Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Literatura admirable, de Jordi Llovet

Literatura admirable, de Jordi Llovet

Literatura admirable, de Jordi Llovet

En La literatura admirable (Pasado & Presente), Jordi Llovet ha reunido medio centenar de textos de los mejores lectores y maestros de los clásicos de la literatura para que muestren los secretos de obras indispensables de la literatura occidental de todos los tiempos. Este libro no es otra selección o canon de los mejores libros, sino una envidiable puerta de entrada al conocimiento de obras que todo el mundo debería leer y conocer bien. Gracias a maestros como Francisco Rico, Carlos García Gual, Ignacio Echevarría, Fernando Savater, Terenci Moix, Isabel de Riquer, Jose María Valverde y Rafael Argullol, entre otros, descubriremos las claves esenciales de esos títulos que no pueden faltar en la biblioteca de cualquier lector que se precie.

Jordi Llovet (Barcelona 1947) es crítico literario, ensayista, traductor y fue catedrático de Teoría de la Literatura, y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona. La mayor parte de su vida la ha dedicado a dar clases y a la traducción en distintas universidades europeas.

Zenda publica la introducción escrita por el director de esta obra magna cuyo subtítulo es Del Génesis a Lolita.

El libro que el lector tiene en sus manos es una recopilación de artículos, encargados todos a especialistas, que presenta un panorama suficiente de la producción literaria de la tradición occidental entre los libros de Moisés y el siglo XX. No están, por supuesto, todos los grandes libros de esa tradición, pero sí una muestra representativa, elocuente, placentera y didáctica.

Cuando se edita un libro de estas características acude de inmediato al lector una sospecha: ¿son estos los mejores libros en valor absoluto de nuestra tradición? ¿Se encuentran representados en esta antología todos los grandes autores y obras de ese largo recorrido? ¿Existe un equilibrio razonado de todas las literaturas nacionales —a partir del siglo XVI, pues antes no puede hablarse en esos términos—, o se ha privilegiado a alguna de ellas en detrimento de otras?

Son preguntas vanas. Este libro no pretende ser un canon literario. Harold Bloom presentó uno, muy famoso, en su libro El canon occidental —cuyo título no dejaba lugar a dudas—, en el que, sin disimulo alguno, privilegiaba a la literatura inglesa, y a Shakespeare más que a nadie, con la más absoluta tranquilidad de ánimo. Una tarea así resulta siempre inútil, por cuanto existen, en nuestro continente, muchos autores y libros hoy poco leídos, pero de gran categoría, que durante un tiempo ascendieron al canon literario, y otras veces cayeron de él, por razones que suelen ser circunstanciales, ideológicas o subjetivas. No hay más que ver la lista de los autores premiados con el Nobel de literatura para darse cuenta de que muchos de ellos ascendieron al Parnaso del canon literario para caer de él al cabo de pocos decenios, si no años: véase el caso de nuestro Echegaray, o los casos de R.C Eucken (Alemania), W. Reymond (Polonia), E.A. Karlfeldt (Suecia) o H. Martinson y Eyvind Johnson, que recibieron el Nobel, ex aequo, en 1974, una fecha relativamente reciente.

Por lo demás, muchas listas de los mejores libros del mundo varían en función de los encuestados. Así, por ejemplo, el periódico francés Le Monde publicó en el año 1999 un canon acerca de los mejores libros del siglo XX a partir de una encuesta realizada de un modo aleatorio entre la población francesa en el que aparece El principito, de Saint- Exupéry, en el cuarto lugar, El nombre de la rosa en el decimocuarto, y Astérix el galo en el lugar vigésimo quinto, mientras que La montaña mágica, de Thomas Mann, se encontraba en el puesto cuarenta, Ficciones, de Jorge Luis Borges, en el puesto setenta y nueve, y El hombre sin atributos, de Robert Musil, en el puesto ochenta y seis. Además, no aparece en este canon ni una novela de Mary Renault ni una de Cormac McCarthy.

