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Leidísima Corín

Leidísima Corín

La escritora española más leída después de Cervantes no saldrá nunca en los libros de texto. Tampoco acaparó en vida las portadas de los suplementos culturales. Es posible que a ella nada de eso le importara demasiado. Sabía bien que su lugar no estaba en los púlpitos, sino a pie de calle. En las salas de estar y las trastiendas donde se devoraban cada uno de sus libros con la fruición que se reserva a las golosinas que endulzan las tardes grises. «No me licencié en lingüística, pero sí en expresividad», dijo de sí misma cuando en 1994 la invitaron a participar en los cursos de verano de El Escorial.

"La facilidad para comunicar con sus semejantes fue lo que le salvó la vida y, a la postre, hizo de ella un fenómeno a escala mundial"

No andaba desencaminada María del Socorro Tellado López, conocida en todo el mundo de habla hispana como Corín Tellado. Fue precisamente esa facilidad para comunicar con sus semejantes lo que le salvó la vida y, a la postre, hizo de ella un fenómeno a escala mundial. Había nacido en 1927 en Viavélez, un pueblo asomado a las dársenas de un pequeño puerto pesquero en el municipio asturiano de El Franco. Hija de un maquinista naval de la Marina Mercante y un ama de casa, fue la única mujer de cinco hermanos. En casa empezaron pronto a referirse a ella con un diminutivo, Socorrín, del que brotaría años después el hipocorístico con el que adquiriría la fama. Los méritos contraídos por su progenitor en el bando franquista durante la Guerra Civil impulsaron su ascenso a la categoría de oficial en 1939 y la familia tuvo que trasladarse a Cádiz. Fueron años de formación en los que se moldeó un carácter sobre el que no siempre hay acuerdo: la propia Corín dijo de sí misma que había sido una muchacha «muy vergonzosa, muy tímida, que ni siquiera jugaba en los recreos»; algunas compañeras de aquel tiempo, sin embargo, la calificaban como «muy lanzada» y recordaban que acostumbraba a «montar en bicicleta y fumar cigarrillos a escondidas».

También comenzó en ese periodo a aficionarse a la lectura. Dicen que se hizo devota de los clásicos franceses, en particular de Honoré de Balzac y Alejandro Dumas, y que comenzó pronto a seguir la carrera aún incipiente de un joven Miguel Delibes. Puede que le influenciaran especialmente las novelas de Pedro Mata, un escritor hoy casi desconocido del que Corín siempre se declaró seguidora y cuyas tramas de trazos naturalistas en las que el drama se anudaba con cierto erotismo obtuvieron gran popularidad antes y después de la guerra. En cualquier caso, el hábito lector fue determinante para que empezara a iniciarse tímidamente en la escritura. El proceso eclosionó cuando a uno de sus hermanos le dio por pergeñar una novela. Ella, tras leerla, decidió que podía hacerlo mejor, y por primera vez fue consciente de su capacidad innata para sentarse ante el folio y alumbrar historias que le salían de una sola sentada.

"Un quiosquero de Cádiz, que estaba al tanto de las veleidades literarias de la joven, la puso en contacto con Bruguera"

Resultó ser ésa una habilidad proverbial en un momento difícil. En 1945 murió el padre de familia y los Tellado se vieron abocados a padecer serios problemas económicos. Un quiosquero de Cádiz, que estaba al tanto de las veleidades literarias de la joven, la puso en contacto con Bruguera, una casa que siempre estaba atenta para cazar nuevos talentos que quisieran poner sus dotes al servicio de un sistema de producción editorial casi estajanovista. Así, la primera obra de Corín Tellado, Atrevida apuesta, vio la luz el 12 de octubre de 1946 y marcó el inicio de un camino que ya no se detendría: un año después, Bruguera la incluyó en su nómina y empezó a exigirle una novela a la semana, encargos que atendía con solicitud porque de la entrega, y no de las ventas, dependía su salario. Eran las suyas narraciones breves y de carácter romántico —novelas rosas, para entendernos— que gozaron pronto del favor de un público mayoritariamente femenino que encontraba en aquella literatura de quiosco el alimento espiritual con el que sobrellevar los rigores de una posguerra que se estaba haciendo demasiado larga. El país pasaba hambre, pero a Corín las cosas le iban cada vez mejor: las ventas de sus títulos no hacían más que crecer y algunos tenían que reimprimirse varias veces ante el éxito de demanda. Alguna vez contó que se sentaba ante la máquina de escribir a las cinco de la mañana y las palabras salían solas («Yo hilvano un argumento en cinco minutos», decía). Su ritmo de trabajo, casi inverosímil, ratifica su afirmación: escribía cada novela en poco más de dos días y sus jefes se congratulaban de que aquella jovenzuela que aún no había cumplido los veinte años les hiciera llegar los encargos con varias jornadas de antelación respecto al plazo impuesto.

De pronto, Corín empezaba a jugar un papel importante en el mantenimiento económico de la familia. En 1948 ella y su madre pusieron rumbo a Asturias para instalarse de nuevo en Viavélez, y tres años después se trasladaron a Gijón, la ciudad donde residiría hasta el final de sus días, exceptuando los regresos veraniegos a su localidad natal. Allí continuó escribiendo a velocidad de crucero y consolidando su firma en un mercado que dominaba como nadie. En 1951 la revista hispanoamericana Vanidades firmó con ella un contrato que la obligaba a entregar dos novelas cortas al mes y en 1962 suscribió un nuevo acuerdo con Bruguera por 150.000 pesetas. Ese mismo año, la UNESCO la declaraba la autora más leída en castellano después de Cervantes. No mucho después, en 1964, unas desavenencias con Bruguera la hacían romper el compromiso alcanzado con la editorial barcelonesa para empezar a publicar con Rollán. Del éxito de sus historias da fe el dato de que, cuando en 1965 apareció Corín ilustrada, una colección de adaptaciones a fotonovelas de sus libros, el primer número, titulado Eres una aventurera, despachó 750.000 copias en tan sólo una semana. España iba cambiando, pero Corín seguía en la brecha.

