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La Transición, los libreros y la habitación donde Martín Romaña escribió su vida exagerada

La Transición, los libreros y la habitación donde Martín Romaña escribió su vida exagerada

Foto de Belén Vargas, cedida por CEGAL

Alfonso Guerra montó una librería porque no tenía dinero para comprar libros. Al menos eso dice él. La suya era la Antonio Machado, un local cercano a la plaza del Salvador, en Sevilla. Tenía un buen catálogo de obras de filosofía y pensamiento, y sirvió de lugar de reunión para más de una conspiración antifranquista. Llueve a cántaros mientras el ex vicepresidente del gobierno de Felipe González recuerda estos asuntos. Lo acompaña Paco Puche, el fundador de la librería Proteo-Prometeo de Málaga, quien esta tarde comparte con él tertulia y le devuelve una que otra cebolleta para quitarle solemnidad a Guerra en su discurso de mariscal de campo de sus propios recuerdos. “Eres un hombre muy decimonónico, Alfonso”, replica Puche al socialista luego de que éste asegure que La Regenta es la mejor novela del XIX.

Se conocían de antes Paco Puche y Alfonso Guerra, pero estrecharon relación en junio de 1974, durante el Congreso de Libreros de Valencia, una reunión que pretendían “reventar con un escándalo antifranquista”. Y aunque ninguno de los dos aporta demasiados detalles sobre el éxito de aquel plan, todo apunta a que lo consiguieron. Al menos a juzgar por los detalles que les arranca el director de la revista Mercurio, Guillermo Busutil, encargado de moderar la charla Las librerías y la Transición, el acto de cierre del XXIII Congreso de Libreros organizado por CEGAL hace unos días en Sevilla. El primer congreso que celebra el sector desde la crisis.

"En la parte de arriba de la librería alojó a un novísimo Alfredo Bryce Echenique, que entonces pergeñaba las páginas de La vida exagerada de Martín Romaña."

“En aquel tiempo traíamos libros prohibidos, que escondíamos y cambiábamos de lugar a cada rato. En Prometeo usábamos un método: colocábamos una estantería y enfrente un embellecedor. Detrás de eso montábamos un cuartito donde guardábamos todo el material. También teníamos una recámara con los libros de Visor”. Por las palabras de Puche, se sobreentiende que hasta la poesía era sediciosa en aquellos años. Pero no fue ésa la única trampa que usó el librero. En la parte de arriba de la librería alojó a un novísimo Alfredo Bryce Echenique, que entonces pergeñaba las páginas de La vida exagerada de Martín Romaña. Podía quedarse a escribir el tiempo que necesitara, a cambio, eso sí, de una condición: que leyera algunas páginas. Y así lo hizo el peruano, algo achispado, al final de cada jornada.

“Entonces intentábamos conseguir casi todo lo que publicaba Ruedo Ibérico”, asegura Alfonso Guerra refiriéndose a la editorial fundada en Paris en 1961 por José Martínez como plataforma de expresión y debate para la oposición antifranquista. “También buscábamos todo lo de Losada —sello creado por Gonzalo Losada, en 1938—. Era un granero. Todo lo prohibido estaba ahí. Toda nuestra educación sentimental”. En un ejercicio de memoria, Alfonso Guerra dice recordar perfectamente el primer libro que vendió: Las amistades peligrosas. Lo arriesgado entonces no eran Les Liaisons, sino los agentes y censores del franquismo encargados de freír a multas a tan jóvenes y díscolos libreros. A aquel repertorio de depredadores se sumaban, también, quienes tuvieran a buena disposición estampar un par de botellas de gasolina contra el escaparate. Y no fueron pocos.

"Un poso de algo raro se anega a los pies de Puche y Guerra esta tarde de tempestad."

“A nosotros nos prendieron fuego, pero lo apagamos a tiempo”. De no ser por la rapidez con la que Paco Puche y los suyos pusieron pies en polvorosa para evitar el infierno, la librería habría terminado en un puñado de cenizas. A la Machado de Guerra se lo cobraron también, con pintadas y pedradas. Se quedaron a gusto unos y otros torpedeando a los libreros, que esta tarde desgranan sus recuerdos y los esparcen sobre el suelo de parqué de un auditorio a oscuras, como si alimentaran gallinitas ciegas. Quienes escuchamos, arrellanados en las butacas, tenemos algo de ave de caldo. Acaso porque no saber, ya sabe usted lector, lastra… o «emplumece». Otra forma —sedentaria— de vileza.

Un poso de algo raro se anega a los pies de Puche y Guerra esta tarde de tempestad. El malagueño, que intenta quitar hierro a sus recuerdos para no blandir el papelazo del tiempo en esa sala llena de gente nacida en la democracia, y el sevillano con la secreta decepción de quienes piensan que sus tiempos fueron más duros —y por tanto ellos también—. “A la amenaza del franquismo la sustituyó la amenaza editorial. Las librerías han pasado de ser librerías de fondo a ser librerías de escaparate”, dice Guerra para señalar la situación de unos libreros que ya no pueden pagar el espacio para almacenar libros y a quienes los persiguen no los censores, sino las facturas.

Cuando la tarde comienza a empozarse —por el agua que cae fuera y la que se acumula en el naufragio de quienes hablan y escuchan— Guillermo Busutil pregunta a Paco Puche por qué el uso indistinto de Proteo o Prometeo para una misma librería. El propio Puche no se aclara, o eso dice él. Pero lo sabe, claro que lo sabe. “Me hago siempre un lío con Proteo-Prometeo”, responde sobre el doble nombre al que tuvieron que recurrir durante el franquismo luego de que una onerosa multa del régimen los obligara a crear un registro con el cual seguir funcionando. Que del dios del mar al que roba el fuego bailan las vocales y las consonantes, pero no los años. Aquellos días de Camus contra Sartre y la primavera resacosa de Praga. Adoquín por adoquín, libro por libro. Aquellos tiempos en los que Romaña exageraba su vida escondido en una buhardilla mientras afuera soplaba  —a expensas de uno que otro pulmón— el viento de la democracia.

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