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La noche de los cuchillos: El mediocre frente a la inteligencia artificial

La noche de los cuchillos: El mediocre frente a la inteligencia artificial

Como ya os conté en el artículo «El Proyecto Maquet: Espadachines e Inteligencia Artificial», el objetivo final de esta aventura que mezcla literatura y tecnología era conseguir copiar el estilo de los libros del Capitán Alatriste sobre un texto de otra persona. Es decir, intentar mejorar el estilo de un escritor mediocre copiando el estilo de otro autor. Como cuando los feos nos ponemos filtros en las fotos de Instagram para salir menos feos, o los malos cantantes se meten filtros y filtros de voz para hacer que suenen como los ángeles, o al menos lo intentan.

Para ello, con nuestro querido Maquet lo que conseguimos fue una herramienta extremadamente sencilla que nos iba diciendo si habíamos acertado en el estilo o no, y nos iba dando puntuaciones. Escribimos un párrafo, y nos da con colores cuáles son las palabras que hemos acertado a colocar en la redacción para sonar como un texto de los libros del Capitán Alatriste y cuáles no. En azul las malas, en verde las buenas. Las que dan puntos son las verdes. Las “revertizadas”, que decíamos nosotros.

Un párrafo de “La noche de los cuchillos” sin revertizar

Por cada palabra azul, Maquet nos va ofreciendo palabras verdes que podrían dar puntos positivos si las cambiamos. Esto hará, por supuesto, que tengamos que ir cambiando la redacción del texto. Así que puede que acaben cambiando las frases, aparezcan nuevas frases o se eliminen. Es algo así como un corrector de estilo.

Como veis, el texto de ese párrafo tiene algunas palabras verdes, y es que el escritor mediocre que elegimos para esta prueba es un lector de las novelas de Capitán Alatriste, y algo retiene en la retina, pero ni mucho menos ha sido capaz este escritor mediocre de alcanzar el estilo, ya que está por debajo del 50% en ese párrafo. Vamos, un aficionado y nada más.

"Si pudiera conseguir que mis textos fueran como los de las novelas del Capitán Alatriste tal vez me esperase un futuro prometedor"

He de decir que el escritor mediocre de esta historia es el que escribe este artículo, que no quise involucrar a un tercero más en un proyecto tan interesante, y quise ser yo el que se sometiera de partida al experimento de transformar mi texto. Además, si pudiera conseguir que mis textos fueran como los de las novelas del Capitán Alatriste tal vez me esperase un futuro prometedor con un nombre misterioso de escritor anónimo de novelas.

Una vez analizado el párrafo, Maquet ofrece una lista de palabras sugeridas por cada palabra “no revertizada”, y cada una de ellas tiene una barra verde clara y verde oscura que indica cuántos puntos de “revertización” nos otorga si la utilizamos en ese momento. Cuanto más verde clara sea la barra, mejor para revertizar, más filtro del que da puntos para simular el estilo que buscamos. Aquí, por ejemplo, las palabras «brío», «dineros», «compasión» o «escondidos» puntuaban bien para mejorar el resultado de nuestra revertización, pero debemos ver si nos encajan esas palabras para la redacción.

Recomendaciones de Maquet para una palabra “no revertizada”.

Jugando a sustituir palabras, a coger puntos como el jugador que recoge moneditas en el Mario Bros para ganar más puntos, fuimos cambiando la redacción. Un poquito de «brío», un poco de «tercios», un poco de lo que nos iba encajando… Como el que intenta pintar un cuadro de Joan Miró utilizando las mismas formas y colores, o como el juego de hacer retratos al estilo de Picasso al que juego yo con mi hija pequeña, “Mi Survivor”, que la llamo yo.

"Necesitábamos una historia inicial que revertizar, y me daba mucho miedo"

En ese juego tenemos un dado, una ruleta, o cualquier sistema para añadir aleatoriedad. Y en una plantilla tenemos seis ojos izquierdos, seis ojos derechos, seis narices, seis bocas, seis orejas izquierdas, seis orejas derechas y seis formas de caras sacadas de algunos retratos hechos por el gran Picasso.

Hacer un retrato como Picasso consiste en ir tirando el dado por cada una de las partes de la cara y ver qué oreja izquierda, qué nariz o qué boca te toca dibujar. Con ellas formas una cabeza al estilo de Picasso que luego hay que decorar con rotuladores o lapiceros. Es un ejercicio divertido que sirve para hablar de pintura, para jugar, y para entretener a los jóvenes con los colores durante un buen rato. Toma nota para este confinamiento si no lo conocías, que puede que saques un rato entretenido con ellos.

