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La noche de los cuchillos: La inteligencia artificial frente a Arturo Pérez-Reverte

La noche de los cuchillos: La inteligencia artificial frente a Arturo Pérez-Reverte

Llegamos al último acto de esta experiencia «literar-IA» con la batalla final. Donde todo termina —al menos por ahora—. Se acaba la versión 1.0 de este juego llamado Proyecto Maquet. Y ya sabes tú, lector, si has sido jugador de los videojuegos de ordenador y máquinas recreativas, que en la última pantalla de la última fase —en el último acto de toda gran epopeya— llega la batalla contra el “Monstruo de final de fase” o lo que muchos llamamos el “Malo final”. Ese punto de la partida donde todo se hace más difícil. Más rápido. Más cuesta arriba. Más adrenalínico. El destino final del héroe. Donde se muere o se transciende.

Cuando yo era niño las máquinas recreativas de videojuegos se encontraban en bares de esos que aún tenían el suelo lleno de boletos de lotería, cabezas de gambas y huesos de pollo, cafeterías de supermercados, o centros recreativos evolucionados de los antiguos billares donde aún se juntaba un OutRun con un tapete de billar español. Yo, como niño bien integrado en mi generación, he jugado a más de un centenar de aquellos videojuegos en esas máquinas recreativas con gráficos y sonidos tan atrayentes.

Entre ellas hay algunas tan míticas como el Ghosts’n’Goblins —que mi compañero Iñaki Ayucar acaba de despiezar pieza a pieza para explicar a los nuevos creadores cómo se hace un juego como este desde cero, el mítico Golden Axe—, el bárbaro Rastan Saga, y una lista infinita de ellos que ya han pasado a nuestra historia, como son Arkanoid, Kung-Fu Master, 1942, Ikari Warriors, Bombjack, o mis favoritos, que sin duda fueron Double Dragon y Street Fighter II. Pero claro, todas costaban dinero. Una moneda de 25 pesetas de la época en mis tiempos, cuando mi asignación semanal eran 100 pesetas. Una partida por cada 25 pesetas. Así que, si querías que el dinero que tus padres te daba como “paga” cada fin de semana durase, tenías que ser diestro en el videojuego y aguantar los envites de alienígenas, chungos, esqueletos o enemigos mitológicos.

"En aquel entonces no estaba aún YouTube y sus gameplays, ni los canales de Twitch donde te explican los juegos uno a uno, paso a paso"

Había que estirar el tiempo que estabas conectado al videojuego, por lo que había que aprender bien cómo se jugaba, cómo se las gastaban los enemigos, dónde estaban los premios, cómo se hacían los movimientos especiales y practicar el ritmo en tu mente antes de hacer el famoso proceso de “INSERT COIN”. Eso hacía que nos fuéramos a buscar las máquinas en las que estaban los juegos que queríamos aprender, y viéramos partida tras partida a otros jugadores durante horas. Había que esperar a que llegara un jugador bueno para aprender algo. Y a veces no jugaba nadie, que costaba dinero. En aquel entonces no estaba aún YouTube y sus gameplays, ni los canales de Twitch donde te explican los juegos uno a uno, paso a paso, con todos los trucos. En aquellos años había que hacer cola en la máquina para tener el mejor sitio de visión en uno de los dos laterales donde nos apretujábamos sin molestar al jugador, que no siempre se lo tomaba de buen grado.

Hasta que te considerabas listo. Cuando ya sabías más o menos cómo se jugaba, entonces insertabas tu “coin” e ibas aprendiendo a toda velocidad porque si no, el dinero se acababa pronto. Ibas avanzando en las pantallas más fáciles. Una tras otra. Disfrutando con el juego. Y de repente llegaba el punto clave. Ese “Monstruo de Final de Fase”. Ese “Malo Final”. El punto donde tu moneda de cinco duros podía acabarse de manera abrupta porque la partida acababa de subir varios enteros en dificultad. En ese momento había risas, murmullos, y hasta un “¡flipa, ha llegado al monstruo final!”.

