Los profundos cambios estructurales —y yo me atrevería a llamarlos, incluso, ontológicos— que están sacudiendo a la industria editorial instan tanto a los editores como a los autores a reflexionar y buscar una reinvención de sí mismos para adaptarse a la era digital de la IA. Eso de escribir un libro y mandarlo a una editorial esperando que lo publiquen no funciona. Tampoco funciona sacar largas tiradas, imprimir miles de libros, esperando a que un público impredecible los compre. Todo lo que está pasando con la llegada del modelo editorial reactivo (edición computacional reactiva) está afectando profundamente a grandes empresas editoriales en apenas cinco años. Pondré un ejemplo: Pearson sigue siendo la mayor editorial educativa del mundo. Y esa es, precisamente, la evidencia de su fracaso. No es una paradoja. Es la constatación de que el tamaño, en esta industria, dejó de ser sinónimo de salud. Durante la última década, mientras sus competidores directos —McGraw-Hill, Klett, Sanoma— desmontaban certezas y reconstruían sus negocios desde cimientos nuevos, el gigante británico experimentaba lo que el informe Global 50 Publishing Ranking 2025 (recientemente publicado y de fácil acceso desde Google) describe con eufemismo diplomático como “una profunda caída de ingresos”. No fue un tropiezo. Fue el colapso lento y documentado de un modelo de negocio que confundió su longevidad con su capacidad de permanencia.
Pearson siguió imprimiendo manuales. Siguió operando como si los estudiantes del siglo XXI aprendieran igual que sus abuelos. Y el mercado dictó sentencia.
El Global 50 de 2025 no es simplemente un ranking de tamaños. Es un registro forense de una extinción en curso. Entre sus páginas conviven especies en plena expansión y fósiles vivientes que aún respiran pero cuya desaparición es cuestión de tiempo. La pregunta que separa a unos de otros no es tecnológica. Es existencial: ¿para qué sirve una editorial cuando cualquiera puede publicar?
Como Pearson, decenas de grandes casas siguen operando con la lógica de 1995: un comité decide qué merece existir, se imprimen miles de ejemplares de algo que aún no tiene comprador, se distribuyen a librerías que los aceptan en depósito, y luego se espera. A veces funciona, pero son muchas más las veces que no.
La diferencia entre Pearson y McGraw-Hill radica en cómo entiende cada una qué es publicar, más que un simple asunto de inversión en tecnología.
El prestigio no paga las facturas
Alemania ofrece una lección de anatomía del colapso en tiempo real. El país de Goethe y Thomas Mann, cuyas editoriales literarias representaron durante generaciones el estándar internacional de la excelencia cultural, exhibe ahora los números de su propia caída.
S. Fischer, uno de los sellos más venerados de la literatura europea, facturaba 73,4 millones de euros en 2010. Catorce años después: 48,1 millones. Suhrkamp, templo de la teoría crítica y la narrativa de vanguardia, pasó de 39 millones a 34,5. Carl Hanser, Diogenes: otras versiones de la misma caída.
Ajustadas por inflación —que rondó el veinticinco por ciento en ese período— estas cifras describen negocios que se contrajeron entre un tercio y la mitad. No estoy hablando de una recesión temporal. Aunque la expresión es algo cruda, podríamos nombrarla como una hemorragia estructural.
Y sin embargo, a pocos kilómetros de distancia, otras editoriales alemanas florecían. Bastei Lübbe aumentó su facturación un setenta y cinco por ciento. Carlsen, un setenta y cuatro. No porque publicaran mejor literatura, sino porque dejaron de publicar solo literatura.
Mezclaron sin complejos alta cultura y géneros populares. Apostaron por el manga cuando el establishment cultural alemán aún lo consideraba subliteratura juvenil. Comercializaron directamente con lectores en lugar de esperar que las librerías hicieran el trabajo. Y —esto es lo crucial— escucharon qué estaban demandando comunidades reales de lectores, en lugar de intuir qué debería demandar el público ideal que imaginaban.