Una cara al estilo de Picasso hecha con el juego.

Pues así fuimos haciendo con todos los párrafos del texto que escribí yo. Fuimos jugando a poner en verde nuestro párrafo manteniendo la narración original de nuestra historia. Esto nos fue llevando a resultados curiosos y floridos que utilizaban las palabras que generaban puntos de “revertización” en nuestra narración.

El mismo párrafo pintado casi todo de verde. Revertizado.

Y de esta forma, podíamos obtener un resultado completo. Pero como he dicho, necesitábamos una historia inicial que “revertizar”, y me daba mucho miedo. No quería hacer algo que tratara a los personajes de una serie tan potente pudiendo modificar la historia. Al final, al escritor del Quijote «de Avellaneda» —sea quién fuere— ya se encargó el gran Cervantes de darle lo suyo y lo del pulpo en la segunda parte de las aventuras del Quijote por haber osado a hacer algo así.

Y como dije en la presentación del Proyecto Maquet que hicimos, simplemente me faltaron arrestos para hacer algo así. Por eso, elegí un pasaje en el que omití conscientemente al Capitán Alatriste. Elegí a Íñigo Balboa como protagonista de este pasaje y lo acompañé de la referencia de su demonio rubio con tirabuzones, Angélica de Alquézar, y la aparición del siempre tenebroso Gualterio Malatesta.

"Con esos mimbres me hice lo que en el mundo de los cómics norteamericanos se llama un fill-in, o una historia de relleno"

Con esos mimbres me hice lo que en el mundo de los cómics norteamericanos se llama un fill-in, o una historia de relleno, un pasaje sin importancia en la narración global de la trama que sirve para entretener al lector con los personajes con una aventura atemporal que el editor puede poner en cualquier momento en el que el tebeo del mes no llega a tiempo a completarse por algún problema con el equipo creativo. En esos momentos se cuela la aventura de trámite y se da tiempo extra al equipo creativo.

Pues bien, eso es lo que hice yo con La noche de los cuchillos, crear un pasaje de relleno en el Madrid del Capitán Alatriste en el que Íñigo Balboa tiene una mala experiencia por andar cuando no debe por donde no debe en busca de quien no debe. Menos mal que al final el que menos debía aparece para poner fin al drama. Esta es la historia del “mediocre”.

La noche los cuchillos (escrita por Chema Alonso)

Las callejuelas de Madrid no son lugar para perderse a según qué horas. Maleantes, viejos soldados saliendo de las mancebías y cuchilleros a sueldo con muchas damajuanas a cuesta y pocas mujeres que los hayan calmado dispuestos a hacer un trabajo gratis por mantenerse en el negocio, o malandrines de poca monta a la búsqueda de una bolsa que pueda sonar algo, son motivaciones que no hay que desdeñar para que a uno le corten la golilla. 

Íñigo Balboa lo sabía tiempo ha. Y desde luego lo aprendió a fuego en virtud de aventuras pasadas, sabiendo que tampoco importa en las noches de luna ausente si eres duque o vienes de un tugurio, si te has criado con vajilla de plata, o si la puta que te parió era o no era de esta España tan maltratada. Si eliges mal la baza que jugar, te puedes topar con una revisión completa de tus pecados. 

Para otros, no es casual el momento, y acechan como serpientes buscando ratones en los rincones más ocultos, los chaflanes oscuros y los muros de los soportales. Entre el olor de orines mezclados, atentos a los sonidos de las pocas almas perdidas que pierden camino por estos prados. 

Eso sí, cuando estás al acecho en estas noches, sabes que en este negocio hay que tener buen oído, y buen olfato para no elegir toparse con un viejo soldado de esos que abundan por la corte, con mucho hierro encima, poco oro en los bolsillos y muchas ganas de hacer cobrar a alguien todos los desprecios hechos por las vuecencias que los maltrataron. 

Hay que tener ojo, pues son más peligrosos los que cargan las herramientas sin que suenen demasiado. Esos tienden a ser los que se han acuchillado a gusto y placer en las mil y una batallas por las que las botas de los tercios españoles pisaron, como el caballo de Atila, para que no volviera a salir la hierba ni a brotar un maldito hereje que hiciera afrenta a esta oscura y católica España. Esos saben degollarse como Dios manda, que en esta España Dios lo manda en toda Europa. 

