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La ciudad está tomada por la prisa

La ciudad está tomada por la prisa

Con el café y la tostada en el gaznate, el móvil del trabajo en una mano y en la otra el teléfono personal con un pódcast, paso detrás de ti cada mañana. Reconozco tu cogote, moreno y arrugado, tu pelo corto blanquísimo y el gesto de piedra de tu cara. Llego acelerada, porque voy con el tiempo pegado al culo, pero hay algo en ti que me detiene.

Pasar junto a ti es como atravesar, de pronto, el tramo de una ciudad antigua: plácida, lenta y solitaria. Una ciudad pegada al mar en la que amanece eternamente. Siento de golpe el primer rayo de sol sobre la frente, el sabor del café en la lengua y el olor que ha dejado la noche en mi pelo. Guardo los móviles en el bolsillo como quien se da cuenta, de sopetón, de que va armado.

Apple y Android, calibre 12 mm.

Observo cómo te desperezas lentamente: los pies colgando del banco meciéndose como dos juncos, las manos muertas sobre los muslos —aún mustias como los girasoles antes del primer rayo— y la mirada legañosa fija en un punto. Bostezas, señora piedra, y el simple hecho de bostezar me parece hoy remoto.

Fuera de ti, la ciudad está tomada por la prisa:

  • peatones apurando el último parpadeo del semáforo;
  • cláxones;
  • gente resoplando en la acera porque alguien les entorpece el paso;
  • taxis, coches, autobuses, motos, bicis, patines, patinetes eléctricos;
  • mandarinas peladas y envasadas;
  • tarjetas y móviles contactless;
  • recipientes que aceleran el tiempo de cocción en el microondas;
  • speed dates: tienes 30 segundos para que se fijen en ti;
  • Tinder, Grindr, Brenda: esta sí, este no;
  • 4 notificaciones nuevas en Instagram, 72 Whatsapp, 15 «me gusta» y 10 retuits;
  • Elevator pitch: cuéntale tu proyecto a un fulano en el ascensor en solo 20 segundos; los «CEO» están demasiado ocupados para escuchar tu murga.

Esta ciudad epiléptica, espídica, hiperactiva e impaciente no es lugar para los que bostezan. No es lugar para los ancianos, ni para los enfermos con problemas de movilidad; tampoco para los que deambulan: los vagabundos o los flâneurs, porque todos ellos entorpecen el tránsito de las calles y obstaculizan la prisa.

Por eso, señora tortuga, dar contigo cada mañana es dar con una fisura en el tiempo, con una falla. Porque eres como las largas tardes de domingo de la infancia, como una siesta de verano, como un día de fiesta nacional. Eres la personificación de la España lenta: envejecida, enferma, inútil, maleante. La España de los «analfabetos digitales»: sin WhatsApp, sin patinete eléctrico, sin cuenta en Gmail, sin Twitter, sin tarjeta contactless. La España improductiva, obviada, aletargada. La España que se ha quedado atrás, que no sabe de «digilosofía», que acude aún a las sucursales de los bancos a hacer gestiones y que, a estas alturas de la película, es incapaz de ponerse al día. La España extinta, aburrida, analógica. La España contemplativa.

Te has quedado atrás, señora tortuga, ya no pintas nada en esta velocísima ciudad.

Vienes de un tiempo remoto, convulso, reflexivo. De un tiempo, como todos los tiempos, cuyos días eran a ratos aburridos; del tiempo de las fábulas de Esopo, de las carreteras secundarias, del canal único de televisión, de la calesa y del Seiscientos. Vienes del tiempo de la liebre y la tortuga; del tiempo de la posguerra, de la espera y del tocino. Del tiempo en el que el aburrimiento no era un problema; el aburrimiento formaba parte de los días. Aburrirse, así, sin más, era tolerable. Simple y llanamente aburrirse: mirar a las musarañas; rascarse la barriga; matar el rato.

Así imaginó Velázquez a Esopo. Se parece mucho a ti.

Por eso me gusta mirarte cada mañana, señora tocino, porque eres un chute contra la velocidad. Un analgésico. Observo tus bostezos, la lentitud de tus manos y tu gesto de escultura. Envidio el tiempo ilimitado que concedes al desperezo y me coses al asfalto con tu calma: me olvido de que voy con el tiempo pegado al culo y te espío detrás del seto. A veces tengo ganas de salir de mi escondite y saludarte, pero creo que tu alfabeto pertenece a otra civilización. Que tus sílabas son laaaaargas, tu voz pausada y tus gestos lentos, y que no entenderás ni una sola palabra que pronuncie. «Bradilalia», así se llama la «ralentización del habla», formada por el prefijo griego brady-, «lento», y por -lalía, «habla».

