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Las piedras de Dios (II)

Monte Tabor (Cuernos de Hattin) Monte de las Bienaventuranzas – Tabgha – Lago Tiberiades

Abandonamos Nazaret y ponemos rumbo a las poblaciones que se bañan en el mar de Galilea. Allí, en unos pocos kilómetros, Jesús de Nazaret sembró la semilla de una nueva humanidad. Con apenas la fuerza de sus palabras y sus gestos, creó una mirada diferente del ser humano hacia sí mismo y hacia su propia espiritualidad, y en unas proféticas “setenta semanas de años”, este hombre bueno, misterioso, solitario, valiente, singular, construyó algo que superaba incluso aquello que las grandes mentes que le precedieron habían logrado desvelar, dejándonos una herencia mucho más duradera que los zigurats; más misteriosa que los crómlech; más compleja que el ontos del Oscuro de Éfeso; más poderosa que Quetzalcóatl; más dulce que los ditirambos; más seductora que la narración del mejor de los logógrafos; más peligrosa que el afilado jian; más valiosa que el corazón de Héctor; más heroica que Gilgamesh.

"¡Dios mío, Dios mío! ¡Estamos cruzando por entre los mismísimos Cuernos de Hattin!"

Amanece dulcemente, sin bruma, mientras el autobús pone rumbo al Monte Tabor. Afuera, el manto pétreo del valle se encorva de repente y se divide en dos suaves picos casi gemelos. “Eso que ven ahí es Kûrun Hattîn, señores”, exclama el guía con entusiasmo. Pero a las cinco y media de la mañana su público no está para batallas y el guía, curtido en muchas de ellas, no insiste. Sonrío pegando la nariz al cristal helado de la ventanilla.

¡Dios mío, Dios mío! ¡Estamos cruzando por entre los mismísimos Cuernos de Hattin! Atrás quedaba Séforis, el último refugio de los cruzados antes de emprender la marcha hacia el mar de Galilea, donde el agua que sostuvo los pies de Jesús no les habría saciado de las ansias de venganza, pero sí de la terrible sed. Aquel día 3 de julio de hace ocho siglos, presionado por Gerardo de Ridfort y por el villano Reinaldo de Châtillon, el rey de Jerusalén, Guido de Lusignac, se dirigió hacia el este con un ejército de caballeros sedientos, sucios de polvo y cansancio, recorriendo a pie las seis horas que los separaba del final del sueño de Tierra Santa, dejando tras de sí un reguero de caballos muertos. El astuto sultán Saladino, ese poderoso general al que ni Dante pudo enviar al Infierno, los hostigaba con una estrategia propia de un gran cazador del desierto: acosando la retaguardia de sus presas con cinco mil arqueros montados, empujaba a estos hacia el valle desierto, donde la sed les mostraba falsos espejos de agua al otro lado de la celada.

Cuernos de Hattin.

Batalla de los Cuernos de Hattin.

Vista aérea de Tabor.

"Los acorraló como a perros sedientos, atrayéndolos hasta los Cuernos de Hattin"

El frescor de la noche era la esperanza de los caballeros, pero Saladino no tuvo piedad: prendió fuego a la maleza por el lado norte de modo que el viento deshidrató aún más las resecas gargantas, llenando de humo el campamento. Los tambores y risas saciadas de los musulmanes atronaron bajo la luna, impidiendo el descanso de los templarios que, al amanecer, apenas tenían fuerzas para sostener la armadura. Sin embargo, Saladino sabía que esos doce mil soldados de Dios componían uno de los más formidables enemigos con los que tuvo que enfrentarse jamás así que, impasible, los acorraló como a perros sedientos atrayéndolos hasta los Cuernos de Hattin. Bajo un sol implacable, desorientados, cercados por los veinte mil hombres de Saladino, los cruzados defendieron, exhaustos, su vida como si cada uno de ellos llevase una astilla de la Vera Cruz clavada en el corazón.