Algunos regresan a estas horas a sus escondites, después de haber tenido su ración de damajuanas, sus envites con la desencuadernada, cuidados de alguna mujerzuela, o regresan tras sobrevivir una noche más a los vapores del vino. Que más tercios españoles ha matado estas noches de Madrid un florín, un estilete o una pappenheimer, por culpa de la lengua descontrolada al calor de más jarras de las necesarias, que por el ataque de un hereje. 

Hay que buscar la víctima adecuada. Un pusilánime perdido buscando faldas ajenas. Un burgués cegado por la avaricia de hacer negocio a cualquier hora, a cualquier precio, incluso si ese pudiera conllevar encontrarse con un pasaje directo a ver a San Pedro. Un alma en pena que ha decidido ahogar sus penas en una taberna de mala muerte que esté pidiendo a gritos abandonar este mundo. Abandonarlo, por supuesto, sin un maravedí, que allá donde vaya no le va a hacer ninguna falta, que la entrada ni al cielo ni al inferno se paga allí. Si alguien quiere ganarse el cielo en esta España tiene que pagar los peajes con tintineo de oro en bolsillos que dan la absolución. En este imperio que decae, el oro tanto abre las piernas de una dama de calidad como las puertas del cielo con el perdón de un obispo. 

Íñigo Balboa lo sabía e iba con sumo cuidado. Pegado a los muros buscando las sombras. Pisando como había aprendido de muy niño para escabullirse de lugares donde su vida valía menos que la de un gato herido. Lejos de las hachas de luz. Lejos de los mil peligros que él sabía que estaban ahí, pese a que él no los viera. Escuchando los gemidos de una alcoba, los ronquidos, risas o ruidos de alguna guitarra herida en una corrala, o a los gatos callejeros tener sus más y sus menos en un tejado. Buscando el sonido, el bulto o el cambio que fuera que no encajara en ese paisaje para ponerse a correr como alma que lleve el diablo de vuelta con el Capitán Alatriste. 

Lo había dejado dormido después de una larga jornada, y él necesitaba comprobar si era cierto que el demonio con rizos dorados que le había hecho prisionero estaba de vuelta a la corte. Quería ir a ver si en la mansión de su tío, Luis de Alquézar, podía capturar algún indicio de su presencia otra vez. Si Angélica había regresado de su viaje, sus problemas comenzarían a acrecentarse una vez más. Pero la incertidumbre y la ausencia de noticias le habían tenido en vela sin poder dormir los últimos tres días. Y hoy era la fecha en la que debía regresar. 

En esos pensamientos andaba, viendo los rizos y la mirada de Angélica de Alquézar en sus pensamientos, cuando le asaltaron los dos bandidos. Confiados ambos, salieron sin mucha prisa de sus rincones oscuros. Con sonrisas amplias en sendas bocas vacías de dientes. Con mechones de pelo sucios que daban aspecto de llevar mucho tiempo sin haber pasado por un buen baño. Iban pertrechados con sendos cuchillos malcuidados, que tanto te pueden matar por que te atraviesen con saña los órganos adecuados, que por la infección que te pueden causar. No eran más que malhechores en busca de presa fácil. 

Íñigo Balboa los tenía delante y sabía que sus opciones eran pocas para escapar fácilmente. Iba a tener que pensar cómo zafarse de los pinchos que sin duda iban a acercarse mucho a su gañote, ya fuera para forzarle a dar todo lo que tenía, ya fuera por el disgusto que les daría ver que no tenía nada, o por la represalia que tomaran en él. Así que mientras aún se regodeaban como el gato que tiene capturado al ratón, se tiró de cabeza contra el estómago del más enclenque para tumbarlo, sorprendido, y hacerle sangrar la cabeza del golpe. 

El otro, con menos dientes que el primero, pero más peso en el cuerpo, tardó en reaccionar unos segundos, pero cuando su compañero estaba en el suelo e Íñigo Balboa estaba aún recuperando la verticalidad de su cuerpo, se apañó para levantar a Íñigo por la pechera y ponerle uno de los cuchillos en el cuello al zagal. La boca del bandido estaba tan cerca de la cara de Íñigo Balboa que éste pesaba que se iba a morir antes por el aliento o los bocados que le iba a dar para castigarle por intentar huir. 

