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Lady Corona (Arresto domiciliario 46)

Lady Corona (Arresto domiciliario 46)

 –¡No pasa nada! —exclamó la señora Corona, al momento de parar la trompita para estampar un beso en la mejilla de mi correclusa. Intempestivamente estupefacto, caí en el rígor mortis de quien vive un mal viaje de psilocibina. Que es la manera tersa de dar a entender que te quedaste trémulo y envirotado bajo tu jeta de esto-no-está-pasando. Hay que reconocerle a la necedad su curiosa destreza para sorprendernos.

"Vivimos malos tiempos para las buenas maneras. Esto de saludarse a la distancia, agitando la palma con una sonrisilla ruborosa, no convence del todo a los ortodoxos de la urbanidad, y ni siquiera a mi parte educada"

Vivimos malos tiempos para las buenas maneras. Esto de saludarse a la distancia, agitando la palma con una sonrisilla ruborosa, no convence del todo a los ortodoxos de la urbanidad, y ni siquiera a mi parte educada. Que acá entre nos, Cuarentenario darling, es una imbécil. Porque si bien tengo ya alguna práctica saludando a la gente de lejecitos, mi defensiva tarda en reaccionar a la cordialidad tentona de uno que otro gaznápiro. Cuando menos lo piensas, ya te están manoseando la diestra, los hombros o el costillar entero, a saber cuántas veces y en qué tantos lugares lo habrán hecho en las últimas semanas. ¿Cómo es que ellos te tienen la confianza para hacerte quebrar las más elementales reglas sanitarias y tú no sabes cómo ponerlos en su sitio? ¿Será que los modales adquiridos en tus primeros años aplacan el instinto de supervivencia, o que la necedad se contagia más rápido que el miedo?

—No me afectan los virus porque yo hago ejercicio, y además medito —se esmeraba la señora Corona en espeluznarnos, cuando logré salir de mi estupor para caer de bruces en el repelús. Ya sé, tendría que haber sacado un crucifijo y escapado de ahí como Roman Polanski en La danza de los vampiros, pero aún forcejeaba con mi educación. Estúpida, te digo, y yo que le hago caso. ¿Qué hacíamos allí, en primer lugar? Atender a la amable invitación de un conocido que nos había hecho señas a lo lejos, de terraza a terraza. Y uno obedece, al fin, ya no tanto al llamado como a sus modales: esos rehenes mustios de la opinión ajena.

"En tiempos de pandemia, la muerte se hace aliada de los alcornoques. Gente de pronto dada a confundir la valentía con la estupidez o el desparpajo con la inconsecuencia"

—¿Crees que ciencia lo es todo? ¿Acaso no confías en tu corazón? —seguía perorando Lady Corona, con la convicción de un testigo de Jehová y la porfía de un infomercial, cuando mi correclusa y yo atendimos al toque de retirada (que en realidad sonaba desde que llegamos), antes de que le diera a la osada obcecada por exhibir sus pruebas de que la Tierra es plana.

En tiempos de pandemia, la muerte se hace aliada de los alcornoques. Gente de pronto dada a confundir la valentía con la estupidez o el desparpajo con la inconsecuencia. ¿Sería menos estúpida la ruleta rusa si el tambor del revólver tuviera diez recámaras en vez de seis? ¿Es valiente o idiota quien se presta a jugar a la ruleta rusa? ¿Y si la probabilidad fuera una en mil, sería otra cosa que un valiente idiota? ¿Cómo hacerle entender a un alcornoque, sin faltar a las reglas de la urbanidad, que en términos estrictamente clínicos se ha dejado colmar la bóveda craneana de bolo alimenticio en su postrera etapa? En todo caso hay que tener cuidado, la necedad se sabe contagiosa, se piensa mayoría y se ignora en peligro de extinción. Lo tiene todo, insisto, para sorprendernos.

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