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Reikiavik

Mi amigo Kazane me describe como inútil su preocupación por la amenaza nuclear norcoreana.

—Es algo sobre lo que no tengo la menor influencia. Pero cuyo resultado puede determinar completamente mi vida. Es como mi relación con mis dos hijos, que ya son adultos: si les va bien, soy feliz. Si les va mal, soy infeliz. Pero no puedo determinar su destino de ninguna manera. En cambio, ellos tienen su destino en mis manos. Lo que les pase es lo que más me importa en el mundo. Toda mi vida luché por ser un hombre libre, pero ningún hombre que ame a sus hijos es libre. ¿Te acordás de Reikiavik?

Una remota brisa sacude mi memoria, pero sin resultados.

—Islandia —apunta Kazane—. Año 86: la cumbre sobre control de armas nucleares entre Reagan y Gorbachov. Yo te pagaba para que desgrabaras mis reportes.

Y ahora sí, recuerdo.

—¿No me quedaste debiendo 50 pesos? —consulto.

"A esa reunión Reagan llegaba con una propuesta de reducción mutua de misiles, que Gorbachov ya había aceptado en reuniones secretas previas"

—Era probablemente la reunión de paz más importante entre la URSS y USA de toda la guerra fría —me ignora Kazane—. Quizá haya sido el guijarro que desencadenó el alud de la caída de la URRS. Yo estaba cubriendo la cumbre para un consorcio de diarios centroamericanos. Tus desgrabaciones eran para esa revista argentina. Yo pago el café, por si te debía los 50 pesos. En esa cobertura me enamoré de una fotógrafa finlandesa. Me enamoré de una finlandesa en Islandia. Hablábamos en inglés. Ella no quería venir a mi habitación. Se empeñaba en que nuestros diálogos fueran en el lobby del hotel. Yo estaba totalmente entregado. Pagaba los whiskys, cigarros caros — todavía se podía fumar en el lobby de un hotel—, aceptaba hablar durante horas y marcharme sin ningún premio. Ella regresaba a su cuarto; yo al mío. A esa reunión Reagan llegaba con una propuesta de reducción mutua de misiles, que Gorbachov ya había aceptado en reuniones secretas previas. Sólo debían hacerlas públicas en Reikiavik. Era un deshielo fenomenal: Reagan —considerado un presidente belicoso, prácticamente igual que hoy Trump—, con su apertura de paz y disposición al diálogo con Gorbachov, generaba una expectativa de alivio mundial. También le exigía al líder soviético que mejorara la situación de los derechos humanos en su imperio. Gorbachov respondió con una demanda de máxima: que Reagan pospusiera por diez años el escudo defensivo antinuclear norteamericano. Lo que finalmente se conocería como La Guerra de las Galaxias. Pero que en realidad era un modo de neutralizar un ataque nuclear, no de lanzarlo. Reagan se levantó de la sala de conferencias y se marchó.  La cumbre había terminado en fracaso. El 12 de octubre comenzó la conferencia, y el 16 fracasó estrepitosamente.

Durante esos cuatro días caminamos con la finlandesa por las gélidas calles de Reikiavik; para ella era un clima agradable, yo estaba aterido de frío. No era la mejor posición para la galantería masculina.

Con tanta ropa era difícil saber si ella tenía 25 o 35 años; en cualquier caso, esos ojos azules, vikingos, valían en sí mismos. Bajo el abrigo acolchado podía adivinarse un cuerpo preparado para enfrentar el hielo, e incluso brindar calor. Los géiser supuraban humo a nuestro alrededor.

Mientras ella pugnaba por avanzar aún hacia el mar y yo por volver al hotel, le comenté:

—La cumbre fracasó. Reagan se levantó y se fue. Gorbachov anunció que nos acercamos a un callejón sin salida de consecuencias impredecibles. El mundo puede estallar en las próximas semanas. ¿Qué sentido tiene que me sigas diciendo que no?

—¿Y por qué habría de decirte que sí? —replicó ella.

"Lo que debía hacer era la gran Reagan: levantarme e irme del salón. Sin explicar nada. Marcharme, y olvidarme la llave de la habitación en la mesita ratona"

—Me dejó sin argumentos —retornó Kazane luego de un breve apartado por su memoria—. Creo que ningún hombre tiene la respuesta a esa pregunta. Regresamos al hotel. Y sin embargo, ella permaneció junto a mí, en la mesita ratona del lobby, tomando gin tonic mientras yo bebía mi último etiqueta negra islandés. Descubrí una posible gestión de ese impasse. Lo que debía hacer era la gran Reagan: levantarme e irme del salón. Sin explicar nada. Marcharme, y olvidarme la llave de la habitación en la mesita ratona. Ella vendría unos minutos después y entonces la cumbre finalmente tendría éxito. Eso hice.

Kazane se sumió en un largo silencio; por un instante, temí que no pagara el café. Pero llamó al mozo y, dejándole la totalidad del efectivo en la mano, remató:

—A la hora tuve que bajar a conserjería a pedir que me abrieran la habitación. Ahora lo que pienso es que si ella hubiera venido, no estaríamos padeciendo las amenazas de Kim Jong Un. Todo el desarreglo humano se cifra en esa negativa. Ese fue el verdadero fracaso de esa cumbre.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina.

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