Si te hablara, señora Bradilalia, me mirarías atónita, como si saliera de mi boca una lengua frenética e ininteligible, igual que miramos a aquellos que dominan un idioma y nos hablan como si también nosotros lo hiciéramos, cuando apenas balbuceamos dos palabras: —How are you?—. Por eso, temerosa, permanezco agazapada detrás de ti sin decir ni mu, hasta que salgo pitando para llegar a la oficina.

Es ella, la señora tortuga.

Aunque lo cierto es, señora Trankimazin, la absoluta verdad es que hay algo dentro de mí que hace que pronto pierda la atención y el interés por ti. Más allá de la distancia entre mi prisa y tu calma hay algo en mí que nos aleja, que me distrae de cualquier contemplación prolongada: llevo dentro un resorte, un cascabel, un electrodo. Los móviles que llevo en el bolsillo vibran levemente, con pequeñas sacudidas, como si un pez se estuviera quedando sin agua en mi bolsillo. Los auriculares siguen conectados al pódcast y sale un murmullo del abrigo. De pronto, compulsivamente, meto la mano en el bolsillo para acariciar las frías escamas de sus pantallas. Me calma comprobar que siguen ahí, tan cuadrados, tan dóciles, tan repletos de batería. Los saco: desbloqueo la pantalla, bloqueo la pantalla, desbloqueo la pantalla: correo, Telegram, Instagram, Twitter, Facebook. Bloqueo la pantalla. La desbloqueo. Y así una y otra vez, como si formara parte de un ritual neurótico.

Llevo dentro un resorte, un cascabel, un electrodo.

He perdido el interés en lo que acontece durante el camino, señora tocino. También yo voy a toda vela, también yo resoplo si alguien tarda en pagar o si mi vecina de 80 años tarda en subir al ascensor. También tú me incordiarías si te tuviera delante en un cruce y me entorpecieras el paso. Me gustas quieta, alejada. Me gustas de cartón piedra. Me gustas en una story, en una foto, en una serie. Me gustas conceptualmente.

También yo resoplo por la impaciencia que me genera la vejez, la descoordinación, los cuerpos lentos. Por el estorbo, en general, que me producen otros cuerpos cuando irrumpen en mi camino, cuando me sacan del bucle, cuando desvían mi atención.

¿Cómo es posible que haya cosas tan lentas si en menos de un minuto he contestado a un correo, a dos WhatsApp y he comprado un libro en Amazon que me llega esta tarde? ¿Cómo pueden convivir ambas velocidades?

Resoplo y para mis adentros me digo que algún día estaré así, que debo ser condescendiente con la gente lenta, con los ancianos, con aquellos que son incapaces de aprender a usar un móvil o la tarjeta contactless, con los que actualizan la cartilla y le dan palique a la cajera. Me digo que tengo que ser más tolerante con la espera, con las musarañas, con aquello que no va a la velocidad a la que van mis móviles. Me digo, también, que no tiene que ver con lo lento que van algunas cosas, sino con lo rápido que voy yo. Con el almanaque que llevo dentro. Con el cruce de datos, tareas, conversaciones y noticias. Con la matrioska de estímulos de distinta naturaleza que conviven dentro de mí, conectados unos con otros como una constelación: vídeos, fotos, libros, canciones, hilos, pódcast, series, palabras…

¿Galaxia o pantalla del móvil?

Cuando paso detrás de ti cada mañana, señora bostezo, hay otra palabra formada por el prefijo griego brady-, «lento», que se me cae de la boca al verte: «bradita». Una bradita, como tú, es una estrella fugaz de poco brillo que se mueve lentamente. La repito como una letanía mientras me alejo de ti: bradita, bradita, bradita. Y entonces, de manera milagrosa, mi bolsillo se ilumina como si contuviera una bradita, igual que si llevara en él un pez abisal: es el móvil del trabajo. Google Calendar me avisa de que mi reunión empieza dentro de 10 minutos.

Con el café y la tostada en el gaznate, el móvil del trabajo en una mano y en la otra el teléfono personal con un pódcast, me doy brillo (como una estrella fugaz) para llegar echando leches a la oficina.

La ciudad está tomada por la prisa

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