El informe arriba mencionado (Global 50 Publishing Ranking 2025) lo resume con precisión clínica: “La mayoría de las marcas editoriales más prominentes, que solían reclamar la más alta reputación en las páginas culturales de los periódicos, experimentaron caídas de facturación de dos dígitos porcentuales”.
Esas páginas culturales de los periódicos, dicho sea de paso, tienen cada vez menos lectores y menos influencia. Y las editoriales que confiaban en ellas como motor de ventas están descubriendo que el prestigio no paga nóminas.
Furor nipón
Hay un dato en el Global 50 que pasa casi inadvertido pero que cuenta una historia demoledora: en Francia, el japonés se convirtió en la segunda lengua fuente para traducciones literarias, solo por detrás del inglés. Desplazó al italiano, al sueco, a todas las literaturas de las que tradicionalmente se importaba ficción de calidad.
No es un fenómeno exclusivamente francés. Alemania muestra la misma curva. Lo que cambió no fue el gusto de los lectores —o no solo eso—. Cambió la lógica de cómo el contenido encuentra audiencia.
Durante décadas, el circuito funcionaba así: un autor italiano publica una novela premiada, un editor francés o alemán la lee, compra derechos, encarga traducción cuidada, publica edición impecable, envía ejemplares a suplementos culturales, espera reseñas favorables, confía en que un público educado en esa tradición la compre. El sistema requería un ecosistema completo: críticos con autoridad, medios especializados, librerías que dieran espacio en sus mesas, lectores formados en esa cadena de prescripción.
Ese ecosistema se está desmoronando. Los suplementos literarios pierden tirada. Los críticos consagrados envejecen sin que voces nuevas los reemplacen con igual autoridad frente al triunfo de las cookies tan anónimas como virales. Las librerías especializadas cierran. Y la nueva generación de lectores consume más libros que nunca pegados a las pantallas de sus endemoniados dispositivos y dejándose conducir por algoritmos igualmente endemoniados que priorizan captación (engagement) sobre prestigio acumulado.
Mientras tanto, el manga llegaba por otra ruta. Sin pasar por críticos. Sin necesitar reseñas en Le Monde, Babelia o Frankfurter Allgemeine. Directamente de comunidades de lectores a estanterías, impulsado por un boca a boca digital que se mide en millones de interacciones, no en columnas de periódicos cada vez menos leídos.
Média Participations, grupo francés especializado en bande dessinée y cómic, creció de 338 millones de euros en 2012 a 697 millones en 2024. Superó el doble de su tamaño mientras las editoriales literarias alemanas perdían un tercio del suyo. La diferencia no estaba en la calidad de lo publicado. Estaba en entender dónde y cómo se formaban las nuevas comunidades de lectores.
Las editoriales tradicionales apostaban por lo que debería gustar. El mercado —o más precisamente, miles de micro-comunidades algorítmicas— decidía por sí mismo qué quería leer. Y cuando ambas cosas dejaron de coincidir, solo una de las dos sobrevivió.
La matemática del cambio
En Argentina, durante 2024, el promedio de tirada por título cayó a 1.646 ejemplares. Es el nivel más bajo en siete años, y probablemente sigue siendo optimista para la realidad del mercado. Las editoriales alemanas tradicionales consideran que 3.000 a 5.000 copias es el “mínimo viable” para un título de ficción literaria.
Ese número no refleja estimación de ventas. Refleja las limitaciones de la tecnología offset: existe un punto por debajo del cual el costo unitario se dispara, haciendo inviable económicamente la producción. Entonces se imprime no lo que se espera vender, sino lo mínimo que la máquina permite producir a precio razonable.
El resultado es mecánico: tirada de 5.000, ventas de 3.000, pulpa de 2.000. El modelo exige anticipar demanda con seis a doce meses de antelación, cuando el libro todavía no existe, basándose en reputación del autor, intuición editorial, quizás algún estudio de mercado que analiza qué funcionó el año pasado.
Es apostar. Con otro nombre, pero es apostar.