Otro canon que demuestra la futilidad de los mismos es el que realizó el Club del Libro de Noruega, en este caso de los libros fundamentales de todos los tiempos, y, se supone, de todos los países. La lista empezaba muy bien, con el Poema de Gilgamesh y el Libro de Job —ahí se observa de paso la influencia del protestantismo en la sociedad noruega, y su persistencia—, no olvidaba ni a Dante, ni a Cervantes, ni a Shakespeare, ni a Goethe —el dramaturgo inglés muy hacia abajo—,pero Homero, Melville, Pessoa, Sófocles y Tolstói apenas cerraban la lista. En cualquier caso, los noruegos demostraron ser mejores lectores que los franceses, porque incluso citaron a Paul Celan, un autor dificilísimo, pero de enorme categoría.

En España, la revista República de las Letras (núm. 78, 2002) publicaba un canon por lenguas nacionales y ponía en primer lugar en el apartado de literatura española, con razón, el Quijote, y en tercer lugar Luces de bohemia, de Valle-Inclán, también con riguroso criterio; pero La realidad y el deseo, de Luis Cernuda, solo sumaba catorce votos —de casi doscientos participantes en la encuesta—, y el Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz, veintisiete. Juan Benet se llevaba un solo voto, como Cántico, de Jorge Guillén; y Jaime Gil de Biedma, dos, que es el doble que Guillén, uno de sus mentores, igual que una novela de la casi desconocida Antonina Rodrigo. Por suerte, Quevedo recogía cuarenta y ocho votos, muchos más que el diáfano Garcilaso, con diez. Para vergüenza de la educación nacional, Pedro Salinas obtenía solo dos votos, y el Marqués de Santillana solo uno. En esta misma revista, en el apartado de autores extranjeros, quedaban en buen lugar Shakespeare, Dostoievski, Kafka, Homero, Dante y Proust, en este orden; pero El lobo estepario, de Hermann Hesse, esa novela para adolescentes desorientados y luego para hippies trasnochados, era dos veces preferido a Hölderlin, Platón, Rimbaud, T.S. Eliot o Montaigne. Leopardi, el más grande poeta clásico-romántico italiano y uno de los más grandes de todo el movimiento, aparecía entre los últimos citados y, se supone, leídos por los encuestados, todos ellos personas de reconocida solvencia en el campo de las letras. Es pues, evidente, que no hay que hacer demasiado caso a las listas que se publican de los libros canónicos. Unos obedecen a un gusto común muy respetable —del que hoy formarían parte Dan Brown o Ken Follett, por ejemplo—, otros eran establecidos por académicos, otros por ciudadanos de un país, que conoce mejor su literatura propia que la de los demás países.

Otras veces, los cánones varían de acuerdo con la época en que se elaboraron: así, el poeta norteamericano H.W. Longfellow (1807- 1882) publicó en el año 1855 una antología de la poesía europea, The Poets and Poetry of Europe (Nueva York), en la que no figura Maurice Scève, uno de los más grandes autores de La Pléiade, ni Alfred de Musset; aunque, entre los románticos franceses figuren Chenedolle, Tastu y Barbier, hoy del todo ignorados. Entre los españoles aparece Santa Teresa, pero no San Juan de la Cruz. De los grandes poetas del siglo XV catalán, como Ausiàs March o Jordi de Sant Jordi, no hay noticia alguna, aunque esto pueda deberse al hecho de que por entonces no habían sido traducidos a las otras lenguas del continente o de América. Por fin, en un alarde de desconocimiento de todo lo que une, literariamente, a Inglaterra con el resto de Europa, las letras inglesas e irlandesas no aparecen en absoluto —sí las antiguas anglosajonas—, por no ser consideradas «europeas». Cosas de la insularidad británica.

La undécima edición de The Encyclopaedia Britannica (1911, con dos volúmenes complementarios de 1920), según Borges la mejor edición de cuantas se han editado de esta enciclopedia ejemplar, apenas sabía en esa fecha quiénes eran Flaubert, Melville o Hölderlin, pero dedicaba a Alfred Lord Tennyson, un poeta de autoridad muy relativa, doce columnas.

