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La princesa prometida, de William Goldman

La princesa prometida, de William Goldman

La editorial Ático de los Libros celebra su 15º aniversario lanzando una edición especial y limitada con cantos pintados de La princesa prometida, un clásico de la literatura universal que reivindica como pocos el género de aventuras.

En Zenda publicamos el arranque de La princesa prometida (Ático de los libros), de William Goldman.

***

I

LA PROMETIDA

El año en que Buttercup nació, una criada de cocina fran cesa llamada Annette era la mujer más hermosa del mun do. Annette trabajaba en París para los duques de Guiche, y no había escapado a la atención del duque que una persona fuera de lo común le sacara brillo al peltre. El interés del duque tampoco le pasó inadvertido a la duquesa, que no era ni muy hermosa ni muy rica, pero sí muy lista. La duquesa se dispuso a estudiar a Annette, y al cabo de no mucho tiempo descubrió la trágica debilidad de su adversaria.

El chocolate.

Dotada ya de armas, la duquesa se puso manos a la obra. El Palacio de Guiche se convirtió en un castillo de caramelo. Don dequiera que uno posara la vista, había bombones. En las salas había pilas de caramelos de menta recubiertos de chocolate; en los salones, cestas de turrones, también de chocolate.

Annette estaba perdida. Al promediar la estación, de delicada pasó a estar enorme, y el duque no volvió a mirarla sin que una triste estupefacción le nublara la vista. (Cabe destacar que, a lo largo de su proceso de ensanchamiento, Annette parecía más ale gre. Con el tiempo, acabó casándose con el chef de pasteleros; los dos comieron muchísimo hasta que la edad avanzada los reclamó. Cabe destacar también que las cosas no fueron tan felices para la duquesa. El duque, por motivos que desafían toda comprensión, quedó prendado de su propia suegra, lo cual le provocó úlceras a la duquesa, solo que por aquella época todavía no se conocían las úlceras. Para ser más exactos, las úlceras existían, la gente las padecía, pero no se llamaban así. En aquellos tiempos, la profesión médica las denominaba «dolores de estómago» y se consideraba que la mejor medicina era tomar café con unas gotas de coñac dos veces al día hasta que los dolores remitían. La duquesa se tomaba su mezcla con fe y, mientras los años pasaban, observaba cómo a sus espaldas su marido y su madre se lanzaban besos. No debe sorprender a nadie, pues, que el mal humor de la duquesa fuera legendario, tal como Voltaire lo refirió de forma tan competente. Solo que esto ocurrió antes de Voltaire). Cuando Buttercup cumplió diez años, la mujer más hermosa vivía en Bengala y era hija de un próspero mercader de té. La muchacha se llamaba Aluthra, y su piel era de una morena perfección que hacía ochenta años no se veía en la India. (En toda la India solo ha habido once cutis perfectos desde que comenzara a llevarse un registro detallado). Aluthra cumplió diecinueve el año en que la plaga de viruela se abatió sobre Bengala. La muchacha sobrevivió, aunque no su piel.

Cuando Buttercup cumplió los quince, Adela Terrell, de Sussex on the Thames, era, con mucho, la criatura más hermosa. Adela tenía veinte años, y hasta aquel momento le llevaba tanta ventaja al resto del mundo que era casi seguro que sería la más hermosa por muchos, muchos años. Pero un buen día, uno de sus pretendientes (tendría unos ciento cuatro) exclamó que Adela de bía de ser sin lugar a dudas el ser más ideal jamás engendrado. Esa noche, a solas en su alcoba, se examinó poro a poro en el espejo. (Esto fue después de que inventaran los espejos). La inspección le llevó casi hasta el amanecer, pero para entonces ya tenía claro que el joven había emitido una apreciación más que correcta: era perfecta, aunque ella no había tenido nada que ver en eso.

Mientras se paseaba por la rosaleda familiar y contemplaba cómo salía el sol, se sintió más feliz que nunca. «No solo soy perfecta —se dijo—, sino que probablemente seré la primera persona perfecta de toda la historia del universo. No hay ninguna parte de mí que pueda mejorarse. ¡Qué afortunada soy de ser perfecta y rica y pretendida y sensible y joven y…!».

¿Joven?

La bruma comenzaba a disiparse cuando Adela se puso a meditar. «Está claro que siempre seré sensible —pensó—, y que siempre seré rica, pero no sé qué haré para mantenerme siempre joven. Y cuando no sea joven, ¿cómo podré seguir siendo perfecta? Y si no soy perfecta, pues… ¿qué me quedará? ¿Qué?». Adela frunció el ceño mientras cavilaba desesperadamente. Era la primera vez en la vida que se veía obligada a fruncir el ceño, y cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer, Adela se quedó para siempre, la hermosa frente. Se precipitó otra vez delante del espejo y se pasó la mañana ante él, y aunque logró convencerse de que continuaba siendo casi tan perfecta como de costumbre, no cabía ninguna duda de que ya no era tan feliz como antes.

La preocupación había comenzado.

Al cabo de dos semanas, aparecieron las primeras marcas; las primeras arrugas tardaron un mes, y antes de que promediara el año, las tenía a montones. Se casó al poco tiempo, con el mismo hombre que la tildara de sublime, y durante muchos años le dio una vida infernal.

Obviamente, a los quince años, Buttercup no tenía ni idea de todo aquello. Y si la hubiera tenido, le habría resultado completamente insondable. ¿Cómo podía importarle a nadie si era o no la mujer más hermosa del mundo? ¿Qué diferencia podía existir entre eso y ser solamente la tercera mujer más hermosa? O la sex ta. (Por aquella época, Buttercup no llegaba a ocupar posiciones tan elevadas, y apenas se encontraba entre las veinte principales, y eso si solo se tenía en cuenta su potencial, y no las atenciones especiales que le dedicaba a su propia persona. Detestaba lavarse la cara, especialmente la zona de detrás de las orejas, estaba harta de peinarse y lo hacía lo menos posible. Lo que le gustaba hacer en realidad, lo que prefería por encima de cualquier otra cosa, era montar su caballo y burlarse del mozo de labranza).

El caballo se llamaba Caballo (Buttercup nunca tuvo una imaginación desbordante) y acudía a su llamada, iba a donde ella lo dirigiese, hacía todo lo que ella le mandaba. El mozo de labranza también hacía lo que ella le mandaba. Era ya un muchacho, pero había comenzado a trabajar para el padre de Buttercup al quedar huérfano a temprana edad, y ella siempre se había dirigido a él del mismo modo. «Muchacho, alcánzame eso»; «Alcánzame aquello, muchacho…, date prisa, holgazán, muévete o se lo diré a mi padre».

(…)

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Autor: William Goldman. Título: La princesa prometida. Traducción: Celia Filipetto. Editorial: Ático de los libros. Venta: Todos tus libros.

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