Sin embargo, antes de que pudiera siquiera cerrar los ojos para no ver su fea y sucia cara, un chorro de sangre le salpicó por la cara, al tiempo que el bandido se quedaba mudo e inmóvil. Del cuello de este salía el filo de una espada que le había atravesado el cuello de lado a lado. Le llegó la solución a todos sus problemas en un momento. Ya no tendría que acechar en la noche a niños indefensos. Ya no tendría que respirar. Ahora sus problemas habían quedado atrás, amontonados en un charco de sangre que se extendía debajo de él a medida que su cuello perdía fuerza en la fuente en que se convirtió.  

Íñigo Balboa seguía muerto de miedo, pues no sabía a quién pertenecía el hierro divino que le salvó la vida y vio tan cerca de su propia cara, pero sus dudas iban a verse resueltas de inmediato cuando en la oscuridad de la noche sus ojos vieron la cara que temía y conocía tan bien. La figura de Gualterio Malatesta, que sin inmutarse limpiaba la punta de su espada en la ropa del caído.  

Íñigo Balboa se convirtió en estatua como si hubiera visto a la misma Medusa en lugar de al espadachín que tanto miedo infligía sobre él. Su cuerpo había dejado de responder, y cuando Malatesta guardó su espada y lo miró, el frío se hizo con todo su cuerpo. Podría haberse quedado así hasta el fin de los días. Hasta que le tocara irse con el barquero. No era capaz de pensar en nada. Solo estar convertido en estatua. 

Con su mirada de hielo, y su sonrisa peligrosa, Gualterio Malatesta lo miró. Lo observó unos segundos. Y luego le dijo con un tono de voz que le hizo envejecer varios años y que se llevaría en el recuerdo hasta el último día de su vida:

“Vete. Hoy no.” 

En ese instante, Íñigo Balboa escuchó cómo el primero de los bandidos, al que había derribado con el cabezazo, se retorcía para levantarse. Malatesta miró al pobre caído en el suelo, y luego a Íñigo. Le hizo un gesto con la cabeza para que desapareciera de escena, e Íñigo no necesitó una nueva indicación para correr como alma que lleva el diablo por las callejas de Madrid, de vuelta a la habitación del Capitán. 

Esa noche tampoco durmió. Tampoco pudo concebir el sueño bien. Pero no fue porque pensara en los rizos dorados de Angélica de Alquézar, sino por esa espada que vio tan cerca y de la que estaba seguro volvería a ver en algún momento más adelante. 

FIN

******

Así es el pasaje de La noche de los cuchillos que yo osé construir. Ya me parecía una afrenta meterme en este universo, pero os prometo que lo hice de puntillas, y por la necesidad imperante de tener algo que “revertizar”. El resultado, “revertizado”, es el que podéis ver a continuación.

Grabado de Salvador Larroca para ilustrar “La noche de los cuchillos».

La noche de los cuchillos (Escrita por Maquet)

Las callejuelas de Madrid no son lugar para acuchillarse a estas horas. Espadachines, soldados de acero abrochándose a la vez que huyen de las mancebías, cuchilleros a maravedíes con restos de damajuanas en el cuerpo y escasas mujeres que los hayan sosegado, que hasta a hacerlo en gratitud por benevolencia con el arte están a la orden, o gentuza sin clase a la búsqueda de una bolsa con algo de oro, son gajes de oficio a comprobar, para no llamarse al cielo, o al infierno, por la golilla.   

Íñigo Balboa lo aprendió por las malas tiempo ha. Y lo creyó a fuego más aún en virtud de pólvora quemada e higadillos secándose al sol, teniendo muy presente qué diablos importa en las noches de luna invernal, si eres duque o camarada de un tugurio, si has tenido conveniencia con vajilla de plata, o si la puta que te parió era o no era de esta España tan amedrentada. Si designas intuyendo la plaza que aventurar de forma equivocada, te puedes topar con la suerte arrimándose a tus pecados.   

Para la gente, no es gran menester dicho momento nocturno, y acechan como serpientes buscando ratones en los rincones más enmascarados, los chaflanes escondidos y los muros de los soportales. Entre el olor del orín mezclado, avizor a los sonidos de las pocas ánimas en decadencia que pierden tierra por estos prados de los arrabales de la corte. 

Eso sí, cuando estás al acecho en estas noches, es de ciencia que en este mundo hay que tener don de gente, buen oído, y buen olfato para no toparse con un viejo camarada soldado de esos que dábase por el reino, con mucho rejón encima, poco oro en los bolsillos y muchas voluntades de hacer pagar a alguien todos los pormenores hechos por las vuecencias que los maltrataron.   