Clube de Autores, la plataforma brasileña, lleva quince años operando con lógica opuesta: imprime un libro cuando alguien lo compra. Si se vende uno, se imprime uno. Si no se vende ninguno, no se produce nada. Ha publicado 150.000 títulos de 90.000 autores sin mantener un solo ejemplar en almacén. Cero inventario. Cero capital inmovilizado. Cero riesgo de sobreproducción.
La empresa alemana Tonies, que factura 481 millones de euros vendiendo audio para niños, no genera ningún archivo sonoro hasta que un niño coloca la figurina correspondiente en su dispositivo. Solo entonces el sistema materializa el contenido solicitado.
Las editoriales tradicionales, mientras tanto, mantienen almacenes, organizan logística de devoluciones, planifican campañas de saldos. Destinan entre el veinte y el treinta por ciento de sus costos a gestionar el desperdicio inherente a producir antes de saber si alguien quiere comprar.
Insisto: no es una cuestión tecnológica. Es filosófica.
El silencio que dice todo
Simon & Schuster aparece este año en el Global 50 con un asterisco. Está listada pero no ranqueada. No ha publicado cifras financieras desde que el fondo de capital privado KKR la adquirió en 2023.
Ese silencio cuenta una historia. Los fondos de inversión no compran empresas sanas con modelos robustos y perspectivas claras. Compran cuando huelen vulnerabilidad, cuando la valuación está deprimida, cuando hay activos subutilizados que pueden reestructurarse, optimizarse, revenderse con ganancia.
KKR no ha publicado sus planes, pero la secuencia es predecible: cierre de sellos no rentables, migración acelerada a formatos digitales y audio, reducción drástica de tiradas, automatización de procesos editoriales, eliminación de estructuras redundantes. Todo lo que una editorial tradicional debería haber hecho voluntariamente durante la última década pero que requirió la intervención de inversores externos con un único mandato: maximizar retornos en el plazo más corto posible.
El contraste es elocuente. Mientras Simon & Schuster se reestructura en la sombra, Penguin Random House y HarperCollins reportan crecimiento transparente. No porque sean intrínsecamente superiores. Porque llevan años adaptándose, adquiriendo capacidades digitales, experimentando con nuevos formatos, construyendo canales directos con lectores.
HarperCollins compró recientemente operaciones de manga de Crunchyroll para Francia y Alemania, y adquirió la editorial alemana de guías Gräfe und Unzer. Su CEO lo explicó sin eufemismos: “Nos interesa adquirir y agregar capas extra de contenido y segmentos, aumentando la escala de nuestras operaciones porque eso nos da más estabilidad y más rutas al mercado”.
No está defendiendo un modelo editorial del siglo XX. Está construyendo algo distinto.
Penguin Random House Grupo Editorial opera en nueve países hispanohablantes, dirigiéndose a 600 millones de personas. Creció durante una década mediante adquisiciones que la llevaron del siete al veinticinco por ciento de cuota de mercado. Pero ahora, dice su CEO, la estrategia es otra: “Maximizar la visibilidad de nuestros catálogos en todos los países donde operamos”.
Es decir: dejar de crecer comprando y empezar a operar lo que ya se tiene, pero con lógica de plataforma. Contenido como materia prima que se puede reformular en múltiples formatos, territorios y canales.
Mientras Simon & Schuster se reestructura a puerta cerrada, sus competidores directos ya no se preguntan si deben cambiar. Se preguntan cómo acelerar la transformación.
Nuevas geografías, viejas preguntas
Brasil duplicó en cinco años el número de títulos publicados con ISBN: de 103.880 en 2019 a 213.005 en 2024. Pero el crecimiento no vino de las editoriales tradicionales. Vino de autores publicándose a sí mismos, de microemprendimientos editoriales, de plataformas que ofrecen servicios profesionales sin contratos leoninos.