Basten estos ejemplos para comprender que las antologías literarias pecan siempre de alguna arbitrariedad y suelen tener un valor epocal, refigurado con el paso de los años gracias al número de ediciones y de lectores que puede llegar a poseer un libro, por la entronización de determinados autores a cargo de la academia, o por el descubrimiento tardío de ciertos valores que han pasado siglos en el desván del olvido. Si Goethe, por ejemplo, hubiera prestado atención a la poesía de Hölderlin, a quien conoció en la casa de Schiller en julio de 1797, aquel habría sido un autor tanto o más canónico que él mismo desde la aparición de la primera antología de su poesía, editada a cargo de una mujer, Bettina Brentano (cuando casó, von Arnim), y de otros de sus fieles visitantes en la torre de Tübingen en la que residió el poeta de Suabia toda la segunda parte de su vida en estado de alienación. Lo que no debe hacerse cuando se pretende estimular la lectura de los grandes clásicos de Occidente, como es el caso del presente libro, es confundir los valores literarios con cualquier atisbo de ideología temporal: quien no haya entendido que los dramaturgos Sófocles, Shakespeare o Calderón de la Barca son autores más importantes que Jacinto Benavente, debe revisar por su cuenta qué elementos exteriores a una consideración estética han determinado su opinión de lo que sea la excelencia literaria.

El polifacético Alain, escritor francés del siglo XX, aconsejaba a sus discípulos que no leyesen demasiados libros, y añadía que un centenar de volúmenes es suficiente para toda una vida «a condición de leerlos una y otra vez». También Roma acuñó una máxima que todo lector, de cualquier tiempo, debería tener en cuenta: non multa sed multum: no conviene leer demasiados libros, sino pocos —los mejores, si es posible— y a fondo. Al fin y al cabo, como decía Italo Calvino, lo importante de los clásicos es que su lección no se agota jamás; los autores clásicos pueden ser revisitados en todo momento. Cuando alguien dice que un autor clásico es aquel que se lee mucho, sale siempre algún ser muy moderno que responde que también los best-sellers de nuestros días son enormemente leídos. Pero la cuestión reside en saber durante cuántos siglos encontrarán lectores esos libros. Muy leídos fueron, y mucho más que Flaubert, algunos de sus contemporáneos, como Paul Bourget o Paul de Kock. ¿Quién los recuerda? ¿Quién acude a sus libros, si es que los encuentra? En el fondo, un verdadero canon objetivo, ecuánime y total debería incluir miles, sino millones de libros, algo que no está al alcance de ningún lector, de ningún editor y de ninguna biblioteca, por completa que sea.

Y quizá sea siempre el lector singular, no las revistas ni los sesudos académicos, quien mejor puede elaborar un canon gracias a su pasión lectora y su capacidad de discernimiento. Como escribía Paul en el apartado «Littérature» de sus Cahiers (edición de la Bibliothèque de la Pléiade, vol. II, pág. 1167), bajo el epígrafe “Obras maestras”: «No es nunca el autor quien hace una «obra maestra». La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector ceñido, con finura, con parsimonia, con el tiempo y una ingenuidad armada […] Solo él puede conseguir la obra maestra, exigir la particularidad, el cuidado, los efectos inagotables, el rigor, la elegancia, la perdurabilidad, la reanudación. Pero este lector, cuya formación y cuyas fluctuaciones deberían constituir el verdadero tema de la historia de la literatura, se está muriendo».

Aquí se comentan algo más de cincuenta libros —lo que daría para media vida, según Alain— y otros tantos autores, de enorme valor por sí mismos, y no viene a cuento indagar si hay más ingleses que franceses, o más italianos que españoles, más calvos que melenudos o más abstemios que bebedores. Predominan, eso sí, los narradores, en especial los novelistas, por deseo explícito del editor y por considerar que hoy se lee más narrativa que poesía —y que no es tan frecuente que los poemas se conviertan en poemarios, es decir, en libros autónomos— y que el teatro es mejor verlo que leerlo. Los lectores de poesía y los amantes del teatro saben perfectamente a qué libros o autores deben acudir. Naturalmente, la presente muestra de autores podría tener su equivalente en el terreno de las letras en verso, poemas o dramas, y ello es una posibilidad que siempre cabe dejar abierta para futuras empresas editoriales, similar a esta, nuestras o de otros.