En el Street Fighter II, que era uno de los que me cautivó y con los que seguí a pies juntillas el proceso que os he descrito, el malo final era mítico. Se hizo famoso entre nosotros. Era Mister Bison, o así le llamaron en la versión española, y con unos saltos en los que te pegaba una patada voladora con los dos pies en el jerol desde el otro extremo de la pantalla te dejaba claro si estabas preparado para ganar o no. La prueba del algodón, del nueve, y del carbono 14 todo en uno. Para que te fueras caliente a casa si no estabas listo.

Street Fighter II. Mr. Bison venciendo a Ryu

Y en este juego del Proyecto Maquet también teníamos un “Malo Final”. No se trataba de competir contra un escritor mediocre como soy yo, ni contra la opinión de lectores ligeros o profundos. El “Malo Final” con el que había que pelear era con el propio Arturo Pérez-Reverte. A ver si había arrestos.

"Por supuesto, sabía el desenlace del combate desde antes de abrir el archivo. Pero tenía unas ganas locas de ver cómo un texto mío era transformado en un pasaje del Capitán Alatriste escrito por ÉL"

Si queríamos hacer el trabajo completo, no bastaba con que Arturo revisara el texto original escrito por el mediocre y el texto “revertizado” por Maquet. Había que conseguir que el propio Arturo “revertizara” el texto del mediocre, para poder comparar la diferencia entre un texto hecho al estilo de los libros del Capitán Alatriste por una Inteligencia Artificial llamada Maquet y ese mismo texto hecho al estilo de los libros del Capitán Alatriste pero hecho por el creador de ese estilo en carne y pluma. Es decir, poner en el Street Fighter II a pelear a Maquet frente al Mister Bison de esta lid. No me digáis que no es una pelea callejera en la que merece ponerse a disfrutar alrededor del “Sintasol”.

Además, con Arturo da gusto hacer cosas, y me encanta liarle y que me líe. Un día le propuse hacer Maquet y me dijo “adelante, chaval”. Otro día me propuso escribir en Zenda Libros, y aquí estoy con mi espacio de “El futuro está por hackear”. A la vuelta le “lie” para que se expusiera más al público a través de su buzón público en MyPublicInbox y ahí está. Otro día se animó a participar en una tira de Cálico Electrónico y la hicimos, la publicamos, y yo la tengo impresa y firmada —¡moríos de envidia!—. Otro día le propuse este combate callejero entre Maquet y Mister Bison y me envío el “fatality” con un magnífico: “Ahí lo tienes revertizado”.

Arturo Pérez-Reverte en Cálico Electrónico. Pudo ser el origen de Maquet en mi cabeza, ya que teníamos que hacer a Cálico Electrónico hablar al estilo del Capitán Alatriste.

Por supuesto, sabía el desenlace del combate desde antes de abrir el archivo. Pero tenía unas ganas locas de ver cómo un texto mío era transformado en un pasaje del Capitán Alatriste escrito por ÉL. Así que abrí el adjunto y lo devoré con una sonrisa de oreja a oreja que se tornó en una carcajada en forma de exabrupto, con una exclamación final en voz alta, en la que riendo me chillé a mí mismo: “¡Qué cab&$%, jajaja!”. En ese momento me sentí cómo un diabólico malvado disfrutando de la derrota solo porque el baile de estoques ha merecido la pena. Como cuando el Joker es derrotado por Batman al final de La broma asesina y acaban los dos riéndose al unísono. ¡Qué gran Joker me sentí!

Final de La broma asesina donde tanto Batman como el Joker acaban riéndose

Pero ya no os quiero hacer esperar más, que seguro que tenéis ganas de catarle colmillo al texto final. Bueno, solo un último entremés primero. Este es el segundo párrafo del pasaje, escrito por el mediocre, del que escribimos usando Maquet, y el mismo párrafo pero que ha escrito Arturo Perez-Reverte para que lo podamos comparar juntos.

La noche de los cuchillos: Párrafo 2 escrito por un escritor aficionado.