Al final del día, con la mitad del ejército huyendo hacia el norte junto al traidor Raimundo de Trípoli, los viejos caballeros leales al rey cargaron contra el enemigo primero a caballo, después a pie junto a la infantería hasta que no fueron más que un puñado de fantasmas sedientos bajo la cota de malla, reservando sus últimas fuerzas para seguir defendiendo aquel trozo santo de madera.

Iglesia de la Transfiguración.

Monte Tabor.

Batalla de Meguido en el templo de Karnak.

Tell Meggido.

Al caer la tarde, bajo el bello damasquinado de la tienda del general victorioso, aún hubo tiempo para el último gesto de honor: Saladino, el poderoso rey de Egipto, tendió un vaso de agua fresca a Guido de Lusignac, el derrotado rey de Jerusalén, en señal de respeto y admiración por el adversario, mas éste, sin retirar la mirada de su enemigo, se lo pasó intacto a Reinaldo de Châtillon, al que Saladino y muchos cruzados despreciaban por sus innumerables villanías cometidas durante casi treinta años de medrar en Tierra Santa.

Saladino no mudó el gesto: “No es costumbre de reyes matarse entre sí, pero Reinaldo ha sobrepasado los límites”.

"Como casi siempre ocurre en esta tierra, lo fascinante nunca está dentro, sino afuera"

La muerte de Châtillon precedió a la del resto de los templarios, ejecutados con la última luz de la tarde. Sus cuerpos sin enterrar se pudrieron, ya sin sed ni cansancio, sobre las piedras de este valle que ahora atravesamos. Miro a mi alrededor como si despertase de un extraño sueño. Casi todos mis compañeros de viaje duermen y los Cuernos de Hattin han quedado muy atrás. Ahora, en el horizonte cercano, brilla dorado por el mismo sol despiadado de aquel lejano día el ancestral Itabyrium¸ el Monte Tabor, Jebel a’tur en árabe o Monte de la Transfiguración para los cristianos.

Con un poco menos de 600 metros sobre el nivel del mar, el monte brinda un estrecho ascenso elíptico que hacemos en varios microbuses alquilados a los beduinos del desierto de Néguev, quienes ahora controlan con éxito este negocio desde que, años atrás, el gobierno israelí les proporcionara las facilidades necesarias para que dejaran los asentamientos nómadas que perlaban de tiendas de raída tela negra, mulas desnutridas y niños llorosos todo el valle.

Bienaventuranzas, y al fondo el lago Tiberiades

Grupo de viaje en Tabgha.

Al chofer árabe de nuestro microbús le falta el brazo izquierdo. Con el derecho sostiene el móvil mientras mantiene una acalorada discusión con alguien al otro lado de la línea, cambia de marchas y evita los precipicios que tras cada curva nos recuerdan la vulnerabilidad de la vida, poniendo a prueba nuestra fe a medida que se acerca el final del recorrido. En el parking de la cumbre del Tabor, donde el taxi finalmente nos deja sanos y salvos, la certeza de la existencia de un Dios protector es tan evidente para nosotros como lo fue hace tres mil años para los tres asombrados discípulos de Jesús, quien, transfigurado en una luz cegadora, les reveló la Gran Verdad en este mismo lugar.

"Quien controlaba Meguido, controlaba las caravanas que pasaban por la mítica Via Maris"

Los evangelios sinópticos coinciden en la descripción de los hechos y las palabras de aquel momento, cuando por fin el Padre se decidió a reconocer públicamente a su Vástago: “Este es mi Hijo amado, en quien yo estoy complacido”. A partir de aquel día, Jesús comenzó a ser el Christós; el Mashiah; el Ungido, y Yahvé dejó de ser la terrible voz tronante y vengativa del Antiguo Testamento, acercándose a la Humanidad con una frase robada de la boca de los hombres, para que éstos pudiesen entenderle con facilidad. Porque ¿qué ser humano con descendencia no ha sentido latir en la garganta esas mismas palabras a los pies de la cuna de su hijo dormido, delante de su cadáver de joven guerrero o en el sofá de casa, con las excelentes notas del instituto en la mano? “Este es mi hijo, mi orgullo, mi estirpe; la parte de mi yo que se quedará entre vosotros cuando desaparezca”. 

