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La naturaleza vuelve (a los libros)

La naturaleza vuelve (a los libros)

La separación del hombre con respeto a la naturaleza que trajo la industrialización y esa cultura ignorante del “¿De dónde viene la leche? ¿Del supermercado?” tuvo un reflejo en la literatura que necesita más revisión y estudio. La segunda mitad del siglo XX fue un tiempo en el que, salvo excepciones notables, la naturaleza dejó de tener cabida en la novelística o al menos redujo mucho su presencia. Si uno analiza los espacios en los que se movían los personajes de muchas de las mejores novelas de los años 80 y 90 del siglo pasado, se llega a la conclusión de que no suceden en ninguna parte. Apenas se describían los lugares, porque el entorno había quedado oscurecido por el brillo de los personajes y de sus preocupaciones. Los ámbitos en los que la vida se desarrolla se redujeron a escenarios de cartón-piedra verbal.

Muerta y enterrada la literatura proletaria, la bonanza económica (aunque relativa, pero así sentida en tantos rincones del primer mundo) y la paz en Occidente nos trajeron mucha literatura acomodada que rara vez salía del perímetro del ombligo del escritor, y cuyo único horizonte eran los deseos y frustraciones de quien escribía. Como el exceso también es fértil, esta corriente de egocentrismo en el que la naturaleza apenas encontraba lugar también nos ofreció maravillas como las de mi idolatrado Philip Roth o nuestro castizo e igualmente genial Paco Umbral. Esa literatura del yo desbocada también provocó que no pocos autores de talento estuvieran a punto de descarrilar o llegaran a caer por la sima de su ego. En esas estuvo mi admirado Paul Auster, entregando todo su talento en demasiadas aventuras literarias a explorar su escritorio, en lugar de sacar la nariz más allá del cuarto en el que escribía. La cuestión llegó a ser tan literal en el caso del bueno de Auster que nos ofreció incluso un libro que se llamó así, Viajes por el scriptorium. Menos mal que obras mayúsculas como El libro de las ilusiones o la muy reciente 4 3 2 1 nos han recordado que el autor de la Trilogía de Nueva York también sabe ver más allá del papel que tiene delante.

"Nuestro añorado Miguel Delibes lo supo ver bien y pronto, y por eso nació como escritor en nostalgia del campo, y dedicó tantos años y tantas obras a ensalzar aquello que otros olvidaban"

Pero volvamos al principio, que es esa naturaleza recuperando su lugar en los libros. Lo que más me llamaba la atención en esos años de escritura egocéntrica y naturaleza ausente era que esas obras de vuelo corto y mucho espejo parecían flotar en el vacío de un laboratorio. Como si la vida de los personajes sucediera en una probeta. La naturaleza, que nos lo da todo, no era nada en sus páginas. Un jardín dominado. Como mucho un árbol que alegraba la vista al protagonista o un río que sonaba para decorar el camino de algún personaje meditabundo. Los animales eran nuestra compañía, sin más. No eran animales en sí mismos, sino al servicio de nuestros deseos. Nada existía literariamente hablando si no iba a ser utilizado. Eso ocurría porque la literatura de los años del consumo creía precisamente en eso, en que todo se encuentre al alcance de nuestra mano para ser utilizado. Cuando Rachel Carson publicó su notable ensayo Primavera silenciosa en 1962, advirtiendo que la contaminación y los pesticidas dejarían mudo el campo, alguien debería haber escrito que lo natural también desaparecería de los libros. Nuestro añorado Miguel Delibes lo supo ver bien y pronto, y por eso nació como escritor en nostalgia del campo, y dedicó tantos años y tantas obras a ensalzar aquello que otros olvidaban.

El tiempo dirá si este siglo XXI que ahora vivimos traerá buena o mala literatura, pero intuyo que hasta ahora ha concedido al menos que la naturaleza vuelva a ser la protagonista velada o palpable de muchas historias contemporáneas. El milagro ha ocurrido porque la conquista final de nuestro mundo por parte de las empresas, estirada hasta lo agónico en el invierno digital, por fin ha provocado una reacción en la cultura, y que muchos artistas se quiten la venda de los ojos y vislumbren que necesitamos volver a lo natural, que debemos reconciliarnos con el medio. Las consecuencias del cambio climático, cada vez más palpables, han llamado a la conciencia ecológica en los artistas. Las historias han abandonado las localizaciones asépticas y convencionales. Recuerden el vacío robótico de Philippe Djian, Bret Easton Ellis, Milan Kundera y tantos otros, y recréense en la delicadeza visual de la geografía de Libertad, de Jonathan Franzen, o el Canadá de Richard Ford. La Nueva Zelanda de Las luminarias, de Eleanor Catton. Más que eso: ahora la literatura sobre naturaleza es un género en alza, no solo en la novela sino en el ensayo, que vive una época dorada en ese nature writing que el mundo anglosajón no ha tardado en bautizar y que ya tiene sus clásicos.

"Este blog que comienza su andadura se llama Objetivo Thoreau como homenaje perpetuo al maestro de la naturaleza en la literatura"

Henry David Thoreau o Ralph Waldo Emerson son los nuevos héroes para muchos escritores. Quizá no se exagere si se afirma que son tan inspiradores para los autores en activo como Kafka, Joyce o Sartre para generaciones anteriores. Los congresos sobre literatura y naturaleza se multiplican, así como las cátedras de ecocrítica y literatura. Las editoriales huelen el filón y comienzan colecciones y reediciones. En España nacen editoriales cuyo catálogo mima el medio natural e incluso se ha inaugurado Liternatura, el primer festival de literatura y naturaleza.

Este blog que comienza su andadura se llama Objetivo Thoreau como homenaje perpetuo al maestro de la naturaleza en la literatura. En él trataré de servir al lector los mejores libros que toman el medio natural como forma artística o los ensayos que divulgan la naturaleza de una manera accesible y amena. Mi primer objetivo será la noticia feliz de la vuelta a librerías de los clásicos del naturalista Konrad Lorenz servidos por la editorial Tusquets. Pero eso será la semana próxima.

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