Escribir como única opción para los contaminados por la guerra, para quienes habitan sus márgenes, prolongándose entre tanta muerte, solo libres en las agónicas pausas del cuerpo, violentos en la generación del deseo. Masacrados por esa arquitectura suburbial en la que conviven obreros, inmigrantes y disidentes sexuales; condenados por ser deicidas en un sistema que solo permite la gloria del triunfador: escribir permite privatizar la conquista del alma y sugerirse —en el silencio, sí cabe la exaltación— ese destino final, al que tanto derecho tienen los perdedores. En Escritos de un viejo indecente, texto recopilado por Anagrama en el volumen Bukowski, relatos y ensayos, el autor norteamericano confiesa que, en ocasiones, nada mejor puede hacer un hombre que escribir lo primero que se le pase por la cabeza. Es en la inmolación a través de la palabra, la suicida reordenación del yo cuando espejean los sudores del patíbulo y nada, salvo el verbo abrasador, puede salvarle de la muerte. La literatura es una apuesta insalubre, bien por la resurrección a través del instinto, o bien por la disolución final del que no sabe perecer empleando la violencia y se ve abocado a la palabra, al ahorcamiento en imágenes que solo significan recuerdo, estelas que han preterido el ardor de la calle y sufren voluntariamente las reglas nada balsámicas de la abdicación y el frío. Charles Bukowski quiso resucitar por medio de la literatura y sobrevivir convertido en fusilero, en el valedor de lo que se llora por debajo de la piel y luego se escribe.
En sus crónicas confesionales, concentradas en la primera parte de la antología, Bukowski abraza el dolor, asumiendo que solo él puede destruirle y que sin él no hay razón para vivir y tampoco para matar. Matar a quienes representaban, al igual que su padre, a la clase acomodada y sumisa, pero también embrutecida, que pretendió prolongar la tensión del sistema en el más débil: en el obrero, en el mendigo o en el propio hijo desarmado aún de la palabra y de los recursos físicos que pueden y deben vehicular el odio. Cortar el césped del jardín —relata Bukowski— y permitir que alguna de las briznas sobresaliese del resto equivalía a recibir una paliza —fueron muchas— y también a una mutilación progresiva de ese sentimiento de servidumbre que él siempre vinculó con la muerte y, más aún, con los ejércitos de muertos en vida que mueren un poco más cada día en sus puestos de responsabilidad, en sus cloacas domésticas o ejerciendo, a diferencia de él, el sagrado oficio de la poesía: «La poesía —escribe, poco, en su artículo “Fingirse poeta y serlo”— proviene de donde has vivido y cómo has vivido y de lo que te hace crearla. La mayoría de la gente ya ha entrado en el proceso de la muerte a los cinco años y, con cada año que pasa, queda menos de ellos, en el sentido de que ser original empieza por la oportunidad de abrirse paso y alejarse de lo que resulta evidente y lo que mutila».
Fue ese dolor el que, poco a poco, granuló su rostro; el que le hizo embadurnarse de infierno y procrearse en él, como si su extraña apatía por la muerte multiplicara su cuerpo y su divergencia —a veces soez, pero siempre programática— significase ser ubicuo en todos los fangos y en todos los frentes de guerra que le permitieran vivir bebiendo sangre. Sexo, cocaína y ese desaire patológico del que no busca ser absuelto, que se cortaría las dos manos antes de recibir perdón de los otros, cadáveres con la luz apagada que solo buscan redimirse en la basura. Sangre, en definitiva, con la que alimentar su curva, cicatriz y escribir. Escribir con el cuerpo, con sus volúmenes y vacíos, con las censuras de piel erosionadas por la mendicidad militante y el deseo. Escribir urgido por esa enfermedad tan inconstante que se anuda a los dedos y nos hace gritar. Grita y grita y gritan sobre la máquina de escribir, siempre robusta entre excrecencias, insultos y alardes; siempre eficaz contra las explosiones de la calle, que apartan al escritor de su visión terrenal; siempre fiel, cuando la muerte en vida amenaza con destruir al poeta: «Justo entonces —confiesa Bukowski en Distracciones de la vida literaria— cede la pata de la mesa, y solo me da tiempo a coger la botella mientras la máquina de escribir se estrella contra el suelo. Eso nunca le pasó a Mailer ni a Tolstói. Echo un trago de la botella. Luego me acerco a la vieja máquina. “No te mueras, h. p., de ninguna manera”. Ha aterrizado derecha. Me siento en el suelo, alargo las manos y pulso todas las teclas. Escribo: “no te mueras en mi infinidad”. Me devuelve el tecleo de inmediato, así sin más. Es dura como yo».
Vivir para la literatura para no vivir sin ella. Vivir cada palabra, porque estas son trazos de piel puestos en fila, segregados del cuerpo para que el proceso creativo aspire la verdad. Vivir para la literatura y constatar rabiosamente que la poesía no es una cuestión de status, de metodología acomodada ni de sumisión. Para eso bastaría con morir. Bukowski fue un defensor de la vida. Vivir, pues, para que la muerte no acentúe los dolores pretéritos. Solo exorcizándose de la impostura estilística, solo viviendo cada palabra hasta arrancarle la grasa para que reduzca, se puede escribir algo que merezca la pena. «A la raza humana —afirma en Sobre la matemática del aliento y la ruta— se le da muy bien la tradición, engañar y modificar una postura. Lo que necesitan los que quieren ser escritores es situarse en un área de la que no puedan salir por medio de maniobras flojas y sucias».
Del dolor se vive; en el dolor se muere. En el dolor subsiste el cuerpo y desde el dolor se disuelven poderosas catedrales que ya no desean arder. Si algo nos permite saber la lectura prolongada de relatos y ensayos es que, lejos de simplificar la agonía del perdedor absoluto, Bukowski nos enseñó que la literatura, como la vida, es un manantial de sangre del que se sobrevive bebiendo.
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Autor: Charles Bukowski. Título: Bukowski, relatos y ensayos. Traducción: Eduardo Iriarte. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.


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