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Arden las pérdidas

Querido Ignacio:

Me has despertado en mitad de la noche con tu aullido de hijo lobo; me has sobresaltado invocando a tu madre con tu llanto de cachorro. Tu grito roto, huérfano, dolido.

Nota al inicio de tu libro.

He terminado tu grito, digo tu libro, digo tu viaje. Te he acompañado en los largos días de hospital que pasaste con tu madre. He comido del táper de marmitako de ama y he sentido su cariño en cada patata. He pasado la tarde en su cocina hojeando un cómic de Tintín mientras ella tendía en el patio y hablaba con las vecinas. He abierto contigo sus cajas con fotos y postales. La hemos sostenido en cada párrafo (tú como escritor y yo como lectora), incluso después de que dejara de asomarse a la ventana para despedirse de ti. Hemos cambiado juntos sus cosas de sitio, por si algún día le daba por reencarnarse en revista, en cacerola o en Torre Eiffel.

Por eso, ahora que la luna está llena, que llevo tu alarido en la cóclea, que tengo el vello disparado; ahora, que gracias a tu libro sé que tienes los pies planos, un testículo más grande que el otro y una fístula anal; ahora, que sé que eres tan farsante como yo y que buscas a alguien que te descongele el pecho después de lo de ama y que te haga olvidar la muerte…; ahora, provincianito mío, te propongo un plan.

Tú, que fuiste un niño tan deseado, que llevas el nombre del ginecólogo de tu madre y que ansías una vida accidentada y llena de adrenalina. Yo, que llevo el nombre de mi madre y mi hermano el de mi padre y que deseo una vida cálida y sosegada; tú y yo, hedonistas gracias al sacrificio previo de nuestros padres, caminaremos por carreteras abandonadas —esas carreteras secundarias que se parecen tanto a ellos— y llegaremos al lugar que mencionas en tu libro: la playa a la que van a morir los viejos barcos. Tú y yo, relicarios de nuestros padres. Tú y yo, como ama y son. Como aita y alaba.

Iré a recogerte dentro de 15 días a tu portal, en la calle Muntaner 266. Me reconocerás porque llevaré unas gafas de sol y una blusa azul con flores estampadas, como tu madre. Para que no digas que ya nadie se ocupa de ti y que ya nadie te cuida, antes de partir me entregarás en un pendrive tu historial médico para que te lo guarde. Yo también te entregaré el mío, claro, como en el cuadro de las lanzas de Velázquez, pero, en lugar de llaves, nos entregaremos memorias. Memorias USB. Te advierto que en varios meses me toca ponerme el recuerdo de la Hepatitis A; tal vez nos pille en Georgia. Te advierto, también, que no he pasado la varicela. Dicen que es peor pasarla de viejo. Que te puedes morir. ¿Te imaginas, Ignacio, muerta por varicela durante nuestro periplo?

Entrega de historiales médicos en USB.

Llevaremos una mochila con Toblerone que compraremos en alguna tienda, porque, aunque en tu libro no lo creas, no solo los venden en el aeropuerto. También llevaremos papel burbuja para entretenernos en el camino. Y nos haremos una foto antes de partir; una foto en tu azotea, con la escultura del tigre que ruge de fondo. Se la pediremos a tu amiga Laia —seguro que consigue el mejor encuadre y no nos corta los pies— y se la mandaremos al mismo pintor caribeño que tanto tardó en inmortalizar a ama en un retrato. En el retrato posaremos como dos exploradores ingleses del XIX, David Livingstone y Mary Kinsgley, y lo colgaremos en nuestros aposentos tras el viaje, como hizo Felipe IV con el cuadro de su hija Margarita. Como hiciste tú con el retrato de ama en el salón.

Como tú y yo no tenemos pasado, Ignacio, te hablo del futuro. Imagino que te estarás preguntando cuál es el plan, dónde iremos, qué maleta tienes que llevar. Pues bien, iremos caminando a Asia central, a Nukus (Uzbekistán), cerca del mar de Aral. Allí podrás ver, como ansiabas en tu libro, un cementerio de barcos.

Son 996 horas de trayecto a pie (5845 kilómetros). Si nos lo tomamos con calma y caminamos unas 5 horas al día, podemos llegar en 199 días; también podemos pasar días sin hacer nada en Ucrania, en Hungría, en Eslovenia, etc., y llegar en uno o dos años. O coger algún autobús, como los ALSA que cogías para volver a casa de tus padres los fines de semana; o hacer autostop. Me da exactamente igual cómo llegar. Me importa un bledo.