La Basílica de la Transfiguración es una iglesia franciscana que Barluzzi, el arquitecto oficial de Tierra Santa, levantó con desafortunado esfuerzo estilístico, sobre restos cananeos, bizantinos y cruzados, pero como casi siempre ocurre en esta tierra, lo fascinante nunca está dentro, sino afuera.

"Las piedras, como en un milagro bíblico, se han transformado en frutas y flores"

Deslumbrada por la mañana añil, busco inútilmente la divina nube de Mateo 17, como si el cielo fuese un tell por excavar. Abajo, la llanura apocalíptica de Armagedón, donde tendrá lugar la Batalla del Fin de los Tiempos, se extiende inmutable y dorada como el manto de un profeta. El Antiguo Testamento la cita sin nombre por primera vez en Gn. 17, 16. Era La Llanura por excelencia, llamada luego Yezrael, que significa “Yahvé sembró”, aunque pensándolo bien, la única siembra fértil fueron los huesos de guerreros matando y muriendo durante milenios sobre esta extensión infinita revelada como Esdrelón, Yezrael, Beisán, llanura de Samaria o Meguido. En el siglo II d.C. la Legio VI Ferrata acampó cerca, recibiendo en dote el territorio. Esdrelón se convirtió desde entonces y durante todo el período bizantino en el Campus Marinus Legionis y no por capricho; Tel Megiddo era una ciudad estratégicamente indispensable, situada en la cabeza del paso a través del Monte Carmelo, cresta que dominaba el valle de Jezreel desde el oeste. Quien controlaba Meguido controlaba las caravanas que pasaban por la mítica Via Maris, una ruta comercial existente ya desde la Edad de Bronce, que unía Egipto con los imperios del norte de Siria, Anatolia y Mesopotamia.

Mosaicos de Tabgha

Mosaico en Tabgha

Nilómetro de Tabgha.

Mosaico del altar mayor en Tabgha

Cuando Napoleón se asomó por primera vez a este valle de Har Megiddo, en el mismo lugar donde yo estoy ahora, lo describió con su ojo infalible como el campo de batallas más natural de toda la faz de la tierra, pues los ejércitos podían maniobrar fácilmente en sus inhabitadas llanuras. No le faltaba razón. De hecho, si uno presta un poco de oído en el silencio azul, es capaz de recordar el clamor de la batalla de Meguido, la primera de la que existe documentación histórica, narrada con todo lujo de detalles en los jeroglíficos de los templos de Amón en Karnak y Tebas en Luxor, por el hábil cincel del escriba militar Tjaneni, allá por el siglo XV a.C.

"El Sermón de las Bienaventuranzas quizás sea el más hermoso, emocionante y revolucionario de toda la vida de Jesús"

El guía se acerca al borde del valle. “Todos se hacen fotos en este bello paisaje. ¿Quieres que te haga alguna?”, me pregunta, profesional, con su fuerte acento de Liguria. Sonrío, distraída, intentando no darle demasiada importancia a la innecesaria interrupción. “No, gracias”, le digo concentrándome en el horizonte. Pero el guía no se mueve de allí. Al cabo, como si esperase desde el otro lado de la llanura alguna señal, me susurra enigmático:

“Y en aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadadrimón en el valle de Meguido”.

No le vi marchar, pero juraría que sonreía mientras caminaba a paso ligero hacia el autobús, como un nuevo profeta Zacarías saliendo, triunfal, de Babilonia.

A medida que nos acercamos al Monte de las Bienaventuranzas, el paisaje árido se metamorfosea, al otro lado de la ventanilla, en paraíso fértil. En apenas 25 kilómetros, las piedras, como en un milagro bíblico, se han transformado en frutas y flores: mango, aguacate, fruta de la pasión, palmeras y olivares llenan de color tropical el camino que termina sobre la chata colina de las Bienaventuranzas, donde los plásticos de los invernaderos brillan con un resplandor polvoriento bajo el débil sol de la mañana. Unos setos cuidadosamente recortados en latín nos desean Pax et Bonum, el lema y distintivo de los hijos de san Francisco.