Íñigo Balboa lo sabía tiempo ha. Y desde luego lo aprendió a fuego en virtud de aventuras pasadas, sabiendo que tampoco importa en las noches de luna ausente si eres duque o vienes de un tugurio, si te has criado con vajilla de plata, o si la puta que te parió era o no era de esta España tan maltratada. Si eliges mal la baza que jugar, te puedes topar con una revisión completa de tus pecados.

La noche de los cuchillos: Párrafo 2 escrito por Maquet.

Íñigo Balboa lo aprendió por las malas tiempo ha. Y lo creyó a fuego más aún en virtud de pólvora quemada e higadillos secándose al sol, teniendo muy presente qué diablos importa en las noches de luna invernal, si eres duque o camarada de un tugurio, si has tenido conveniencia con vajilla de plata, o si la puta que te parió era o no era de esta España tan amedrentada. Si designas intuyendo la plaza que aventurar de forma equivocada, te puedes topar con la suerte arrimándose a tus pecados.   

La noche de los cuchillos: Párrafo 2 escrito por Arturo Pérez-Reverte

Iñigo Balboa lo sabía de sobra, pese a su juventud. Lo había aprendido a sangre, acero y fuego mediante aventuras pasadas y presentes, seguro de que las noches sin luna, a boca de sorna, no hacían distingos entre un duque o un esportillero; si estabas criado con vajilla de plata, o si la puta que te parió te había dado de mamar entre dos clientes. En aquel Madrid nocturno y peligroso, si salías con naipe de más o menos podía tocarte una revisión rápida de tus pecados, si daba espacio a pedir confesión, que no siempre era el caso. Ni a santiguarse daba tiempo, a veces.

La diferencia es más que apreciable. Mientras que en el párrafo escrito por Maquet se ha conseguido dar ese filtro en el texto que recuerda al estilo de los libros del Capitán Alatriste utilizando palabras, construcciones de frases y expresiones ya utilizadas, Arturo se siente libre de crear a su gusto y antojo sin barreras ni puntos verdes que conseguir. El estilo de las novelas del Capitán Alatriste es suyo, y los secretos escondidos en él no se basan solo en las palabras y las frases, sino en la composición pictórica completa. En cómo juega con ellas para pintar en la cabeza del lector lo que él quiere, y a veces pinta con oscuro, y otras con colores pastel. A veces baja el ritmo de la historia, otras, decide acelerarte el corazón.

"Todo texto tiene un ritmo, una historia contada, y referencias a otras que solo tienen sentido si se colocan en el sitio adecuado con minuciosidad de cirujano"

Además, todo texto tiene un ritmo, una historia contada, y referencias a otras que solo tienen sentido si se colocan en el sitio adecuado con minuciosidad de cirujano y los términos precisos, o el mensaje oculto no estará ahí. Cuando una IA juega solo con las palabras, las estructuras y las expresiones comunes está jugando un plano, el escrito, pero está perdiéndose otro plano, lo no escrito pero contenido en la narración, que un buen escritor sí sabe conjugar. Aún le queda mucho que leer y aprender a Maquet.

Pero ahora es el momento de que juzgues tú, como lector, el resultado. Y si no quieres juzgarlo, puedes disfrutar de algo tan maravilloso como poder llevarte a la boca un pasaje del Capitán Alatriste, del que aún nos faltan aventuras de su vida que merendar, escrito por el propio Arturo Pérez-Reverte, y que este haga que la espera con la que nos castiga el maestro se haga más llevadera. Os dejo primero el texto de Maquet, y luego el de Arturo, al que, para hacer más suyo aún, ha cambiado hasta el título.

La noche de los cuchillos (Escrita por Maquet)

Las callejuelas de Madrid no son lugar para acuchillarse a estas horas. Espadachines, soldados de acero abrochándose a la vez que huyen de las mancebías, cuchilleros a maravedíes con restos de damajuanas en el cuerpo y escasas mujeres que los hayan sosegado, que hasta a hacerlo en gratitud por benevolencia con el arte están a la orden, o gentuza sin clase a la búsqueda de una bolsa con algo de oro, son gajes de oficio a comprobar, para no llamarse al cielo, o al infierno, por la golilla.   

