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La caída de Saigón

La caída de Saigón

—¿Te acordás del novio coreano de mi hermana? —me preguntó Ginder.

Yo no sólo no recordaba al novio coreano, tampoco a la hermana. Ni siquiera a mi interlocutor, un sexagenario con una apariencia más joven que la mía, que acababa de presentarse en mi mesa del bar de Sarmiento y Junín, mientras yo intentaba dar cuenta, en calma, infructuosamente, de un filete de merluza a la plancha. Moví la cabeza negativamente. Si por su culpa me clavaba una espina, no me lo perdonaría nunca. Según Ginder, su hermana me vendía bolitas y monstruos fosforescentes en la gigantesca casa de importación de la calle Uriburu, entre Lavalle y Corrientes. Me la tenía que acordar. Era empleada. Siempre de uniforme celeste. Alta, espigada. Ginder se estaba por llevar las manos a su propio pecho, para representar opulencia, pero lo detuve con un gesto de desagrado. Su novio coreano, no menos espigado, no menos alto. Elegancia oriental. Adelita tenía 20 años en el 75, cuando yo le compraba. El propio Ginder, quince. Estaba por terminar el secundario. A fines del 74 el novio coreano, de 27 años —había llegado a la Argentina en 1962, a los quince—, se marchó a Vietnam, a combatir junto al ejército del Sur y los norteamericanos. Adelita recibía pocas cartas, Ginder le perdió el rastro por completo. En rigor, Ginder lamentó más que su propia hermana la partida de Chin-Hae. El soldado era un bocho en Matemáticas, una asignatura esquiva al diletante Ginder. Ya fuera por terminar de conquistar a la hermana, ya fuera por mera buena voluntad, Chin había ayudado a Ginder, a menudo sin resultados. Adelita rápidamente lo reemplazó por un tal Merelman, con quien se fue a vivir sin casarse. Seguía pasando a buscar las escasas cartas de Chin Hae por la casa paterna. No dejó de contestarlas: le mentía que lo esperaba. Le daba pena abandonarlo en plena guerra, o quizás quería jugar a dos puntas.

"¿Chin se la había llevado en venganza por la frialdad de su hermana? No sabía si odiar más a Adelita, al propio Chin, incluso a Merelman"

A principios de abril del 75, inesperada y abruptamente, Chin regresó. Era su última salida de licencia. Tenía solamente una semana en Buenos Aires antes de regresar al sudeste asiático. Adelita le pidió permiso a Merelman para mentirle a Chin: el pobre soldado regresaría al infierno terminal del bando sudvietnamita, ¿quién sabía cuánto tiempo más viviría? Merelman le permitió recibirlo en la casa paterna, siempre y cuando no hubiera sexo.

Ginder había confeccionado en una hoja sin renglones una serie de cálculos matemáticos que le servían como referencia para resolver ecuaciones en general. Le mostró a Chin sus ejercicios. Chin los aprobó con una expresión de admiración, por lo demás extraña en ese rostro habitualmente impasible.

Una par de días más tarde, Chin regresó a Vietnam. Adelita le había cumplido la promesa a Merelman. Vaya a saber qué le argumentó a Chin. En cuanto Chin despegó, Adelita regresó a vivir con Merelman. Ginder descubrió que faltaba su hoja de ejercicios. ¿Chin se la había llevado en venganza por la frialdad de su hermana?. No sabía si odiar más a Adelita, al propio Chin, incluso a Merelman. Reprobó. Una quincena más tarde, Ginder pudo ver por el noticiero del 13 la evacuación en el último helicóptero de civiles y soldados, sudvietnamitas y norteamericanos, de la Embajada estadounidense en Saigón. La ciudad había caído en manos de los comunistas de Vietnam del Norte. Entre los fugitivos, Ginder distinguió a Chin, colgado de una de las gigantescas patas del helicóptero: un papel se deslizó de su bolsillo militar y cayó al vacío.

"Efectivamente, se había llevado mi apunte. Me lo regresó en ese sobre, corregido. A diferencia de lo que yo creía, nunca lo había perdido"

—Eso no fue todo: un soldado del Vietminh lo recogió —me dijo Ginder, en el bar de Sarmiento y Junín—.  No tuve dudas: era mi apunte de Matemáticas. Sabía que nunca más rendiría esa materia. No volvería a encontrar la inspiración que me había permitido elaborar un patrón para todos los ejercicios. Ahora mi pase universal a las Matemáticas estaba en manos de un soldado rojo, en un territorio inaccesible. No terminé el secundario. Le eché la culpa a Gerald Ford durante 30 años, porque esa retirada había sellado mi suerte.

Nos quedamos en silencio. Pedí un licuado de manzana con la ilusión de que Ginder se marchara y al menos me dejara beberlo en paz. Pero remató:

—En 2005 recibí una carta de Chin, desde Seúl.

Efectivamente, se había llevado mi apunte. Me lo regresó en ese sobre, corregido. A diferencia de lo que yo creía, nunca lo había perdido. Nos comunicamos por mail. No se lo había llevado por venganza, sino por descuido. Su intención era corregirlo, y luego olvidó regresármelo. La expresión que yo tomé por admiración, no era más que la clásica diplomacia de los orientales, que en un primer instante dicen que sí a todo. Los ejercicios estaban mal, desde el primero hasta el último. Mi regla universal no servía para nada.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina.

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