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La niña refugiada del barco de Neruda, una española sin España

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La niña refugiada del barco de Neruda, una española sin España

Ser la pasajera más joven del Winnipeg fue solo un anticipo de los acontecimientos extraordinarios que viviría Elena Castedo tras la Guerra Civil española, cuando a los dos años llegó al exilio chileno junto a otros 2.000 republicanos en el barco fletado por Pablo Neruda: refugiados que como ella «fueron de España pero sin España».

Con 20 años obtuvo una beca para estudiar en Estados Unidos, donde trabajó como modelo de éxito hasta que volvió a Chile en 1966 para titularse en la universidad. Diez años después —también becada, viuda y con hijos— se doctoró en Harvard, y en 1990, su novela Paradise fue finalista del máximo galardón literario estadounidense. Ahora rememora en una entrevista con Efe su vida desde su residencia de Boston (EE.UU.).

—¿Cómo llegaron sus padres a embarcarse en el Winnipeg?

—Todas las historias dependen de quienes las relatan. Mi madre, Elvira Magaña Cuadrado, contó que los refugiados en París supieron de un barco dispuesto a llevarlos a Chile, pues el presidente chileno había comisionado a Pablo Neruda que trajera trabajadores. Intelectuales ya los tenían. Mis padres, como universitarios, no sabían hasta el final si nos dejarían embarcar. Mi padre, Leopoldo Castedo Hernández de Padilla, en sus Contramemorias de un transterrado, dice que en París Rafael Alberti lo llevó a visitar a Neruda, que le prometió entrada en el Winnipeg. A veces mi padre dio detalles que no encajan con dicha versión.

—¿Cómo fue la llegada de los expatriados a Chile?

—Llegamos con estrechez. Íbamos a los mercadillos callejeros. Recogíamos fruta en los parques. Mi contribución era recolectar caracoles del jardín. Eran un demonio: los metía en una cacerola y se empeñaban en huir. Luego de varios descalabros culinarios mi madre aprendió a cocinarlos. Invitaba a otros refugiados para un festín de caracoles con arroz. Después, amigos suyos del Winnipeg pusieron pescaderías. ¡Qué alegría! Mi padre conducía el camión con pescado desde la costa. Mi madre llevaba un limón en el bolso y me daba almejas crudas con zumo. Deliciosas. Yo comía lo que fuera. La fruta chilena era maravillosa.

—¿Qué hacían los exiliados para rememorar su patria?

—Los amigos de mis padres armaban cuchipandas en nuestra casa. Cantaban, discutían a gritos, tocaban la guitarra, ensayaban teatro, contaban chistes, se disfrazaban con cualquier cosa… Mitigaban sus penas con éxito, y sin vino. Fue la etapa más divertida de mi vida.

—Usted coincidió con Neruda en más de una ocasión. ¿Cómo fueron esos encuentros?

—Emocionantes. Se conmovió algo cuando le dije «estoy viva gracias a ti». Como es sabido, coqueteaba con las mujeres jóvenes. Si yo vestía de morado me decía «ahora te llamas Violeta», si de color rosa «ahora te llamas Rosa», si de amarillo y blanco «ahora te llamas Margarita».

—¿Cómo cree que fue el sentimiento de desarraigo para sus padres, que llegaron con 25 años, en comparación con el suyo, que se crió en Chile y no tenía otros recuerdos?

—La buena comida y la extraordinaria cortesía chilena sanaron pronto las heridas físicas y psíquicas de la guerra y los campos de concentración franceses. No se unieron a la colonia española que había emigrado voluntariamente. Aseguraban que pronto caería la dictadura y volveríamos. Pasaban los años. Sus familiares en España envejecían o se morían. Entonces empezó a escocerles el dolor del exilio. Yo crecí en una «España virtual» detenida en los años 30. Me decían: «Aprende historia de España, que en el cole te van a colgar». Pero no volvíamos.

¿Tan intenso era el anhelo de volver a España?

—Los refugiados vivieron su vida productiva en el exilio forzado. Diez años después de llegar mis padres se divorciaron. Mi padre no volvió. Su tercera esposa era chilena y poco amiga de españoles. Muchos, como mi madre, volvieron ilusionados al morir Franco (1975). ¡Por fin, su tierra! Pensaron que les pagarían el pasaje, y se reconocería que por defender la legalidad habían arriesgado sus vidas, perdido todo y pasado 36 años de exilio. Pero se sintieron como una hija expulsada injustamente por un padre tiránico, que volvía para gozar lo que le quedaba de vida entre los suyos. Pero sus hermanos se habían olvidado de ella, y no les apetecía compartir ni el techo ni la herencia. Si la dictadura no hubiese durado tanto, se lamentaban, hubiésemos vuelto suficientemente jóvenes para exigir respeto contra ese peso muerto que decía «¿para qué pensar en cosas desagradables?». De viejos se vieron derrotados por segunda vez.

—¿Cómo se sintió usted al volver a España?

—Yo volví a España en 1971 ya con hijos. Me sentí completamente en casa, excepto que no había libertad, como en otros países. Había que tener cuidado, difícil para las que no tenemos pelos en la lengua. Fue impactante que parecía que la causa de la guerra había sido obra de Dios, y a los republicanos nos habían pegado el mote de «rojos», como decir «criminales». Pero fue emocionante reunirme con mi familia, que tanto había anhelado desde lejos. Lloré ríos.

—¿Cómo ha marcado su vida el Winnipeg? ¿Qué le sugiere esa palabra?

—Me marcó eternamente como persona desarraigada por una sublevación ilegal.

—Sin otros recuerdos que los de Chile, a donde llegó con dos años, ¿se sentía de allí?

—En el barrio me llamaban «Elena de España». Otras chicas también eran distintas: una era coja, otra vestía encajes, otra era huérfana, otra llorona… O sea, ser anormal era normal.

—Se define como nómada. ¿Qué es para usted el desarraigo?

—Para mí, mis primos en España estaban en el mismísimo ombligo del mundo. Con la nostalgia de nuestros mayores, todo allí era deseable, necesario y delicioso. «Conocíamos» las ciudades, los pueblos, las canciones, los dichos, los comerciales de la radio, la universidad, las playas, los conciertos del Teatro Real, los amigos y compañeros de colegio de nuestros padres, los pelos y señales de nuestros abuelos y tíos… Los personajes famosos no eran los que se enseñaban en mis clases, sino esos que tenían conexiones personales con nosotros. Yo le escribía a una prima de mi edad y a mi abuelo paterno. En esa España embalsamada, fascinante, llorada, adorada, siempre presente y a punto de hacerse realidad transcurrieron mi infancia y adolescencia. Puedo imaginármelo, pero no sé cómo es no ser una persona desarraigada.

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