Íñigo Balboa lo aprendió por las malas tiempo ha. Y lo creyó a fuego más aún en virtud de pólvora quemada e higadillos secándose al sol, teniendo muy presente qué diablos importa en las noches de luna invernal, si eres duque o camarada de un tugurio, si has tenido conveniencia con vajilla de plata, o si la puta que te parió era o no era de esta España tan amedrentada. Si designas intuyendo la plaza que aventurar de forma equivocada, te puedes topar con la suerte arrimándose a tus pecados.   

Para la gente, no es gran menester dicho momento nocturno, y acechan como serpientes buscando ratones en los rincones más enmascarados, los chaflanes escondidos y los muros de los soportales. Entre el olor del orín mezclado, avizor a los sonidos de las pocas ánimas en decadencia que pierden tierra por estos prados de los arrabales de la corte. 

Eso sí, cuando estás al acecho en estas noches, es de ciencia que en este mundo hay que tener don de gente, buen oído, y buen olfato para no toparse con un viejo camarada soldado de esos que dábase por el reino, con mucho rejón encima, poco oro en los bolsillos y muchas voluntades de hacer pagar a alguien todos los pormenores hechos por las vuecencias que los maltrataron.   

Hay asuntos donde tener ojo, pues sepa que son casos más peligrosos los que aforan las herramientas sin que suenen demasiado. Esos desgraciados casos tienden y acontecen a ser los que se han rebanado adversarios a antojo y conveniencia en las mil y una guerras por las que las botas con ansia de los odiados aceros tercios españoles pisaron, como el caballo de Atila, para no dejarse crecer la hierba ni parir un maldito adversario hereje, que hiciera deshonor a esta oscura y católica España. Esos fulanos saben degollarse como Dios manda, que en esta España Dios lo dispuso en toda la desgraciada Europa.  

Algunos compatriotas regresan a estas horas a sus escondites, después de haber quedado servido su antojo de damajuanas, sus argumentos con la desencuadernada, cuidados de alguna zorra, o vuelven tras sobrevivir una noche más a los aires del vino. Que más tercios españoles ha aniquilado estas noches de Madrid un alarde de un florín, un cuchillo o una pappenheimer, por culpa de la lengua pasada al calor de más encuentros con jarras de las necesarias, que por el abordaje de un hereje.   

Hay que apañar la víctima adecuada. Un desvalido adversario perdido revolviéndose entre faldas ajenas. Un aristócrata cegado por la avidez de hacer ocasión a cualquier momento, a cualquier valor, incluso si ese instante pudiera costarle encontrarse con un billete directo a ver a San Pedro. Un ánima en amargura que ha llevado a ahogar sus cadenas en una taberna de mala muerte que esté pidiendo a gritos abandonar este mundo. Dejarlo, por supuesto, sin un maravedí, que allá adonde vaya no le va a hacer ninguna necesidad, que el acceso ni al cielo ni al infierno se paga allí. Si alguien quiere ganarse el cielo en esta España tiene que pagar los peajes con tintineo de dinero en bolsillos que dan la absolución. En este imperio español que se duerme, el oro tanto abre las piernas de una dama de calidad como las puertas del cielo con el perdón de un obispo.   

Íñigo Balboa lo creyó así, e iba con sumo cuidado. Pegado a los muros recorriendo las sombras callejas. Pisando como había aprendido de muy criatura para dejarse de lugares donde su vida tenía menos valor que la de un becerro herido. Lejos de las agujas de luz. Lejos de los mil peligros que él sabía que aforan ahí pese a que él no los viera. Escuchando los gemidos de una estancia, los ronquidos, risas o ruidos de alguna guitarra herida en una corrala. O a los argumentos de los gatos callejeros mientras tienen sus más y sus menos en un tejado. Buscando el sonido, el bulto o el acontecimiento que fuera que no encajara en ese paisaje para hacerle correr como espíritu que lleve el diablo de vuelta con el Capitán Alatriste.   

Lo había dejado dormido después de una larga jornada, y él necesitaba cerciorarse si era cierto que el demonio con rizos dorados que le había hecho prisionero estaba de vuelta a la corte. Quería ir a comprobar si en la mansión de su tío, Luis de Alquézar, podía tomarse algún indicio de su presencia otra vez. Si Angélica había regresado de su viaje, sus problemas comenzarían a buscarlo una vez más. Pero la presión y la ausencia de noticias le había tenido en vigilia sin poder dormir los últimos tres días. Y hoy era el momento en el que ella debía regresar.   

En brazos de esos pensamientos andaba, viendo los rizos y la visión de Angélica de Alquézar en sus pensamientos cuando advirtió los dos canallas. Confiados ambos, salieron moviéndose sin mucha prisa de sus rincones oscuros. Con sonrisas amplias en sendas bocas vacías de dientes. Con mechones de bozo sucios que daban aspecto de llevar mucho tiempo sin haber querido pasar por una buena tina. Iban pertrechados con sendos cuchillos jiferos, que tanto te pueden matar por que te atraviesen con ferocidad los adentros adecuados, que por la infección que te pueden causar. No eran más que ladrones en busca de botín fácil.   

Íñigo Balboa los tenía frente a sus ojos y sabía que sus opciones eran escasas para contarlo. Iba a tener que pensar cómo zafarse de los aceros que sin duda iban a acercarse mucho a su gañote, ya fuera para forzarle a dar todo lo que tenía, ya fuera por el malhumor que les daría ver que no tenía nada, o por la venganza que tomaran en él. Así que entretanto aún se regodeaban como el gato que tiene capturado al ratón, se lanzó de cabeza contra el estómago del más enclenque para derribarlo, sorprendido, y hacerle sangrar la cabeza del golpe contra el suelo.  

El otro, con menos dientes que el primer adversario, pero más peso en el cuerpo, tardó en actuar unos segundos, pero cuando su camarada estaba en tierra e Íñigo Balboa estaba aún recuperando la verticalidad de su cuerpo, se apañó para levantar a Íñigo por la pechera y ponerle uno de los cuchillos en el cuello al zagal. La boca del maleante estaba tan cerca del rostro de Íñigo Balboa que éste sintió que se iba a morir quemado por el aliento o los bocados que le iba a dar para castigarle por intentar huir.  

Sin embargo, antes de que pudiera siquiera cerrar los ojos entornados para no ver su fea y sucia cara, un chorro de sangre le salpicó por el rostro, al tiempo que el maleante se quedaba mudo e inmóvil. Del cuello de éste salía el filo de una hoja que le había atravesado el cuello de lado a lado. Le llegó la solución a todos sus problemas en un momento. Ya no tendría que acechar en la noche a niños indefensos con matachines. Ya no tendría que respirar. Ahora sus problemas habían quedado atrás, amontonados en un charco de sangre que se extendía debajo de él a medida que su cuello perdía fuerza en la fuente en que se convirtió.   

Íñigo Balboa seguía plantado muerto de miedo, pues no sabía a quién diablos pertenecía el rejón divino que le salvó la vida y vio tan cerca de su propia faz. Pero sus dudas iban a verse resueltas de inmediato cuando en la oscuridad de la noche sus ojos vieron el rostro que temía y conocía tan bien. La apariencia de Gualterio Malatesta, que sin inmutarse limpiaba el remate de su espada en la ropa de la víctima. 

Íñigo Balboa se convirtió en estatua como si hubiera visto a la misma medusa en lugar de al espadachín que tanto miedo infligía sobre él. Su cuerpo había dejado de responder, y cuando Malatesta guardó su espada y lo miró amostazado, el frío se hizo con todo su cuerpo. Podría haberse quedado así hasta el fin de los días. Hasta que le tocara irse con el barquero. No era cuestión de pensar en nada, sólo estar convertido en estatua.   

Con su apariencia de hielo, y su sonrisa peligrosa, Gualterio Malatesta lo miró. Lo observó unos segundos y luego le dijo, con un tono de voz que le hizo sentirse envejecer varios años y que se mantuvo en la memoria hasta el último día de su existencia, “Vete. Hoy no.” 

En ese instante, Íñigo Balboa y Aguirre escuchó cómo el primero de los malhechores, al que había tumbado con el cabezazo, se retorcía para levantarse. Malatesta miró al pobre caído en el suelo, y luego a Íñigo. Le hizo un ademán con la cabeza para que desapareciera de escena, e Íñigo no necesito una nueva indicación para correr como alma que lleva el diablo por las callejas de Madrid de vuelta a la habitación del capitán. 

Esa noche ni siquiera durmió. Tampoco pudo concebir el sueño bien. Pero no fue porque pensara en los rizos dorados de Angélica de Alquézar, sino por esa hoja que vio tan cerca y de la que estaba seguro volvería a ver en algún momento más adelante. 

FIN 

******

Y ahora sí, la misma historia de este pasaje, pero escrita por Arturo Pérez-Reverte.

La noche de los aceros, por Arturo Pérez-Reverte 

Las callejuelas de Madrid no son lugar para aventurarse a según qué horas: hormiguean maleantes, viejos soldados saliendo de las mancebías y matarifes a sueldo con muchos azumbres entre pecho y espalda. También, corsarias de medio manto en busca de abordaje fácil y rufianes de poca monta a la caza de alguna bolsa que haga ruido. Motivos de sobra, todos ellos, para que a uno le tajen la gorja al menor descuido, en un Jesús. 

Íñigo Balboa lo sabía de sobra, pese a su juventud. Lo había aprendido a sangre, acero y fuego mediante aventuras pasadas y presentes, seguro de que las noches sin luna, a boca de sorna, no hacían distingos entre un duque o un esportillero; si estabas criado con vajilla de plata, o si la puta que te parió te había dado de mamar entre dos clientes. En aquel Madrid nocturno y peligroso, si salías con naipe de más o menos podía tocarte una revisión rápida de tus pecados, si daba espacio a pedir confesión, que no siempre era el caso. Ni a santiguarse daba tiempo, a veces. 

Caminar por aquel barrio era como sortear serpientes acechando ratones en los rincones más ocultos, los zaguanes oscuros y los muros en sombra de los edificios, entre olor de rancias vejigas vaciadas y vino vomitado, atento a los pasos que podían acabar en relumbrar de aceros. Aquél, había aprendido Íñigo a su propia costa, era negocio que requería buen oído, buen pulso y olfato para identificar, en las sombras con las que se cruzaba, a uno de esos soldados licenciados que abundan por la Corte, con mucho hierro encima, poco sonante en la bolsa y gana de cobrarse, en terceros, antiguos desprecios hechos por las vuecencias que lo maltrataron en Flandes, Italia o los presidios de África. Evitar a tales marrajos exigía buen ojo, sobre todo a los más peligrosos, inofensivos sólo en apariencia, que tal vez cargaban herramientas que no sonaban demasiado y las manejaban con veterano silencio y eficacia. Gente hecha a degollar como Dios manda; a acuchillar herejes allí por donde las botas de los tercios españoles pisaron recio haciendo que, como con el caballo de Atila, no volviese a crecer la hierba tras su paso. 

Todo era cuestión, pensó Íñigo, de reconocerlos y esquivarlos cuando, como animales de vuelta al cubil, semejantes caimanes regresaban a estas horas a sus guaridas tras su ración de damajuanas, sus envites con la descuadernada, las caricias de alguna daifa del arroyo, o sobrevivir a dimes y diretes con otros bravos de vino espeso y acero fácil, que más españoles ha matado en noches así un cuchillo jifero, un estoque de Solingen o una espada de Juanes por culpa de la mojarra suelta por el vino, que un escuadrón hereje o una galera turca. O el ansia de un reluciente doblón, capaz de abrir lo mismo las piernas de una dama que las puertas del cielo mediante el perdón de un obispo. 

Consciente de todo eso, el joven vascongado se movía con mucho tiento, pegado a los muros y buscando las sombras, tal como había aprendido desde muy niño para escabullirse de lugares donde la vida no valía ni el hierro que la quitaba. Lejos de las hachas de luz, de los mil peligros que sabía estaban aunque no los viera; escuchando los gemidos de una alcoba, los ronquidos, risas o ruidos de alguna guitarra tañida en una corrala, o a los gatos callejeros buscándose querella un tejado. Atento al sonido, el bulto, el indicio amenazante para correr como alma que lleva el diablo de vuelta con el Capitán Alatriste. 

Íñigo había dejado dormido a su amo después de una larga jornada, y ahora necesitaba comprobar si era cierto que el demonio con rizos dorados que le había apresado el corazón estaba de vuelta en la corte. Quería ir a ver si en la casa de su tío, Luis de Alquézar, podía advertir algún indicio de su presencia otra vez. Y también de futuras amenazas. Si Angélica había regresado de su viaje, sus problemas aumentarían una vez más. Pero la incertidumbre y la ausencia de noticias lo había tenido en vela durante los últimos tres días. Y hoy era la fecha en la que ella debía regresar. 

En esos pensamientos andaba absorto, viendo los rizos y la mirada de Angélica de Alquézar, cuando le asaltaron dos rajabroqueles. Confiados, en busca de presa fácil, ambos salieron sin mucha prisa de sus rincones oscuros a la luz de un farol cercano, con sonrisas amplias en sus bocas escasas de dientes, con guedejas de pelo sucio bajo los sombreros grasientos, sin duda posada de liendres. Esgrimían cuchillos jiferos tan sucios que no brillaban, de ésos que lo mismo matan por el tajo que por la infección de su mugre. 

—Vaya, vaya —dijo uno de ellos, aguardentoso y ronco—. Tenemos un palomo en el garlito. 

—Pues vamos a desplumarlo —añadió el otro. 

Todo ocurrió muy rápido. Íñigo los vio delante y supo que sus opciones de poner pies en polvorosa sin más daño eran pocas. Los hierros le buscaban la calle del trago, y aun peor sería su rencor cuando viesen que nada tenían que robarle, pues iba ayuno de dineros. Así que, cuando menos lo esperaban, se tiró de cabeza contra el estómago del más flaco para tumbarlo sorprendido y hacerle sangrar la cabeza del golpe. El consorte, con menos dientes pero más arrobas, agarró a Íñigo del jubón y le arrimó la hoja al gaznate, su boca tan cerca del mozo que éste creyó morir más del aliento que de la cuchillada. Sin embargo, antes de que pudiera cerrar los ojos y encomendarse a Dios, un chorro de sangre que no era suya le salpicó la cara mientras el malandrín se quedaba mudo e inmóvil; con una espada, salida de la noche, atravesándole el cuello de lado a lado. 

Ignoraba Íñigo a quién pertenecía el hierro oportuno que así le salvaba la vida. Miró a un lado, y en la penumbra advirtió un relucir de ojos y el brillar de una sonrisa carnicera. Después, el dueño de ojos y sonrisa retiró la espada y el cuerpo del malhechor se derrumbó, muerto. Era Gualterio Malatesta, que sin inmutarse limpiaba la hoja de su espada en la ropa del caído, e Íñigo se quedó quieto como una estatua, cual si hubiera visto a la mismísima Medusa en vez de al siniestro espadachín siciliano. Con su mirada de hielo y su sonrisa peligrosa, Gualterio Malatesta lo miraba despacio. Lo observó unos instantes casi con curiosidad, y luego le dijo, con un tono de voz que hizo al mozo envejecer varios años y que conservaría en la memoria hasta el último día de su vida: 

—Vete, zagal… Hoy no toca. 

En ese momento, Íñigo Balboa escuchó cómo el primero de los bandidos, al que había derribado con el cabezazo, se removía para levantarse. Malatesta le dirigió una mirada y luego, mientras desenfundaba la daga y se inclinaba sobre él, hizo al mozo un ademán con la cabeza para que desapareciera de escena. 

No necesitó más Íñigo para correr sin detenerse por las callejas de Madrid, de vuelta a la taberna del Turco y la habitación del Capitán. Esa noche tampoco durmió. No pudo conciliar el sueño, y esta vez no fue porque pensara en los diabólicos rizos dorados de Angélica de Alquézar, sino por esa espada que vio tan cerca y que, de eso estaba seguro, volvería a ver más adelante. 

FIN.

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