Hay asuntos donde tener ojo, pues sepa que son casos más peligrosos los que aforan las herramientas sin que suenen demasiado. Esos desgraciados casos tienden y acontecen a ser los que se han rebanado adversarios a antojo y conveniencia en las mil y una guerras por las que las botas con ansia de los odiados aceros tercios españoles pisaron, como el caballo de Atila, para no dejarse crecer la hierba ni parir un maldito adversario hereje, que hiciera deshonor a esta oscura y católica España. Esos fulanos saben degollarse como Dios manda, que en esta España Dios lo dispuso en toda la desgraciada Europa.  

Algunos compatriotas regresan a estas horas a sus escondites, después de haber quedado servido su antojo de damajuanas, sus argumentos con la desencuadernada, cuidados de alguna zorra, o vuelven tras sobrevivir una noche más a los aires del vino. Que más tercios españoles ha aniquilado estas noches de Madrid un alarde de un florín, un cuchillo o una pappenheimer, por culpa de la lengua pasada al calor de más encuentros con jarras de las necesarias, que por el abordaje de un hereje.   

Hay que apañar la víctima adecuada. Un desvalido adversario perdido revolviéndose entre faldas ajenas. Un aristócrata cegado por la avidez de hacer ocasión a cualquier momento, a cualquier valor, incluso si ese instante pudiera costarle encontrarse con un billete directo a ver a San Pedro. Un ánima en amargura que ha llevado a ahogar sus cadenas en una taberna de mala muerte que esté pidiendo a gritos abandonar este mundo. Dejarlo, por supuesto, sin un maravedí, que allá adonde vaya no le va a hacer ninguna necesidad, que el acceso ni al cielo ni al infierno se paga allí. Si alguien quiere ganarse el cielo en esta España tiene que pagar los peajes con tintineo de dinero en bolsillos que dan la absolución. En este imperio español que se duerme, el oro tanto abre las piernas de una dama de calidad como las puertas del cielo con el perdón de un obispo.   

Íñigo Balboa lo creyó así, e iba con sumo cuidado. Pegado a los muros recorriendo las sombras callejas. Pisando como había aprendido de muy criatura para dejarse de lugares donde su vida tenía menos valor que la de un becerro herido. Lejos de las agujas de luz. Lejos de los mil peligros que él sabía que aforan ahí pese a que él no los viera. Escuchando los gemidos de una estancia, los ronquidos, risas o ruidos de alguna guitarra herida en una corrala. O a los argumentos de los gatos callejeros mientras tienen sus más y sus menos en un tejado. Buscando el sonido, el bulto o el acontecimiento que fuera que no encajara en ese paisaje para hacerle correr como espíritu que lleve el diablo de vuelta con el Capitán Alatriste.   

Lo había dejado dormido después de una larga jornada, y él necesitaba cerciorarse si era cierto que el demonio con rizos dorados que le había hecho prisionero estaba de vuelta a la corte. Quería ir a comprobar si en la mansión de su tío, Luis de Alquézar, podía tomarse algún indicio de su presencia otra vez. Si Angélica había regresado de su viaje, sus problemas comenzarían a buscarlo una vez más. Pero la presión y la ausencia de noticias le había tenido en vigilia sin poder dormir los últimos tres días. Y hoy era el momento en el que ella debía regresar.   

En brazos de esos pensamientos andaba, viendo los rizos y la visión de Angélica de Alquézar en sus pensamientos cuando advirtió los dos canallas. Confiados ambos, salieron moviéndose sin mucha prisa de sus rincones oscuros. Con sonrisas amplias en sendas bocas vacías de dientes. Con mechones de bozo sucios que daban aspecto de llevar mucho tiempo sin haber querido pasar por una buena tina. Iban pertrechados con sendos cuchillos jiferos, que tanto te pueden matar por que te atraviesen con ferocidad los adentros adecuados, que por la infección que te pueden causar. No eran más que ladrones en busca de botín fácil.   

Íñigo Balboa los tenía frente a sus ojos y sabía que sus opciones eran escasas para contarlo. Iba a tener que pensar cómo zafarse de los aceros que sin duda iban a acercarse mucho a su gañote, ya fuera para forzarle a dar todo lo que tenía, ya fuera por el malhumor que les daría ver que no tenía nada, o por la venganza que tomaran en él. Así que entretanto aún se regodeaban como el gato que tiene capturado al ratón, se lanzó de cabeza contra el estómago del más enclenque para derribarlo, sorprendido, y hacerle sangrar la cabeza del golpe contra el suelo.   