Sabes igual que yo que el destino no lo es todo; es solo el punto del mapa donde acaba el trayecto. Por eso, tengo una sorpresa para ti. He marcado con chinchetas en Google Maps los pueblos que nos pillan de paso; llamaremos a cada puerta hasta que alguien nos abra e iremos directos a la cocina. ¡Las madres del mundo, como hacía la tuya, nos darán de comer! Una cordillera de 5845 kilómetros de madres montaña nos guarecerán bajo sus faldas.

Madres croatas.

Porque este viaje, como tu libro, no va solo de barcos cascados y de carreteras abandonadas; también va de comida. Este viaje va de ollas y marmitakos como los de ama. De sartenes, cazuelas, pulpo a feira y bacalao al pil pil. Va de cruasanes de jamón y queso y de platos preparados durante horas por madres como la tuya. Va de vosotros. Va de cuidados. Va de amor. Va de desamparo. Va de pérdida: arden las pérdidas, como dijo Gamoneda.

Chip y su madre.

Sortearemos el frío de febrero con el calor de los fogones, acompañados de guisos, chanzas, madres y chascarrillos. Pasaremos el ratito como pasaba tu madre con la Campos y el Bigote Arrocet de Ucrania —Anastasia y Gregori Shevchenko, por ejemplo—, y buscaremos la rotunda voz de ama en cada cocina, en cada hornillo. Estallaremos el papel burbuja en el brasero, como hacía ella para calmarse. Sostendremos a nuestros muertos en las cucharas como fideos inertes, los sorberemos y veremos, en la concavidad de la cuchara ya vacía, la cara informe de nuestros padres. Rostros grises y alargados de El Greco. Fantasmagorías culinarias.

Ama e Ignacio son…

Por fin, querido Ignacio, después de 199 días o de 365 o de dos años llegaremos al mar de Aral. Lo sé, no es exactamente el lugar que mencionas en tu libro. No es el lugar al que van a morir los buques viejos. No es un crematorio de veleros. No es el lugar en el que encontrarás a ama, porque ama está en ti. Aquí los barcos no se convierten en otra cosa. No se aprovecha su estructura, no se hacen cacerolas con su amasijo de metal. En el mar de Aral los barcos no tienen razón de ser, como no la tienen los camellos en el océano Antártico.

Hoy, en el mar de Aral, los camellos se incrustan como erizos a los barcos.

En la década de los 60, los soviéticos quisieron transformar la zona más desértica de Asia central en la mayor productora de algodón del mundo. Para conseguirlo, construyeron un canal de 500 kilómetros en el desierto de Uzbekistán y desviaron a las zonas de cultivo parte del caudal de los ríos Amu Daria y Sir Daria, que desembocaban y alimentaban al mar de Aral. En 1998, el mar de Aral había perdido más del 60% de su superficie y el 80% de su volumen; ahora solo queda un 10% del agua que había antes de 1960. Eso sí, Uzbekistán es hoy el octavo mayor productor de algodón del mundo.

Desde entonces, el mar de Aral quedó transformado en desierto. Nosotros, como el mar de Aral, como tantos otros huérfanos, nos hemos secado, nos hemos desertificado; hemos perdido parte de nuestra superficie, de nuestro estrato. Tal vez haya florecido una mandrágora en el pueblo gallego de tu madre. Tal vez haya brotado un madroño en Guadix, el pueblo de mi padre. Pero llevamos dentro un cráter, un desastre ambiental, una catástrofe ecológica: ha caído una granada en nuestra infancia. Ya no somos hijos, aunque el algodón florezca aún en nuestras costillas. Aunque nos salga como espuma de la boca.

Ya no somos hijos.

Por fin habremos llegado al mar de Aral, como podríamos haber llegado a Salamanca. No importa. Porque este viaje de 5482 kilómetros, como tu libro, es solo la excusa para quitarnos la escarcha del tuétano. Para pasar el rato. Para inmortalizar a nuestros padres. Para cantarnos una nana. Porque el que canta sus males espanta; como el que lee, el que escribe y el que viaja.

Venga, Ignacio, no te quedes ahí como un pasmarote. No hay tiempo que perder. «Muévete, muévete», que tienes que prepararte para el viaje.

P.D.: ¿Sabías que en Japón las «ama» (海人) son unas buceadoras japonesas conocidas por la pesca subacuática y por recolectar perlas? En japonés, «ama» significa ‘mujer buceadora’.

Así que, si quieres, después de visitar el cementerio de barcos podemos seguir nuestro viaje hasta Japón para ver a las ama y bucear con ellas 😉. Total, el pintor caribeño no habrá acabado aún nuestro retrato.

Que no acabe nunca nuestro viaje

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Autor: José Ignacio Carnero. TítuloAmaEditorial: Caballo de Troya. VentaAmazonFNAC y Casa del Libro.

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