"En esta tierra, la toponimia también es arqueología"

“Shalom y tôb”, nos recuerda el guía citando la Biblia y, como si leyera nuestros pensamientos, nos informa de que en la pequeña cafetería del recinto se sirve el mejor expreso de todo Israel. Agradecida, con la bebida caliente entre las manos, paseo por aquel milagro verde tapizado de anémonas y lirios. Solo Dios sabe si realmente fue este lugar en concreto el elegido por Jesús para lanzar aquel mensaje, pero desde hace más de 1600 años los peregrinos se acercan hasta aquí creyéndolo, y eso es más que suficiente. Me siento en un banco a la sombra de unas buganvillas mirando el octógono simbólico y brillante que Barluzzi construyó a modo de iglesia costeada por Benito Mussolini allá por los años 30. Pienso en la geometría de los griegos, que explica el mundo, y en las palabras pronunciadas aquí por Jesús, que lo ilumina: Bienaventurados; ašrê, en hebreo, hijo del término μακάριος, makarios, tan bellamente usado en la tragedia griega para hablar de los dioses, los héroes y los muertos.

El Sermón de las Bienaventuranzas quizás sea el más hermoso, emocionante y revolucionario de toda la vida de Jesús, porque fue (y sigue siendo) radical en su concepto. Nadie había hecho algo así nunca hasta entonces; nadie había usado aquel término, μακάριος, makarios, referido al hombre y su humana desesperación. La de Jesús no fue una revolución activada desde abajo, sino decretada desde arriba. Fue batallador y polémico cuando lo creyó necesario, pero no instigó a la rebelión de las clases bajas, pues lo que vino a anunciar era algo muy distinto: la subversión por parte del mismísimo Dios.

Mar de Galilea.

Pez San Pedro.

La propia geología del territorio donde predicó Jesús es subversiva en sí misma, ya que altera el orden pétreo del entorno, abriéndose en heridas de agua, como el sorprendente lago Tiberiades, o mar de Galilea, que baña el lugar llamado por Flavio Josefo “el manantial de Cafarnaúm”; el lugar de las Siete Fuentes; Heptapegon en griego, del que deriva su nombre árabe actual: Tabgha. En esta tierra, la toponimia también es arqueología.

"El sabroso pez San Pedro, con su ancestral sabor a limo y brasas"

Allí nos dirigimos, a contemplar el sitio de la multiplicación de los panes y los peces. Me fascina la manera en la que los hechos bíblicos se enroscan y trenzan dulcemente con la ciencia: las siete fuentes que emergieron en Tabgha (hoy solo seis de ellas se han descubierto) concentraban aguas más cálidas que las del lago, lo que ayudó a la producción de algas, que a su vez atrajeron peces; un foco de trabajo y vida durante miles de años.

La visita de la actual iglesia debe hacerse sin levantar los ojos del suelo; pisando los mosaicos bizantinos plagados de aves acuáticas, extraños anátidos y plantas palustres hasta llegar al altar, donde la representación de un nilómetro nos certifica el origen egipcio de estas teselas. Junto a él, la canasta de los panes y los peces se hace casi innecesaria. ¿Cómo no creer en milagros multiplicadores en mitad de este paraíso fértil?

Aquel día casi todo el grupo almorzaba pescado, el sabroso pez San Pedro, con su ancestral sabor a limo y brasas, y al caer el sol caminábamos satisfechos y emocionados, como antiguos pescadores, hacia las orillas del Mar de Galilea.

Las piedras de Dios (III): Tiberíades – Cafarnaúm (Altos del Golán) – Monte Nebo – Madaba

Agradecimientos: A Sofía Gaviria Saer, por su inolvidable lección de honradez y generosidad, que nunca olvidaré. Gracias.

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