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La casa de Puccini

Hace más de quince años visité la casa de Puccini en Torre del Lago. Soy una peregrina de las casas y tumbas de músicos y escritores.

Lo primero que me llamó la atención en la privilegiada mansión fue el rincón de trabajo del compositor, sin una sola ventana abierta a la maravillosa vista del lago Massaciuoccoli.

Los visitantes se mostraban perplejos, pero yo entendía la aparente excentricidad: las vistas distraen. La inspiración no puede venir de fuera, fluye de dentro. Todos los que han visto mi rincón de trabajo lo reubican con la mente poniéndolo frente a la ventana con vistas a la montaña, miran y respiran profundamente, y yo niego, sin dar explicaciones, porque el momento de escribir no es para respirar sino para la espiración.

A la izquierda del piano del rincón de trabajo de Puccini había un ingenioso mueble con multitud de bandejas a distintos niveles, extraíbles, lo suficientemente amplias para contener las descomunales partituras. El piano, de pared, monumental, según explicaban, había sido fabricado especialmente para él. Puccini tenía unas manos anchas y robustas, de dedos gruesos. El teclado estaba protegido por una bandeja de metacrilato.

Tras la habitación de trabajo, mi pieza favorita de la casa era una galería cubierta, esta sí con vistas al lago, en la que, según leí, pasó sus últimos días, tras la operación fallida a la que se sometió en Bruselas. Puccini padecía un grave cáncer de garganta y confió su curación al centro de medicina radiológica de Bruselas, que basaba su terapia en los descubrimientos realizados por el matrimonio Curie. Durante la operación le practicaron una traqueotomía, de modo que los cuadernos expuestos en la galería eran posteriores a la operación, a la que solo sobrevivió cinco días. Era una línea de diálogo de la que falta la parte del interlocutor, en cierto modo semejante a la que se contiene en los cuadernos de Beethoven. A los lectores nos faltan no solo el interlocutor y sus preguntas, sus aserciones, sino todas las contestaciones construidas con gestos: “sí”, “no”, “tal vez”, “de ninguna manera”. Las líneas escritas por Puccini no contienen una comunicación compleja, sino telegráfica, esencial.

Por aquellas fechas, cuando se somete a la operación, estaba trabajando en Turandot. Llenó numerosas páginas de un cuaderno con notas durante su viaje a Bruselas y su estancia en la clínica.

En una estancia de la que arranca una escalera a la parte superior de la casa estaban expuestas las armas de caza del maestro. Se dice que salía en una barca por el lago, que su pasión no eran tanto las aves lacustres como las propias armas.

Todo en la casa, afirmaban, estaba tal y como lo dejó el maestro.

Y lo mismo volvieron a afirmar cuando en agosto de 2015 volví a visitar la casa y no había un solo rincón idéntico a la casa que conocí años atrás. La galería en la que se exponían sus cuadernos de diálogos se había cerrado al público —“hace mucho calor, hemos tenido algunos casos de síncopes”, se excusaron— y las vitrinas, ahora dispuestas en el salón —la estancia contigua a su cuarto de trabajo y la capilla—, contenían en su mayoría cartas de celebridades, entre las que me llamó la atención la copiosa correspondencia con Toscanini y una carta de Mahler.

Acorralé a la guía y le dije que nada estaba igual que antes. Ella me miró sorprendida. No conocía la casa que yo había visitado. Para ella, la verdad de Puccini estaba en aquella nueva organización, pero sentí que mi perplejidad y mi decepción calaban en ella.

Cuando la visita iba a finalizar, la guía nos llevó aparte y, a modo de compensación, nos presentó a la nieta de Puccini, Simonetta. Le pregunté por la casa que siempre es la que dejó el maestro y cambia constantemente y ella no se inmutó.

Investigué más a fondo.

Puccini no pasó sus últimos días en Torre del Lago, murió en Bruselas. Las versiones sobre si la operación a la que se sometió fue practicada con anestesia total o parcial varían, también el atropello del doctor Ledoux, que le trataba. El cadáver de Puccini fue enterrado en Milán y posteriormente su único hijo, Antonio, hizo trasladar sus restos a Torre del Lago, a una capilla privada que, al parecer, era su habitación original de trabajo, una habitación interior, sin vistas. Torre del Lago tampoco fue la última casa de Puccini, que se había mudado a otra villa en Viareggio que empezó a construirse cinco años antes de su muerte en 1924. Fue operado el 24 de noviembre, y murió en la clínica cinco días después.

Paloma González Rubio y Simonetta Puccini.

Puccini dejó inconclusa su Turandot, que se estrenó en la Scala de Milán el 25 de abril de 1926, dirigida por Toscanini. El director interrumpió la ejecución de la ópera tras la muerte de Liú, exactamente en el lugar donde Puccini había dejado la escritura, que fue completada sobre notas tomadas por él por Franco Alfano.

Simonetta, su nieta ilegítima, tuvo que luchar muchos años para que se le reconociera el parentesco con Puccini.

Mientras trataba de desentrañar la verdadera disposición de la casa, el motivo de la reforma brutal que había tenido lugar entre mi primera y mi segunda visita, me parecía que todo cuanto rodeaba a la propiedad estaba envuelto en una ficción urdida para ponerse a la altura de su música, que es la única verdad que queda de él.

Simonetta se despidió amablemente de nosotros tras varios minutos de conversación y se retiró a la planta superior de la villa. Subió unas escaleras exteriores encorvada, pese a su elegancia, abrumada seguramente por el esfuerzo de levantar un relato digno del legado del abuelo al que conoció igual que un admirador más de su obra. Murió en diciembre de 2017.

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