El otro, con menos dientes que el primer adversario, pero más peso en el cuerpo, tardó en actuar unos segundos, pero cuando su camarada estaba en tierra e Íñigo Balboa estaba aún recuperando la verticalidad de su cuerpo, se apañó para levantar a Íñigo por la pechera y ponerle uno de los cuchillos en el cuello al zagal. La boca del maleante estaba tan cerca del rostro de Íñigo Balboa que éste sintió que se iba a morir quemado por el aliento o los bocados que le iba a dar para castigarle por intentar huir.  

Sin embargo, antes de que pudiera siquiera cerrar los ojos entornados para no ver su fea y sucia cara, un chorro de sangre le salpicó por el rostro, al tiempo que el maleante se quedaba mudo e inmóvil. Del cuello de éste salía el filo de una hoja que le había atravesado el cuello de lado a lado. Le llegó la solución a todos sus problemas en un momento. Ya no tendría que acechar en la noche a niños indefensos con matachines. Ya no tendría que respirar. Ahora sus problemas habían quedado atrás, amontonados en un charco de sangre que se extendía debajo de él a medida que su cuello perdía fuerza en la fuente en que se convirtió.   

Íñigo Balboa seguía plantado muerto de miedo, pues no sabía a quién diablos pertenecía el rejón divino que le salvó la vida y vio tan cerca de su propia faz. Pero sus dudas iban a verse resueltas de inmediato cuando en la oscuridad de la noche sus ojos vieron el rostro que temía y conocía tan bien. La apariencia de Gualterio Malatesta, que sin inmutarse limpiaba el remate de su espada en la ropa de la víctima. 

Íñigo Balboa se convirtió en estatua como si hubiera visto a la misma medusa en lugar de al espadachín que tanto miedo infligía sobre él. Su cuerpo había dejado de responder, y cuando Malatesta guardó su espada y lo miró amostazado, el frío se hizo con todo su cuerpo. Podría haberse quedado así hasta el fin de los días. Hasta que le tocara irse con el barquero. No era cuestión de pensar en nada, sólo estar convertido en estatua.   

Con su apariencia de hielo, y su sonrisa peligrosa, Gualterio Malatesta lo miró. Lo observó unos segundos y luego le dijo, con un tono de voz que le hizo sentirse envejecer varios años y que se mantuvo en la memoria hasta el último día de su existencia, “Vete. Hoy no.” 

En ese instante, Íñigo Balboa y Aguirre escuchó cómo el primero de los malhechores, al que había tumbado con el cabezazo, se retorcía para levantarse. Malatesta miró al pobre caído en el suelo, y luego a Íñigo. Le hizo un ademán con la cabeza para que desapareciera de escena, e Íñigo no necesito una nueva indicación para correr como alma que lleva el diablo por las callejas de Madrid de vuelta a la habitación del capitán. 

Esa noche ni siquiera durmió. Tampoco pudo concebir el sueño bien. Pero no fue porque pensara en los rizos dorados de Angélica de Alquézar, sino por esa hoja que vio tan cerca y de la que estaba seguro volvería a ver en algún momento más adelante. 

FIN

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Por supuesto, esto no es lo que escribiría nunca Arturo Pérez-Reverte, y hay que tomarlo como lo que es, como aplicar un filtro al texto para darle una pátina que recuerde al estilo de las novelas del Capitán Alatriste. Pero no tiene la brillantez del autor original de ese estilo.

Además, Maquet se fija en la parte técnica de las frases, pero no está haciendo el trabajo de un autor que hace una obra completa de composición literaria, donde no solo pone texto, sino también imágenes en la cabeza del lector y sonido que acompaña el texto con los ritmos y golpes musicales de cada palabra.

El gran Benjamín Prado apuntaba con acierto que don Arturo Pérez-Revete nunca habría construido alguno de esos párrafos, solo por la repetición sonora de algunas palabras. Y es verdad. Maquet no mira hoy en día esa parte sonora de la composición, lo que nos ha abierto otra línea de investigación tecnológica más que interesante.

Pero para cerrar el círculo, Arturo ha hecho una cosa maravillosa. Ha escrito él los párrafos de La noche de los cuchillos. Ha puesto su voz a ese pasaje. Ha puesto su pluma y su orquestación a las palabras, y ha quedado increíble. Pero tendréis que venir dentro de dos semanas aquí para verlo escrito y comparado con el que nos hizo la IA. Diversión asegurada para vuestras mercedes.

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