La autopublicación en Brasil creció un 460% en ese período. India muestra patrones similares con Pratilipi —treinta millones de usuarios, un millón de escritores, nueve millones de historias— y Matrubharti, operando en diez idiomas regionales. Argentina reporta que casi la mitad de sus títulos nuevos provienen ya de circuitos no tradicionales: servicios de autor, microeditoriales, plataformas digitales.
Polonia, con Empik —la mayor cadena de librerías del país— lanzó en 2023 su propio servicio de autopublicación. Ya tiene 6.500 usuarios. El ochenta y seis por ciento publica libros electrónicos.
Lo notable no es que esto ocurra. Es dónde ocurre con mayor intensidad. Los mercados emergentes, que nunca tuvieron infraestructuras editoriales tradicionales sólidas, están construyendo ecosistemas de publicación sin heredar los modelos del siglo XX. No tienen que desmantelar nada. Pueden construir directamente sobre lógicas nuevas.
Es el mismo fenómeno que vivió África con la telefonía móvil: países sin redes de cable terrestres se saltaron esa fase completamente y desplegaron redes celulares desde cero. Leapfrogging tecnológico. Mientras Europa discutía cómo migrar de cobre a fibra, África instalaba antenas 4G en aldeas que nunca habían tenido teléfono fijo.
En edición está ocurriendo lo mismo. Mientras en Alemania, Francia o Reino Unido las editoriales tradicionales libran batallas defensivas intentando preservar márgenes y estructuras heredadas, en Brasil, India, Argentina y Polonia se está inventando qué significa publicar en el siglo XXI sin la carga de tener que justificar por qué el modelo anterior ya no funciona.
La especie que sobrevive
Charles Darwin nunca dijo que sobrevive el más fuerte. Lo que postuló es que sobrevive el más adaptable. El Global 50 de 2025 documenta una selección natural implacable.
De un lado, especies en extinción: editoriales que operan con tiradas especulativas, distribución proyectiva, marketing en medios cuya audiencia envejece, decisiones basadas en intuición de comités que llevan décadas tomando las mismas decisiones. Pearson sangrando ingresos. Las literarias alemanas perdiendo un tercio de facturación. Simon & Schuster adquirida por capital riesgo y reestructurada en silencio.
Del otro, organismos en expansión acelerada. No todos son plataformas tecnológicas. Algunos son editoriales tradicionales que supieron mutar. McGraw-Hill tiene tamaño comparable a Pearson, pero crece mientras Pearson se contrae. La diferencia no está en sus recursos. Está en que el ochenta y dos por ciento de sus ingresos provienen de flujos recurrentes: suscripciones a plataformas donde el contenido nunca termina de publicarse porque se actualiza constantemente.
Penguin Random House factura cinco veces más que Storytel, pero ambas crecen porque las dos —cada una a su escala y manera— migraron a lógicas donde la producción responde a demanda verificable en lugar de anticiparla.
HarperCollins no compra operaciones de manga porque “el manga esté de moda”. Las compra porque entiende que diversificar capas de contenido permite responder ágilmente a demandas de comunidades específicas sin depender de un único segmento de mercado.
La sentencia del mercado es clara: colapsan quienes confundieron tamaño con adaptabilidad, prestigio con modelo de negocio sostenible, tradición con capacidad de permanencia.
La pregunta que nadie quiere responder
Volvamos entonces a la pregunta que planteaba al principio. ¿Para qué sirve una editorial?
Durante cinco siglos la respuesta fue obvia. Gutenberg inventó la imprenta y con ella creó una barrera de entrada infranqueable: solo quienes controlaban capital y tecnología podían producir libros en masa. Las editoriales existían porque eran las únicas capaces de hacerlo. Seleccionaban qué merecía ser publicado no solo por criterio cultural sino porque alguien tenía que hacerlo: no se podía publicar todo. Producían, distribuían, y capturaban la mayor parte del valor porque controlaban medios de producción inaccesibles para otros.
Esa barrera desapareció. La digitalización eliminó costos fijos de producción. La impresión bajo demanda eliminó necesidad de tiradas mínimas. Las plataformas de distribución global eliminaron ventajas geográficas. Las comunidades de lectores en línea eliminaron el monopolio de la prescripción cultural.
¿Qué queda entonces?
Las editoriales que sobreviven —y prosperan— están construyendo respuestas nuevas. No mejores versiones de lo anterior. Cosas distintas.
Algunas se convirtieron en arquitectas de comunidades. No deciden qué publicar basándose en intuición de comités, sino en identificar demanda verificable de colectivos reales y responder con agilidad. Spotify no produce música, pero su ecosistema descubre artistas y conecta creadores con audiencias a escala imposible para sellos tradicionales. Editoriales que operan con lógica similar están creciendo mientras las tradicionales se contraen.
Otras se especializaron en servicios profesionales desagregados. Clube de Autores, los microemprendimientos argentinos, las plataformas asiáticas no reemplazan el trabajo editorial. Lo profesionalizan y lo ofrecen a la carta: corrección, diseño, comercialización. El autor elige qué necesita y paga solo por eso, en lugar de firmar contratos donde todo viene empaquetado a cambio de ceder el noventa por ciento de los ingresos.
Algunas entendieron que el contenido dejó de ser objeto para convertirse en dato estructurado que puede materializarse en formatos múltiples según demanda: impreso cuando alguien lo pide, digital cuando otro lo prefiere, audio para quien lo escucha, serie animada si una comunidad lo demanda masivamente. La editorial orquesta esa materialización flexible en lugar de producir un único formato especulativamente.
Las que colapsan son aquellas que siguen respondiendo “¿para qué sirve una editorial?” con la respuesta de 1995: para fiscalizar la calidad de los libros y proporcionar un marco de prestigio tanto a la obra como al autor. Pero lo cierto es que —disculpe la insistencia— el prestigio no paga las enormes facturas que la cadena de producción offset genera por cada tirada.
El Global 50 de 2025 certifica la muerte de esa respuesta. No fue culpa de Amazon. Ni de una supuesta “crisis de lectura” —que los datos desmienten—. Ni de TikTok. Fue por insistir en que el tamaño, el prestigio acumulado y la tradición secular podían garantizar la continuidad de un modelo de negocio que ignora el profundo cambio de era en el que nos encontramos.
Lo que muere y lo que nace
Los guardianes de la imprenta están perdiendo una guerra que malinterpretaron desde el principio. Creyeron que luchaban contra competidores: Amazon, plataformas digitales, autopublicación. En realidad luchaban contra algo mucho más implacable: la lógica de un mercado que acabó con las apuestas en producción especulativa cuando existen alternativas que solo materializan contenido ante demanda verificada.
El informe que nos ocupa está llamando la atención sobre esto: los modelos de edición reactiva se están imponiendo y aplastando al modelo offset. Son ecosistemas donde autores y lectores se conectan con menor mediación, donde el contenido se materializa solo cuando alguien lo demanda, donde comunidades validan calidad sin esperar el imprimátur de instituciones tradicionales, donde publicar dejó de significar “imprimir” para significar “dar acceso”.
Algunas editoriales tradicionales están migrando hacia esos ecosistemas. Otras se resisten, convencidas de que su prestigio, su tamaño, su catálogo histórico las inmuniza contra las leyes del mercado.
El Global 50 documenta quiénes tienen razón. Los números no mienten. Ni los algoritmos.


Otro gran artículo de Raúl Alonso sobre el mundo editorial : un análisis claro, serio, denso, lleno de datos. Un oasis de información en el desierto de la prensa cultural española.
Gracias al autor por tan minucioso artículo. Verdades como puños para sacudir el anquilosado negocio editorial.
Muy buen artículo, muchas gracias! En México se han hecho más ferias del libro, en su mayoría “remates” y editoriales como Penguin dominan el espacio en librerías. En lo personal yo compro el equivalente a 50 euros en mi librería de confianza y tengo kindle unlimited así que leo otros 4 o 5 libros al mes de los títulos que hay allí.