Nos aterra y por eso la rehuimos, la exiliamos a recintos rodeados de cipreses extramuros, la trasladamos a hospitales y residencias propiedad de fondos buitre. La sacamos de casa a empellones y, aun así, la muerte, conciliadora, no reclama venganza. Cuando se nos va alguien querido atesoramos su recuerdo a través de una fotografía colocada sobre el aparador, evocamos viejas risas compartidas, olemos una prenda arrancada al olvido. Es entonces cuando la muerte sabe dejarnos en paz, sin intromisiones, cediéndonos el poder para convocarla a nuestra merced. Acudirá rauda a nuestros arranques de melancolía y, si sabemos dominarla, regresará a las sombras como un fantasma dócil.
Ana y el propio lector apechugamos con Madalena lo mejor que podemos. Ella es la otra viuda, el reverso de toda historia, una persona con quien apenas podemos empatizar porque la autora otorga a Ana carta blanca para despreciar su dolor y negarle cualquier atisbo de empatía. Madalena es un personaje complejo y extraño, uno de los grandes hallazgos de esta novela. Madalena es la muerte impregnada en la frente, es el recordatorio de que la vida sigue aunque no tengamos fuerzas para afrontarla, es el espejo en el que no queremos mirarnos, es la inevitabilidad llamando —flojito— a nuestra puerta.
Con el pequeño apartamento de Ana como decorado teatral y casi exclusivo de la novela, las dos adultas y Catarina, la niña que Ana portaba en su vientre en el momento de la tragedia, tejen su mapa de ausencias entre silenciosos mutis por el foro. Una pequeña tribu de mujeres dolidas y hombres proscritos. Ellos ni están ni se les espera. Porque en esta historia los maridos mueren, los padres van a juicio para deshacerse de sus hijas y los amigos desaparecen ocultándose detrás de postales de Navidad (“los hombres no duran, o mueren o se matan o se largan, escarabajos.”).
Mientras el reducido hábitat se va colmando de la energía ambivalente de Madalena, los pasos arrastrados de Ana, el recuerdo de André, marido y padre muerto, y el carácter taciturno de la niña Catarina, los saltos en el tiempo hacia adelante y hacia atrás no alteran la omnipresencia del duelo, la imposibilidad de que las personas felices acompañen verdaderamente a los seres dañados y los claroscuros de la maternidad. La autora nos va golpeando con sutileza, adentrándonos en el pozo de Ana, al tiempo que nos reta a dudar de su profundidad, planteándonos que puede resultar incluso habitable. La gran tesis de Salomão parece ser que la aceptación activa del dolor, la renuncia controlada a una vida que ya no podrá ser y una dosis no letal de autocompasión son compatibles con la esperanza en un futuro herido pero posible.
Y justo cuando Salomão nos tiene en la palma de la mano, cuando nos ha convencido de que no hay nada más que esperar para sus personajes, que la melancolía y la memoria son trajes que nunca se arrugan ni pasan de moda, que hay heridas que no pueden cerrarse del todo; una ventana se abre en ese apartamento abigarrado de recuerdos y muerte. Por ella se cuela una brisa distinta que nos sorprende arrebujados bajo una manta en el sofá. Y con ella, la oportunidad de un comienzo, la posibilidad de otras sílabas y otros sábados más amables.
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Autora: Mariana Salomão Carrara. Título: Si no fuera por las sílabas del sábado. Traducción: Regina López Muñoz. Editorial: Tránsito. Venta: Todostuslibros


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