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La novela del tiempo final de los tranvías

La novela del tiempo final de los tranvías

Hace casi veinte años, en 2001, Claude Simon, premio Nobel de 1985, publicó una novela muy breve, El tranvía, en la que convertía ese viejo medio de transporte en el recipiente básico de un portentoso ejercicio de memoria. Leí el libro con devoción pocos meses después de su aparición en librerías. Fue, lo recuerdo muy bien, una devoción animada por un doble motivo: de un lado, mi infancia y mi primera adolescencia en Madrid tuvieron en los tranvías un telón de fondo, casi un escenario maravilloso; de otro, nueve años antes de la edición en España del libro de Claude Simon, en 1992, yo había publicado El lento adiós de los tranvías, una novela cuya acción comenzaba en un año clave de nuestra historia, 1966, año del referéndum de la franquista Ley Orgánica del Estado, y finalizaba en 1973, tiempo en el que los poderes municipales procedían al desmantelamiento de las últimas líneas de tranvía de la capital.

Mi novela, casi tres décadas después de su primera edición, vuelve este mes de enero a las librerías de la delicada y exigente mano de Huso, con prólogo de José María Merino y con la mirada puesta en las generaciones más jóvenes para encontrar nuevos lectores. También para reencontrarse con los que en su día tuvo. En el fondo aspira, en estos tiempos de desmemoria, a ocupar un espacio singular en nuestra literatura de la memoria. Su escritura me llevó algo más de dos años y si nació al calor de mi recuerdo de la desaparición de los tranvías de mi paisaje cotidiano, su desarrollo se afirmó sobre otra memoria: la de los “topos”, aquellos personajes comprometidos con la República y desaparecidos por voluntad propia. La quiebra de la cultura más avanzada y de la ilustración tras el fin de la Guerra; la diáspora de lo más brillante de nuestra intelectualidad, la ruptura de una generación y el silencio de la posguerra se cruzaron con mi memoria infantil invitándome a imaginar una historia que hablara de un artista (le puso nombre, Eladio Vergara) borrado del mapa y de la posibilidad de recuperar su rastro casi veinte años después.

"Escribí dando vida, a base de memoria, a aquella España: los olores, los ruidos, los pequeños sueños cotidianos, la vida diaria de los bares, en muchos casos auténticos refugios para el tedio"

Una novela es, en buena parte, la radiografía de un tiempo. Pero es también, pese a los agoreros que afirman lo contrario, la aventura de contar una historia no necesariamente realista, verosímil en términos literarios y, sobre todo, que traslade al lector una verdad. La historia del Lento adiós es la crónica de una búsqueda. La de uno de los miles de desaparecidos en 1939. Un pintor ficticio, imaginado, que podría ser encarnado en cualquiera de aquellos españoles que acabaron en cunetas, o se perdieron en el exilio o se ocultaron, como muertos vivientes, en los lugares más inverosímiles.

Mario Ojeda, el joven periodista empeñado en escribir un ensayo sobre su vida, Rosa, su compañera, el cronista de sucesos Valentín Eguren y los amigos de los sábados de estos personajes centrales trabajan, aman, sobreviven como pueden en una España de tedio y mediocridad. Tedio y mediocridad casi convertidos en conciencia colectiva, en percepción de la realidad, en lo que Marcuse, en aquellos años, llamaba “sobre represión”, en una casi natural, por asumida, falta de derechos (Spain is different fue algo más que un lema publicitario). Los habitantes de aquella España se habían acostumbrado a ello, la dictadura era el ecosistema en que había nacido y crecido la generación posterior a la de la República y solo minorías arriesgadas y dispuestas a jugarse vida y carrera osaban enfrentarse a él.