Todos los libros que se comentan en estas páginas son aconsejables y los artículos correspondientes son todos de enorme calidad. No son muchos, pero, en realidad, tampoco se leen tantos libros en una semana, ni en un año. Una vez leídos esos artículos, eso sí, el lector habrá tenido noticia muy cabal de qué es la buena literatura, sin que deba pararse a pensar si se trata de un canon exhaustivo y perfecto. Es parcial, pero de grandes obras, escritas por grandes maestros de la literatura y analizadas por los mejores ensayistas. El director de esta antología es consciente de que hay muchos más libros que merecerían constar en una nómina exhaustiva de grandes obras escritas por grandes maestros. Pero esto importa poco: los que hay permiten entender que Occidente ha dado al mundo entero una literatura de enorme valor, y que este valor no fue vigente solo en el momento en que se publicaron los libros respectivos, sino que alcanza a todas las generaciones del pasado, el presente y el porvenir.

El director de la edición ha provisto al libro de una serie de entradillas a los grandes períodos de la historia literaria de Occidente, aunque estas subdivisiones, como se verá en alguna de las entradas, son también algo muy relativo: no hay una enorme ruptura entre los autores medievales y Petrarca, por ejemplo, como tampoco la hay —en este caso no hay casi ninguna— entre la literatura griega y la romana. «El curso de la vida es un discurso», escribió Gracián en El criticón, y, del mismo modo, el discurso de la literatura constituye un curso fluvial con algunos meandros, corrientes subterráneas y saltos de agua, pero ningún pantano: todo fluye constantemente —en especial desde la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV y también a partir del auge de las traducciones entre las distintas lenguas de Europa— y todo hecho literario reproduce, condensa y modifica una larga tradición.

Al final del volumen el editor presenta una breve bibliografía relativa a cada uno de los artículos que analiza el libro, que consiste en: a) una buena edición, y a menudo solo una, de la obra correspondiente en lengua original, en la medida de lo posible asequible en las librerías; b) una relación escueta de las dos o tres mejores traducciones al castellano de cada una de las obras, cuando existen, y c) los mejores libros o artículos de crítica literaria que dan cuenta cabal del valor de cada libro, de su circunstancia, su contexto y su engarce en la tradición.

Un índice de nombres al final del volumen permitirá al lector hacerse una idea del intricado ovillo de líneas argumentales, tradiciones, influencias y citas imperceptibles entre todos y cada uno de los autores y libros que se comentan en estas páginas. Los artículos que integran esta obra fueron encargados en su día por el Institut d’Humanitats de Barcelona, en el transcurso de varios años de «Lecciones de Literatura Universal», y se corresponden con la lección que cada uno de los autores dictó en la sede de esta institución. La lista de esas conferencias citadas era más extensa, pero razones editoriales aconsejaban limitarse, en el volumen presente, a los textos más significativos, e incluso obviar algún autor o libro de gran categoría, pero que poseía en nuestra colección de textos un referente igualmente representativo de la misma escuela, el mismo estilo o el mismo lugar en el seno de la tradición literaria. Sea como fuere, la lista completa fue elaborada por esos grandes sabios y maestros, todos ya desaparecidos, que fueron Martín de Riquer, José Manuel Blecua, José María Valverde, Antonio Vilanova, Francisco Noy, Carles Miralles y Luis Izquierdo, todos ellos buenos conocedores de la literatura universal.

Alguno de los textos fue redactado en catalán y ha sido traducido para la edición presente. Otros, pocos, han sido encargados a redactores contemporáneos para que no dejasen de estar en el libro debido a su enorme importancia o para llenar algún vacío que habría resultado demasiado imperdonable. Aunque, al fin y al cabo, es más imperdonable, en materia de antologías, incluir obras de segunda o tercera categoría que incluir solo unas decenas de obras de gran relevancia: estas valen por toda la literatura universal, y, en el fondo, a veces solo una de ellas —como el Quijote, Moby Dick o En busca del tiempo perdido— valen por toda una época de una literatura nacional, por no decir universal.

El lector encontrará al final del volumen (p. 659) una bibliografía relativa a la «tradición clásica», que es asunto mayor en la concepción de este volumen, pues uno de sus propósitos es convencer al lector de que toda nuestra historia literaria —vale decir, la que empieza en los pueblos de Israel y de Grecia— es un largo curso y discurso que ofrece a nuestra civilización occidental una unidad que, analizada la «tradición » bajo otros baremos, parece hoy aniquilada.

—————————————

Autor: Jordi Llovet (dir.). Título: La literatura admirable. Editorial: Pasado & Presente. Venta: Amazon, FnacCasa del Libro.

5/5 (1 Puntuación. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios