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Storieshunters (Cazadores de historias)

Storieshunters (Cazadores de historias)

«Nuestro destino nunca es un lugar, sino una manera de ver las cosas»

(Henry Miller)

Hasta hace pocos años, cuando en las entrevistas me preguntaban cómo me definía, respondía que era un profesor que escribía. Desde hace tiempo contesto que soy un escritor que da clases.

Durante unos años, redacté el temario e impartí dos asignaturas optativas en Bachillerato: Historia del cine, en 2º, e Historia y vida en 1º. Los alumnos de segundo contemplaban como una marcianada el cine mudo, se sorprendían de que hubiese buenas películas en blanco y negro y, al igual que las generaciones precedentes, alucinaban con la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, con Charlton Heston como un héroe de la antigüedad. Historia y vida la planteé para que los adolescentes entendiesen que conocer las Humanidades ayudaba a comprender el mundo que les había tocado vivir.

"Los abuelos agradecían emocionados que sus nietos se interesasen por su biografía, que les prestasen atención durante unas horas"

Mis alumnos de primero de Bachillerato, para aprobar la última evaluación, debían realizar el siguiente trabajo: ejercer como periodistas y entrevistar a un familiar mayor (preferentemente alguno de sus abuelos) para que les contase su vida. Todo el mundo quedaba satisfecho con el resultado. Los abuelos agradecían emocionados que sus nietos se interesasen por su biografía, que les prestasen atención durante unas horas en las que enhebraban sus recuerdos y hacían un balance vital. Los nietos se sorprendían de la extrema dureza de la vida antigua, de los contrastes entre el pasado y el presente y, sobre todo, de que sus abuelos, por encima del bienestar material, valorasen el esfuerzo y el sacrificio y añorasen la solidaridad y los afectos colectivos.

Cada trabajo iba acompañado de fotografías escaneadas de sus abuelos jóvenes haciendo la mili, en su boda, divirtiéndose en las fiestas patronales, en sus primeros trabajos o en su etapa de inmigrantes. La atenta lectura de aquellas biografías y la contemplación de las fotos daba para muchas novelas. Había tales dramas de infancia y juventud que sobrecogía leerlos, pues la mezcla de miseria, acontecimientos berlanguianos y realismo mágico era como si uno reviviese el viaje a Las Hurdes de Alfonso XIII y Marañón, viese Plácido y después leyese Cien años de soledad.

Ben-Hur. Charlton Heston.

Muchos de mis alumnos procedían de dos pueblos de mi provincia olivarera. Dos localidades de gente trabajadora que, hasta iniciada la década de 1960, vivían en tal atraso secular, en un tiempo tan estancado, que la salida laboral para la inmensa mayoría de hombres (y no pocas mujeres) fue la emigración, irse al extranjero a buscarse el pan. Aquellos años de emigración, en los que se deslomaban trabajando en talleres y fábricas, fueron para todos ellos de los más felices de sus vidas. Una de aquellas historias me conmovió.

"Los escritores somos ladrones de guante blanco de otras vidas, storieshunters (cazadores de historias), corsarios de los recuerdos ajenos"

La alumna ilustró el trabajo con dos fotografías de mundos antagónicos. El abuelo, que trabajaba de operario en una fábrica de Alemania, se había echado una novia germana, dueña de un supermercado. Ella conducía un descapotable en el que, los fines de semana, ambos viajaban y reían con el viento en la cara. En una foto, una atractiva y sonriente rubia, de aire moderno y con minifalda, estaba sentada en las rodillas de su novio español, un muchacho con camisa blanca remangada, moreno y de piel cetrina que parecía el figurante de una españolada de Alfredo Landa. Él estaba decidido a quedarse en aquel país adelantado de mujeres altas y rubias. Cuando la madre se enteró de que se había enamorado de una alemana, metió en un sobre una fotografía donde, en una calle de tierra apisonada del pueblo, aparecían dos mujeres vestidas de negro de pies a cabeza, con una rigidez y seriedad propia de los daguerrotipos del siglo XIX. La madre y la novia. En el reverso de la foto la madre escribió con letra temblorosa: «Ella te espera». Reconcomido, el hombre, cuando ganó el dinero suficiente para unos ahorrillos, regresó a su pueblo agrícola y se casó con su novia formal. Él conservó la fotografía con la alemana, y le dijo a su nieta que nunca la olvidó.

Serie Mindhunter

Paul Auster dice que si prestásemos atención a cualquier persona al contarnos su vida, podría escribirse una novela, pero que no dedicamos tiempo a escuchar a las personas. El neoyorquino dirigió durante un año un programa radiofónico en el que leía breves relatos enviados por los oyentes. La condición era que la historia, por increíble que fuese, debía ser verídica. Paul Auster recibió más de cuatro mil textos, de los cuales seleccionó ciento ochenta y los publicó agrupados en un libro bajo el título Creía que mi padre era Dios.

La serie Mindhunter (cazador de mentes) me gustó mucho. Trata de la historia de los perfiladores del FBI, tres personas empeñadas, en los años setenta, en entrevistar a asesinos en serie encarcelados para establecer patrones de conducta que facilitasen la identificación y detención en el futuro de psicópatas criminales. Pues bien, los escritores somos ladrones de guante blanco de otras vidas, storieshunters (cazadores de historias), corsarios de los recuerdos ajenos para incorporarlos como material narrativo a nuestra obra. ¿Y cuándo se sabe que una historia es buena para convertirse en novela? ¿Cómo conseguir un buen argumento? ¿Qué parte de imaginación hay y qué dosis de realidad robada?

"En literatura en general, y en novela histórica en particular, admiro a los gigantes y me parecen bufonescos los cabezudos encaramados sobre zancos que se creen gigantes"

Hay escritores (sobre todo noveles) que piensan que la escala del éxito de una novela estriba en la originalidad de su argumento y sueñan con conseguir una historia con la que pegar un pelotazo literario, pero en mi opinión, lo importante en cualquier libro es la suma de creatividad, intuición y oficio. El diamante en bruto de una historia puede parecerle un vulgar pedrusco a otros autores, incapaces de apreciar las cualidades literarias que esconde.

Suelo leer y escribir escuchando Radio Clásica en voz baja. Es una costumbre que adquirí en mis años de universidad, cuando subrayaba los apuntes o los pasaba a máquina tecleando a dos dedos. Si suena alguna romanza o coro de zarzuela, sonrío, pues esa música me lleva en volandas al país de los recuerdos. Gigantes y cabezudos es una zarzuela ambientada en Aragón cuyo coro de repatriados me fascina. Es la escena musical donde unos soldados maños, tras la Guerra de Cuba, regresan con su uniforme de rayadillo a Zaragoza y se emocionan al contemplar el Ebro, la basílica del Pilar y poder abrazar a sus padres. Si estoy solo en casa o en el coche canto el coro de repatriados en voz alta, sin miedo a que nadie dispare contra el pianista, como decían los carteles en las películas del Oeste.

De chico, en la cabalgata de feria de mi ciudad salían, junto al lagarto de la Magdalena, los gigantes y cabezudos de cartón piedra. Me gustaban los gigantes y me repateaban los cabezudos por su ridículo trotecillo y su manía de acercarse a los niños para asustarlos. Pues bien, en literatura en general, y en novela histórica en particular, admiro a los gigantes y me parecen bufonescos los cabezudos encaramados sobre zancos que se creen gigantes. Y es que hay gente a la que el fracaso se le sube a la cabeza.

El Señor de los Anillos

En el Antiguo Testamento, en el libro del Génesis, justo antes del pasaje del Diluvio Universal, hay un misterioso versículo que parece entresacado de El Señor de los Anillos: «Existían entonces los gigantes en la tierra, y también después, cuando los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres y ellas tuvieron hijos: éstos fueron los héroes famosos de la antigüedad». Pues bueno, en mi amado siglo XX hubo tres gigantes de la novela histórica a nivel mundial: Robert Graves, Marguerite Yourcenar y Umberto Eco. Las novelas más representativas de cada uno de ellos no están basadas en historias rebuscadas o de extrema originalidad. Ellos, gracias a su genialidad, las convirtieron en obras memorables que desafían el paso del tiempo.

En mi opinión, Yo, Claudio y Memorias de Adriano corroboran que las buenas novelas históricas hablan del presente a través del pasado, mientras que las malas hablan del pasado a través del presente.

"Creo que el aprendizaje y disfrute literario se logran mediante un equilibrio entre la lectura de las novedades y la relectura (o descubrimiento) de los clásicos"

Esto, que a primera vista parece un trabalenguas, no lo es. La esencia de la gran literatura es su capacidad para emocionarnos, para identificarnos con los personajes o reprobarlos, de darnos cuenta que el corazón y la mente son los mismos hoy que hace siglos, de manera que todo en la historia se repite, aunque revestido con diferentes ropajes y distinta intensidad.

Las malas novelas históricas están imbuidas de presentismo, que es la proyección de valores del presente en el pasado. Esa narrativa acartonada traslada ideologías y opiniones de la sociedad actual a tiempos pretéritos, y además de exhibir un amasijo de defectos, es incapaz de despertar emociones. No me extraña: está escrita por doctrinarios. Mario Vargas Llosa lo expresa con su habitual elegancia de pensamiento: «Las historias deben seducir al lector no por sus ideas, sino por las emociones que inspiran, por su carácter sorprendente y por todo el suspense y el misterio que llegan a generar».

Creo que el aprendizaje y disfrute literario se logran mediante un equilibrio entre la lectura de las novedades y la relectura (o descubrimiento) de los clásicos. A mí, al menos, no me falla ese cóctel. En los últimos años hay un movimiento renovador de la narrativa histórica en diferentes países que me interesa mucho. El siglo XXI demuestra una audacia creativa que convierte en clásicos algunos libros a velocidad supersónica, sin que se requiera el lento paso del tiempo para ese proceso de filtrado, y ello no sólo por la simultaneidad de éxito de crítica y lectores, sino por la rápida influencia en otros autores. Sería parangonable a lo que, en el cine, ha sucedido con determinadas películas de Spielberg, George Lucas, Ridley Scott, Tarantino y Clint Eastwood. Hay autores españoles que han hecho evolucionar la novela histórica que, en los años ochenta, Planeta democratizó y prestigió Edhasa. Pero hoy quiero referirme a los guiris.

Serie Wolf Hall, adaptación de la trilogía de Hillary Mantel

Muchos escritores extranjeros están renovando en este siglo la narrativa histórica con la búsqueda de otros enfoques y la experimentación de voces narrativas. Han superado la manida recreación mimética del pasado y priorizan la literatura sobre el historicismo, y sobre todo, conducen a un interesante diálogo entre el pasado y el presente. Leerlos, además de entretenerme, me mantiene al día y me enseña.

Más que predilectos tengo predilectas. Dos mujeres.

Ya he manifestado varias veces mi debilidad por la inglesa Hilary Mantel, cuya trilogía sobre Enrique VIII ha supuesto reescribir el canon sobre la novela histórica. Con una voz narrativa adensada mediante el flujo de conciencia, emplea el presente de indicativo no para trasladarnos a empellones al pasado, sino para traernos el pasado al presente. Ella es una especie de cronista de los pensamientos del rey que ejecutaba esposas con la despreocupación de quien deshoja margaritas.

"Maggie O’Farrell ha escrito una novela sobre el hijo muerto de William Shakespeare de tal potencia narrativa que es imposible leerla sin conmoverse hasta el tuétano"

Recientemente parecía que yo, transfigurado, había bajado del monte Sinaí con las Tablas de la Ley, pero si María José —mi mujer— me observaba, se daba cuenta que lo que llevaba en la mano era Hamnet, de Maggie O’Farrell. Esta autora, nacida en Irlanda del Norte, ha escrito una novela sobre el hijo muerto de William Shakespeare (del que apenas se conocen unos cuantos datos contrastados) de tal potencia narrativa que es imposible leerla sin conmoverse hasta el tuétano. Maneja las emociones con maestría, usa los datos históricos con cuentagotas para no abrumar y concibe algunos capítulos con tanta originalidad que uno no sabe si aplaudir, subir la portada a las redes sociales o telefonear a los amigos para recomendársela (hice las tres cosas). Mi mujer, por cierto, leyó Hamnet… Le encantó.

¡Marchando tres autores franceses! —como si estuviésemos en una cafetería, no en un bistró—. Éric Vuillard comprime una historia en un puñado de páginas; en sus cuatro novelas ha parido un estilo literario de esquemática belleza —muy juanramoniana— y combinado el tiempo pasado y el presente para hacer comentarios propios de un reportaje histórico. Jean Echenoz, en las cien páginas de su novela 14 condensa el primer año de la Gran Guerra desde el bando galo, y con un lenguaje podado de florituras nos conduce de la inicial alegría de los soldados (agosto de 1914 fue un verano de música y flores) al drama y a la melancolía de las trincheras. Y Laurent Binet, en HHhH, nos relata la operación de comando que mató al siniestro Heydrich en Praga en 1942, pero lo hace con una originalísima voz narrativa donde mezcla autoficción, ensayo y novela, y donde en ocasiones las fronteras entre el pasado y el presente se desdibujan.

Escena de la Guerra Civil Española.

Toda la producción literaria del cubano Leonardo Padura me gusta. Escribe una novela tan negra y sabrosona como el café. Este Princesa de Asturias de las Letras, autor de El hombre que amaba a los perros —para mí, una novela histórica— acerca del asesinato de Trotsky, hizo otro escarceo en esta modalidad narrativa en La transparencia del tiempo mediante una estructura que combina diversos tiempos históricos. Sus libros exigen una lectura tranquila, como si las horas las midiesen viejos ventiladores de aspas colgados del techo.

Y ahora, en la recta final, quiero hablar de un autor y de un libro. Arturo Pérez-Reverte. Línea de fuego. Hijo del XX, el cartagenero apuró el siglo convertido en un superventas y en el XXI ha alcanzado el prestigio académico y se ha consolidado como el escritor más internacional en idioma español.

"Las miserias de la retaguardia de ambos bandos no aparecen en la novela, sólo las acciones en el frente, donde brota lo más abyecto y lo mejor de la condición humana"

Los premios de la crítica, tanto nacionales como autonómicos, son muy refractarios a concederse a novelas históricas. Por eso cuando alguna de ellas resulta galardonada, quienes amamos esta literatura brindamos para celebrarlo. El hereje, de Miguel Delibes, recibió en 1999 el Premio Nacional de Narrativa, y Línea de fuego ha obtenido el Premio de la Crítica en 2021. Han pasado algo más de dos décadas entre uno y otro reconocimiento, pero silbemos el tango de Carlos Gardel, porque veinte años no es nada.

La escritura de este miembro de la RAE limpia, fija y da esplendor al idioma mirando al futuro y al pasado, porque sabe cuándo usar un neologismo, emplear un cultismo o rescatar un arcaísmo. Si los neologismos son el desfloramiento de la lengua, los sonoros arcaísmos recuperan palabras tragadas por el sumidero del olvido. Pensemos en sus artículos en prensa o en Alatriste.

Mantiene incólume su territorio literario y su estilo ha evolucionado hacia la depuración de un lenguaje de absoluta eficacia narrativa. Nada sobra y falta en su modo de contar, al igual que ninguna escena falta o sobra en el montaje de las películas de Alfred Hitchcock.

Salvar al soldado Ryan

Línea de fuego se ambienta en 1938, durante la batalla del Ebro, en un imaginario pueblo aragonés donde, a lo largo de unos pocos días, combaten tropas nacionales y republicanas hasta que, como en el desenlace real de la batalla, se retiran las fuerzas gubernamentales del territorio ganado en los primeros compases de la fulgurante ofensiva.

Al igual que en las escenas bélicas de Salvar al soldado Ryan parece que las tomas las realiza un corresponsal de guerra con una cámara al hombro metido en el fregado, en la novela el narrador introduce al lector en el cogollo a base del presente de indicativo y de una voz narrativa —de ritmo acelerado en los tiroteos— que, de manera deliberada, recuerda al tono de palabras ametralladas a máquina de las crónicas periodísticas, como si los acontecimientos sucediesen en la actualidad y el deber del narrador fuese testimoniarlos.

Las miserias de la retaguardia de ambos bandos no aparecen en la novela, sólo las acciones en el frente, donde brota lo más abyecto y lo mejor de la condición humana, y donde el afán por salvar el pellejo —cobardeando y huyendo si es menester— convive con el heroísmo de alto octanaje. Hay escenas antológicas, como la de la embarazada que da a luz y es ayudada por ambos bandos, convertida en símbolo esperanzador de la lucha fratricida. Todo el territorio literario revertiano aparece en esta Ilíada de nuestra guerra civil, pues los soldados pueden ser igualmente griegos y troyanos, o franceses y británicos en Waterloo, ya que el libro tiene la virtud de radiografiar la condición humana y resaltar la épica. Hacer hincapié en el factor humano y dejar en umbría las ideologías es uno de los principales aciertos de la novela de un escritor al que la vida le ha dado un aspecto de arponero elegante, como si, con las piernas cruzadas, leyese Moby Dick en el velador de alguna terraza junto al mar.

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