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La chavala que leía a Chirbes

La chavala que leía a Chirbes

Ahora van y se acuerdan de Rafael Chirbes: eso antes, hombre, cuando estaba vivo. Me vienen estas consideraciones a la cabeza porque la revista El Cultural, cuando todavía se adquiría con el diario El Mundo, le dedicaba el pasado 1º de octubre (Día del Caudillo para los que tenemos una edad), nada menos que la portada. Chirbes muerto crece, pero cuando estaba vivo sólo lo leían quinientas personas. Y no sé si tantas. “Quinientas, pero fieles”, me dijo una vez, hace diez mil años, una librera madrileña en Turner, calle Génova semi-esquina Alonso Martínez. “Son como una secta”, subrayó. “Por aquí vienen unas veinte, siempre al día siguiente de que Chirbes haya sacado novela nueva”. Se refería a los lectores de Chirbes como se habría referido al pueblo hebreo. “«¿Me das la última de Chirbes?» susurran. A veces parece como si mendigaran cocaína. Que es lo que es para ellos Chirbes: droga. Y droga dura, no se lo digo de broma”. No bromeaba, no, la librera aquella. Porque aún hoy Chirbes te lleva de paseo al infierno y, como no andes con ojo, te deja allí tirado hecho un pelele. Para mí, que soy un blando, Chirbes es depresivo; lo único suyo que he podido leer hasta el final son unos reportajes que escribía hace cuarenta años en la revista Sobremesa. Cuando se puso a hacer novelas, empecé dos o tres, pero jamás las terminé. Recuerdo una que iba de resistentes antifranquistas y a los pobres les pasaba de todo, pero nunca bueno, que era la tónica general de los relatos de Chirbes.

Que transcurrían entre la tragedia y el desastre.

"En literatura, menos pasar desapercibido, lo que sea. Raruno, escatológico, realista, dirty, social, perdido, mágico, apaisado o lo que sea, pero algo"

Un día los de la tele pillaron una novela suya, Crematorio, y sacaron una serie. Yo me alegré porque Chirbes, al menos, saldría de pobre. Nunca la vi, no me preguntes por qué, imagino que en esa época veía poco la tele, quizá nada. Siempre he dedicado poco tiempo a la tele. La tele es aburrida y un par de veces en mi vida ni siquiera he tenido tele. Además, no me entusiasman las series. Habiéndome gustado ir al cine más que comer palomitas, se me hace que ver una serie es como comer palomitas en vez de  jamón. En tiempos, aun así, eché tardes enteras viendo capítulos sesenteros de Star Trek, un vicio como el tabaco: no hay quién me lo quite, imperfecto que soy.

Y es que Star Trek es droga dura, una serie hippie que en los años sesenta veían Scott McKenzie, los Mamas and the Papas y Janis Joplin. Bueno, pero no quiero presumir de ver series, así que, volviendo a Chirbes, una vez salí con una chavala que lo leía (mucho) y eso me incomodaba. Me entraban celos, fíjate. Sentía que el ilustre valenciano me la quitaba, que tontería. Sí, tontería, pero en cierta ocasión tampoco soporté a Tabucchi por lo mismo: porque le gustaba a una chavala que me gustaba. Tabucchi, que era italiano, escribía en portugués y, como Chirbes, pertenecía a la escudería Anagrama, una editorial que siempre ha sentido atractivo por los raros, una categoría en literatura. En literatura, menos pasar desapercibido, lo que sea. Raruno, escatológico, realista, dirty, social, perdido, mágico, apaisado o lo que sea, pero algo. Hay que tener etiqueta, como el chorizo de pueblo y los garbanzos de Fuentesaúco: puro marketing. O no te comes un colín.

Total, que tienes que leer a Chirbes. Sobre todo si te van bien las cosas.

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