"Tanto se la leía, tanto se escuchaba su nombre a uno y otro lado del océano, que hasta Andrés Amorós la usó como pilar en su ensayo Sociología de una novela rosa"

Tanto se la leía, tanto se escuchaba su nombre a uno y otro lado del océano, que hasta Andrés Amorós la usó como pilar en su ensayo Sociología de una novela rosa. Eso fue poco antes de que Bruguera le ganara un contencioso y la autora tuviese que volver a integrarse en su disciplina, donde permaneció hasta que en 1986 la editorial entró en quiebra y ella comenzó a colaborar con sellos como Júcar o Cantábrico. Sus tramas, además, evolucionaban con el tiempo. En sus últimos títulos, las novelas de Corín hablaban de la independencia económica de las mujeres, la drogadicción o el maltrato.

Es curioso que la gran dama española de la novela rosa —aunque ella rechazó siempre esa etiqueta, arguyendo que lo suyo eran «novelas de sentimientos»— no fuese precisamente una mujer enamoradiza ni llegara a mantener relaciones satisfactorias con los hombres. En 1959, cuando su popularidad pasaba por uno de sus momentos más álgidos, se casó con Domingo Egusquizaga Sangroniz. La boda se celebró en Covadonga, como correspondía a las parejas de bien en aquellos años, y aunque se procuraran guardar las apariencias no fue ni mucho menos un enlace idílico. La misma Corín reconocía que se había casado «a despecho, sin amor y harta de pagar bodas de familiares». Con esos mimbres, el enlace estaba abocado al fracaso. Tuvieron dos hijos, pero Domingo no tenía la menor intención de trabajar y era Corín quien, además de sostener económicamente a su nueva familia, tenía que ocuparse de cuidar a las criaturas. No habían pasado ni tres años cuando tomó la decisión, entonces insólita, de separarse. Hay que recordar que la dictadura estaba en pleno apogeo y una mujer separada, por célebre que fuera, era siempre motivo de sospecha. Corín, que siempre se definió como una señora de derechas, resultó ser una valiente. Y también fue bastante más moderna de lo que le correspondía. En una entrevista televisiva, reconocía que «desde que soy independiente soy feminista», y aunque condenaba a quienes eran homosexuales «por vicio» sí reconocía «todos sus derechos a quienes lo son de nacimiento».

"En cierta ocasión, Guillermo Cabrera Infante se refirió a ella como «la inocente pornógrafa», por su habilidad para relatar episodios sexuales sin llegar a desvelarlos"

De su colosal producción dan fe los números: publicó unos 5.000 títulos, de los que algunos llegaron a ser traducidos a 27 idiomas y adaptados al cine, al teatro o a la televisión. La edición española del Libro Guinness de los Récords la destacó en 1994 como la autora más vendida en lengua castellana, con cuatrocientos millones de ejemplares en su cuenta. Cuando falleció el 11 de abril de 2009, dejó en el cajón de su escritorio tres novelas inéditas, lo que demuestra que no se detuvo nunca. Una década más tarde, sin embargo, apenas se habla de ella en ninguna clase de mentideros. ¿Una injusticia? Depende. Los libros de Corín nunca destacaron por sus virtudes literarias y, desde luego, no tiene sentido incluir su nombre en el panteón donde se recuerda a las grandes voces narrativas de nuestro tiempo. Pero ello no impide que se le haya que reconocer méritos que en absoluto son baladíes. El primero tiene que ver con su facilidad para la escritura —cualquiera que haya escrito o intentado escribir una novela sabe el esfuerzo que conlleva, por malo que pueda ser el resultado— y su vista a la hora de conectar con la sensibilidad de millones de lectores a uno y otro lado del Atlántico. El segundo, relacionado íntimamente con este último aspecto, se refiere al modo en que las historias de Corín abrieron una vía de escape para muchas mujeres que encontraban en sus libros cuestiones que las atañían de manera muy directa y que, por norma general, no podían compartir con nadie. Y lo conseguía, además, estableciendo una suerte de código compartido con su fiel público basado en sobreentendidos y dobles lecturas: «A insinuar me enseñó la censura, porque decía las cosas claras y eso me lo rechazaban. Hubo meses que me rechazaron hasta cuatro novelas. Algunas novelas venían con tantos subrayados que apenas quedaba letra en negro. Me enseñaron a insinuar, a sugerir más que a mostrar. Aprendí a contar lo mismo pero con sutileza, así nunca me dejé nada por decir». En cierta ocasión, Guillermo Cabrera Infante —que había leído muchos textos suyos en la revista Vanidades, donde trabajó como corrector de pruebas— se refiriese a ella como «la inocente pornógrafa», por su habilidad para relatar episodios sexuales sin llegar a desvelarlos. Rosa Pereda apuntaba una característica que la distanciaba de otras escritoras europeas de novela rosa: «Sus mujeres tienen más aristas, son más broncas y más parecidas a las que yo he conocido más, a las que no nos queda más remedio que ser». Mario Vargas Llosa, sintetizándolo todo, acaso acertó a dar en la clave cuando la entrevistó en la televisión peruana a principios de los ochenta: «Corín es una mujer amable, empeñosa, sin pretensiones, una escritora que no tiene conciencia exacta de su influencia en su legión de lectores. Pero, para bien o para mal, durante treinta años ha sido la encargada de satisfacer nuestra hambre de irrealidad.»

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