguien lee el periódico— avanza cómo el escritor es capaz de elevar un gesto nimio a la categoría de acontecimiento extraordinario:

«El rostro de quien lee un periódico tiene una expresión seria, que unas veces se endurece hasta resultar sombría y otras se disuelve en una sonrisa. Mientras los ojos, cuyas pupilas se ven bulbosas tras los redondos cristales de las gafas, se deslizan lentamente de izquierda a derecha, los soñadores dedos del lector de periódicos se deslizan por la marmórea arenisca de la mesa del café, con un tecleteo silencioso y mudo que parece una especie de lamentación, como si las yemas buscasen invisibles migas dispersas para apropiárselas con rapidez».

Roth va más allá y se introduce en las páginas que el distraído lector está hojeando:

«Son noticias sensacionalistas de Budapest, con llamativos titulares. Se presentan en forma espaciosa, invitadora, francamente apetecible, formando compactos párrafos, cada uno de ellos precedido por otro titulillo atractivo. Como todas las noticias, se ofrecen antes de que sea posible leerlas en extenso, y prometen más de lo que terminan dando».

El autor de La marcha Radetzky se acerca al periodismo desde las dos perspectivas que todo periodista debiera tener en cuenta: la del autor y la del lector. Como lector, Roth sabe que «es evidente que las noticias provocan un efecto en la delicada alma del lector, aunque él crea que provoca algún efecto en las noticias». Y también es consciente de lo «estimulante» que resulta «lo que no se dice… Las lagunas de las noticias son lo que más me interesa».

Ya entonces Roth reflexionaba sobre cuestiones muy vivas en el periodismo de hoy. Ante una pareja de novios, se plantea por qué las nuevas generaciones se alejan de la prensa.

«El joven —responde— ignora el periódico. Cualquiera que no le haga caso al periódico tiene que ser joven y estar enamorado».

O, en ese momento de la madrugada que ya no es hoy pero no alcanza a ser mañana, elucubra sobre el carácter efímero de los diarios.

«Todavía pueden leerse los periódicos de ayer, que no saben que ya es hoy. No obstante, la sensación del hoy es tan fuerte que los periódicos parecen muy viejos. El simple amanecer basta para desmentir la novedad de sus noticias».

El placer emocionante de leer el periódico

La relación de Roth con el periódico es adictiva, casi de enamoramiento. Así lo describe cuando «una bella dama» le perturba y distrae su atención.

«Me obliga a salir de mi tranquilidad, a la que contribuía el placer de la emocionante lectura del periódico».

Como periodista, el escritor muestra otras preocupaciones, como la dificultad para afrontar ciertos asuntos inabarcables, escurridizos. Sobre el «intento baldío de describir a los alemanes» en 1931, escribe este canto a lo que debe ser la función del periodista:

«¿Qué puedo hacer salvo escribir sobre individuos con los que me topo por azar, registrar lo que mis ojos ven y mis oídos oyen, y escoger a los que encajen? Reproducir fielmente las singularidades en el interior de esa diversidad quizá sería lo que menos se apartaría de la verdad, y tal vez lo casual, extraído de esa confusión, sea lo que más contribuya a establecer cierto orden. He visto esto y aquello, solo he tratado de escribir lo que me ha impresionado».

La debilidad por los personajes menores

Es sabido que los gobernantes, los políticos, los oficiales hablan mucho, aunque tienen muy poco que decir, y que, con frecuencia, mienten para favorecer sus propios intereses. Roth era consciente de ello, y por eso se cuidaba mucho a la hora de elegir a los protagonistas de sus artículos. Así explica su preferencia por los personajes más bajos del escalafón:

«La objetividad del escritor requiere un tipo muy especial de simpatía por la persona descrita, una simpatía literaria que, llegado el caso, puede inspirar hasta un bribón. Pero mi corazón de persona sentimental (y ya bastante pasada de moda) late especialmente ante los personajes menores que reciben órdenes y obedecen, mientras que rara vez me permite sentir algo más que una fría objetividad hacia quienes dan órdenes, órdenes y más órdenes».

Sus consideraciones sobre el género de la entrevista pueden resultar heterodoxas y hasta ofensivas para quienes practican ese tipo de artículos. Su opinión sobre el género recuerda a la de cierto corresponsal en Londres en la década de los 80. Aseguraba ufano el osado periodista, rodeado por una alfombra de diarios asabanados, que había dejado de hacer entrevistas. Se limitaba, confesó, a compendiar las mejores declaraciones ya hechas por el personaje y con ellas construía su entrevista. «¿Qué me va a decir que ya no haya dicho a otros?», se justificaba. Coincidía con la opinión de Roth a propósito de una entrevista con el entonces presidente de Albania, Ahmed Zogu:

«No tengo preguntas que hacer; yo mismo podría responderlas todas: Las entrevistas son una coartada para la falta de imaginación del periodista».

Goebbels y la verdad coja

Según trascurren los años, las referencias de Roth al imparable avance del nazismo se van haciendo más expresas. Sus reflexiones sobre la prensa concuerdan a la perfección con el estudio de otro judío perseguido y contemporáneo suyo, el filólogo Victor Klemperer, en su indispensable LTI: La Lengua del III Reich (Editorial Minúscula). Joseph Roth describe con minuciosidad la actitud de la prensa ante las consignas de su homónimo Joseph Goebbels, al que atribuía el mérito de «haber logrado que la verdad oficial cojee igual que él».

En su artículo de 1934 El Tercer Reich, filial del infierno en la tierra, ya publicado desde Francia en el Pariser Tageblatt —órgano del exilio alemán—,  Roth explica con detalle las artimañas del ministro de Propaganda de Hitler para domesticar a la prensa:

«Desde hace diecisiete meses, estamos acostumbrados a que en Alemania se derrame más sangre que la tinta que utilizan los periódicos para informar al respecto. Probablemente el jefe supremo de la tinta alemana, el ministro Goebbels, tiene más cadáveres sobre su conciencia —si la tuviera— que periodistas sumisos dispuestos a silenciar todos esos muertos. Porque es sabido que la prensa alemana ya no se dedica a publicar lo que ocurre, sino a ocultarlo; ni se limita a difundir mentiras, sino que también las inventa; ni a engañar al mundo —los miserables restos del mundo que tiene todavía una opinión propia—, sino también a imponerle noticias falsas, con una ingenuidad apabullante. Nunca, desde que en esta tierra empezó a derramarse sangre, ha existido un asesino que haya lavado sus manos manchadas de sangre en tal cantidad de tinta. Nunca, desde que en este mundo se miente».

Pocas veces se ha escrito de forma tan descarnada como lo hace Roth sobre la conversión de los periodistas en marionetas, en informadores narcotizados por la mentira, sobre la capacidad de un régimen totalitario de usar la palabra como arma más devastadora que los cañones.

«La sangre derramada —se lamenta Roth— clama al cielo, donde no están los reporteros, simples seres mortales. No, los periodistas se encuentran en las conferencias de prensa de Goebbels. Aturdidos por los altavoces, asombrados  por la velocidad con que, de pronto, en contra de todas las leyes naturales, una verdad cojeante empieza a correr, y las piernas cortas de la mentira se alargan tanto que a paso ligero dejan atrás la verdad. Los periodistas del mundo entero informan solo de lo que les cuentan en Alemania y muy poco de lo que ocurre en Alemania».

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Autor: Joseph Roth. Traductor: Miguel Sáenz Sagaseta. Título: Años de hotel: Postales de la Europa de entreguerras. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, AmazonFnac y Casa del Libro.

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