1966, el año en que se desarrolla la mayor parte de la acción de la novela, fue un año clave. Un bienio antes, en 1964, el Régimen celebró los “25 años de paz”, evento en el que Fraga Iribarne, como ministro de Información y Turismo, jugó un papel esencial, del mismo modo que lo jugó en la Ley de Prensa e Imprenta, también de 1966. Era un intento de lavado de cara de la dictadura, que se añadió al espejismo desarrollista de los planes de estabilización y que mostró su verdadera cara en el homenaje en Baeza a Antonio Machado, brutalmente reprimido por la policía armada y por la guardia civil o en la permanencia de miles de presos políticos en las cárceles.

Abordé la novela, también, por un deseo de conjurar la pérdida de un mundo cotidiano gris, casi sórdido, que, sin embargo, debía permanecer visible para los lectores que en la naciente década de los 90 empezaban a sentirse ajenos a aquella realidad, a ser ganados por el olvido. No pensé en la sucesión de fechas y datos que suele conformar la Historia, sino en lo que Unamuno llamó “intrahistoria”, en los rasgos de una cotidianidad perdida, sólo abordables en toda su complejidad y riqueza, en y con la literatura. Escribí dando vida, a base de memoria, a aquella España: los olores, los ruidos, los pequeños sueños cotidianos, la vida diaria de los bares, en muchos casos auténticos refugios para el tedio, las novedades de las librerías con escaparate, sótano y trastienda, el aspecto de calles que mostraban una rara condición de espacio urbanizado y descampado a la vez, las viejas papelerías con vida eterna, las imprentas de la era anterior al offset (no digamos a lo digital) en las que sobrevivían las minervas, el olor a tinta, el paraíso de las linotipias de un diario vespertino llamado Informaciones que se llevó la democracia, los ceniceros repletos de las reuniones, los cigarrillos encadenados a cada conversación. La mayoría de quienes vivimos los últimos años del franquismo hemos olvidado los silencios de entonces en bares, tabernas y cafeterías, no nos acordamos de la presencia de un habitante invisible al que no era fácil nombrar, el miedo, cuando al fondo de una calle asomaba cualquiera de aquellos Seat 1500 de color gris, a veces de color negro, que solía utilizar la Brigada Político Social, ni de la búsqueda, en la trastienda de determinadas librerías, de libros que venían de París o Buenos Aires y que el Régimen, todavía, mantenía prohibidos.

"En El lento adiós de los tranvías están también dos microcosmos urbanos. El Madrid central de los sesenta y, sobre todo, el Madrid que se fundía con el campo, que se hacía extrarradio, en la Ciudad Lineal de entonces"

En El lento adiós de los tranvías están también dos microcosmos urbanos. El Madrid central de los sesenta y, sobre todo, el Madrid que se fundía con el campo, que se hacía extrarradio, en la Ciudad Lineal de entonces, en los restos arquitectónicos y urbanísticos de la utopía de Arturo Soria. Una extraña mezcla de colonia veraniega y realidad campestre en la que los tranvías eran imprescindibles habitantes y en la que pervivían viejos palacetes, viviendas unifamiliares que venían de los años veinte, merenderos, piscinas y cines de verano. Un decadente lugar de veraneo de las familias que vivían en el Madrid del Ensanche. Pero está también la ciudad de provincias de la época, una Sigüenza estancada en el invierno y en la telaraña eclesiástica, de vecinos silenciosos y café de media tarde con partida de mus, academia de corte y confección y calles en cuesta subiendo hacia el castillo o la catedral. Y de Guardia Civil omnipresente.

Madrid llegó a tener más de setenta líneas de tranvía. El ruido de sus ruedas metálicas sobre los raíles, el tejido del tendido eléctrico y de los troles dibujado en su cielo y en su horizonte, el viaje diario, en aquellos habitantes de hierro, de miles de hombres y mujeres hacia fábricas, oficinas o comercios de la ciudad central encontraron otro ritmo, otros ruidos de fondo y otro paisaje urbano cuando desaparecieron. Fue a comienzos de los años 70. La dictadura, sin embargo, sobreviviría hasta 1977. Pero esa ya es otra historia que no está en la novela.

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Autor: Manuel Rico. Título: El lento adiós de los tranvías. Prólogo: José María Merino. Editorial: HUSO. Narrativa Contemporánea. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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